5 Clase, Villani
5 Clase, Villani
5 Clase, Villani
4) Clase V:
Lecturas:
Hobsbawm, E., Historia del siglo XX. Barcelona, Crítica, 1995. Cap. II.
Villani, P., La edad contemporánea, 1914-1945. Barcelona, Ariel, 1997. pp. 36-45
y 135-146.
4) Clase IV:
Lecturas: Hobsbawm, E., Historia del siglo XX. Barcelona, Crítica, 1995. Cap. II.
LA REVOLUCIÓN MUNDIAL
1,
Pero los acontecimientos de Rusia no sólo crearon revolucionarios sino (y eso es
más importante) revoluciones. En enero de 1918, pocas semanas después de la
conquista del Palacio de Invierno, y mientras los bolcheviques intentaban
desesperadamente negociar la paz con el ejército alemán que avanzaba hacia
sus fronteras, Europa central fue barrida por una oleada de huelgas políticas y
manifestaciones antibelicistas que se iniciaron en Viena para propagarse a
través de Budapest y de los territorios checos hasta Alemania, culminando en la
revuelta de la marinería austrohúngara en el Adriático. Cuando se vio con
claridad que las potencias centrales serían derrotadas, sus ejércitos se
desintegraron. En septiembre, los soldados campesinos búlgaros regresaron a
su país, proclamaron la república y marcharon sobre Sofía, aunque pudieron ser
desarmados con la ayuda alemana. En octubre, se desmembró la monarquía de
los Habsburgo, después de las últimas derrotas sufridas en el frente de Italia. Se
establecieron entonces varios estados nacionales nuevos con la esperanza de
que los aliados victoriosos los preferirían a los peligros de la revolución
bolchevique. La primera reacción occidental ante el llamamiento de los
bolcheviques a los pueblos para que hicieran la paz —así como su publicación
de los tratados secretos en los que los aliados habían decidido el destino de
Europa— fue la elaboración de los catorce puntos del presidente Wilson, en los
que se jugaba la carta del nacionalismo contra el llamamiento internacionalista
de Lenin. Se iba a crear una zona de pequeños estados nacionales para que
sirvieran a modo de cordón sanitario contra el virus rojo. A principios de
noviembre, los marineros y soldados amotinados difundieron por todo el país la
revolución alemana desde la base naval de Kiel. Se proclamó la república y el
emperador, que huyó a Holanda, fue sustituido al frente del estado por un ex
guarnicionero socialdemócrata.
p. 74,
1
2,
Por otra parte, el impacto de la revolución rusa en las insurrecciones europeas
de 1918-1919 era tan evidente que alentaba en Moscú la esperanza de extender
la revolución del proletariado mundial. El historiador puede apreciar claramente
(también lo veían así algunos revolucionarios nacionales) que la Alemania
imperial era un estado con una considerable estabilidad social y política, donde
existía un movimiento obrero fuerte, pero sustancialmente moderado, y donde
sólo la guerra hizo posible que estallara una revolución armada. A diferencia de
la Rusia zarista, del desvencijado imperio austrohúngaro, de Turquía, el
proverbial «enfermo de Europa», o de los semicivilizados habitantes de las
montañas de la zona suroriental del continente, capaces de cualquier cosa,
Alemania no era un país donde cabía esperar que se produjeran insurrecciones.
Mientras que en Rusia y en Austria-Hungría, vencidas en la guerra, reinaba una
situación realmente revolucionaria, la gran masa de los soldados, marineros y
trabajadores revolucionarios de Alemania eran tan moderados y observantes de
la ley como los retrataban los chistes, posiblemente apócrifos, que contaban los
revolucionarios rusos («donde haya un cartel que prohíbe pisar el césped, los
alemanes sublevados tendrán buen cuidado de andar por el camino»).
Y sin embargo, este era el país donde los marineros revolucionarios pasearon el
estandarte de los soviets de un extremo al otro, donde la ejecutiva de un soviet
de obreros y soldados de Berlín nombró un gobierno socialista de Alemania,
donde pareció que coincidirían las revoluciones de febrero y octubre, cuando la
abdicación del emperador dejó en manos de los socialistas radicales el control
de la capital. Pero fue tan sólo una ilusión, que hizo posible la parálisis total,
aunque momentánea, del ejército, el estado y la estructura de poder bajo el
doble impacto de la derrota total y de la revolución. Al cabo de unos días, el
viejo régimen estaba de nuevo en el poder, en forma de república, y no volvería
a ser amenazado seriamente por los socialistas, que ni siquiera consiguieron la
mayoría en las primeras elecciones, que se celebraron pocas semanas después
de la revolución. Menor aún fue la amenaza del Partido Comunista recién
creado, cuyos líderes, Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg, fueron asesinados por
pistoleros a sueldo del ejército.
pp. 75-76,
3,
Sin embargo, la revolución alemana de 1918 confirmó las esperanzas de los
bolcheviques rusos, tanto más cuanto que en 1918 se proclamó en Baviera una
efímera república socialista, y en la primavera de 1919, tras el asesinato de su
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líder, se estableció una república soviética, de breve duración, en Múnich,
capital alemana del arte, de la contracultura intelectual y de la cerveza (mucho
menos subversiva desde el punto de vista político). Estos acontecimientos
coincidieron con un intento más serio de exportar el bolchevismo hacia
Occidente, que culminó en la creación de la república soviética húngara de
marzo-julio de 1919. Naturalmente, ambos movimientos fueron sofocados con
la brutalidad esperada. Además, el desencanto con la conducta de los
socialdemócratas radicalizó a los trabajadores alemanes, muchos de los cuales
pasaron a apoyar a los socialistas independientes y, a partir de 1920, al Partido
Comunista, que se convirtió así en el principal partido comunista fuera de la
Rusia soviética. ¿No podía esperarse, después de todo, que estallara una
revolución de octubre en Alemania? Aunque el año 1919, el de mayor inquietud
social en Occidente, contempló el fracaso de los únicos intentos de propagar la
revolución bolchevique, y a pesar de que en 1920 se inició un rápido reflujo de
la marea revolucionaria, los líderes bolcheviques de Moscú no abandonaron,
hasta bien entrado 1923, la esperanza de ver una revolución en Alemania.
p. 76,
4,
Fue, por el contrario, en 1920 cuando los bolcheviques cometieron lo que hoy
se nos aparece como un error fundamental, al dividir permanentemente el
movimiento obrero internacional. Lo hicieron al estructurar su nuevo
movimiento comunista internacional según el modelo del partido de vanguardia
de Lenin, constituido por una elite de «revolucionarios profesionales » con plena
dedicación. Como hemos visto, la revolución de octubre había despertado
grandes simpatías en los movimientos socialistas internacionales, todos los
cuales salieron de la guerra mundial radicalizados y muy fortalecidos.
Con pocas excepciones, en los partidos socialistas y obreros existían fuertes
movimientos de opinión favorables a la integración en la nueva Tercera
Internacional (comunista), que crearon los bolcheviques en sustitución de la
Segunda Internacional (1889-1914), desacreditada y desorganizada por la
guerra mundial a la que no había sabido oponerse. En efecto, los partidos
socialistas de Francia, Italia, Austria y Noruega, así como los socialistas
independientes de Alemania, votaron en ese sentido, dejando en minoría a los
adversarios del bolchevismo. Sin embargo, lo que buscaban Lenin y los
bolcheviques no era un movimiento internacional de socialistas simpatizantes
con la revolución de octubre, sino un cuerpo de activistas totalmente
comprometido y disciplinado: una especie de fuerza de asalto para la conquista
3
revolucionaria. A los partidos que se negaron a adoptar la estructura leninista se
les impidió incorporarse a la nueva Internacional, o fueron expulsados de ella,
porque resultaría debilitada si aceptaba esas quintas columnas de oportunismo
y reformismo, por no hablar de lo que Marx había llamado en una ocasión
«cretinismo parlamentario». Dado que la batalla era inminente sólo podían
tener cabida los soldados.
pp. 76-77,
5,
Para que esa argumentación tuviera sentido debía cumplirse una condición: que
la revolución mundial estuviera aún en marcha y que hubiera nuevas batallas en
la perspectiva inmediata. Sin embargo, aunque la situación europea no estaba
ni mucho menos estabilizada, en 1920 resultaba evidente que la revolución
bolchevique no era inminente en Occidente, aunque también lo era que los
bolcheviques habían conseguido asentarse en Rusia. Sin duda, en el momento
en que se reunió la Internacional parecía posible que el ejército rojo, victorioso
en la guerra civil y avanzando hacia Varsovia, propagara la revolución hacia
Occidente por medio de la fuerza armada, como secuela de una breve guerra
ruso-polaca provocada por las ambiciones territoriales de Polonia, que había
recuperado su condición de estado después de siglo y medio de inexistencia y
reclamaba ahora sus fronteras del siglo XVIII, que se adentraban profundamente
en Bielorrusia, Lituania y Ucrania. El avance soviético, que ha dejado un
maravilloso monumento literario en la obra de Isaak Babel Caballería roja, fue
acogido con alborozo por un grupo muy variado de contemporáneos, desde el
novelista austríaco Joseph Roth, que luego escribiría una elegía de los
Habsburgo, hasta Mustafa Kemal, futuro líder de Turquía. Sin embargo, los
obreros polacos no se rebelaron y el ejército rojo fue rechazado a las puertas de
Varsovia. A partir de entonces, y a pesar de las apariencias, no habría novedad
en el frente occidental. (…)
p. 77,
6,
Sin embargo, esos años de insurrecciones no dejaron sólo tras de sí un ingente
y atrasado país gobernado ahora por los comunistas y consagrado a la
construcción de una sociedad que se erigiera en alternativa al capitalismo, sino
también un gobierno, un movimiento internacional disciplinado y, lo que es tal
vez igualmente importante, una generación de revolucionarios entregados a la
idea de una revolución mundial tras el estandarte enarbolado en la revolución
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de octubre y bajo el liderazgo del movimiento que tenía su sede en Moscú.
(Durante años se esperó que se trasladara a Berlín y, en consecuencia, durante
el período de entreguerras no fue el ruso, sino el alemán, el idioma oficial de la
Internacional.) Sus integrantes desconocían cómo se difundiría la revolución
mundial después de haberse estabilizado en Europa y de haber sido derrotada
en Asia, y los pocos intentos que hicieron los comunistas de organizar una
insurrección armada independiente (en Bulgaria y Alemania en 1923, en
Indonesia en 1926, en China en 1927 y en Brasil en 1935 —episodio este último
tardío y anómalo—) fracasaron por completo. La crisis mundial y la subida de
Hitler al poder no tardarían en demostrar que la situación del mundo justificaba
cualquier expectativa apocalíptica (véanse los capítulos III a V). Pero eso no
explica que entre 1928 y 1934 la Comintern asumiera súbitamente la retórica de
los ultrarrevolucionarios y del izquierdismo sectario, pues, más allá de la
retórica, el movimiento no esperaba ocupar el poder en ningún sitio ni estaba
preparado para ello. Ese cambio, que resultó políticamente desastroso, se
explica ante todo por razones de política interna del Partido Comunista
soviético, cuando su control pasó a manos de Stalin y, tal vez también, como un
intento de compensar la creciente divergencia de intereses entre la URSS, como
un estado que necesitaba coexistir con otros estados —comenzó a obtener
reconocimiento internacional como régimen político a partir de 1920—, y el
movimiento comunista, cuya finalidad era la subversión y el derrocamiento de
todos los demás gobiernos.