El Despertar de La Bestia - Indiana James
El Despertar de La Bestia - Indiana James
El Despertar de La Bestia - Indiana James
funcionarios sádicos y con una condena de treinta años y un día por delante.
El Matadero es un penal de cierto país latinoamericano. No podría contar
cómo llegué a convertirme en huésped de semejante lugar sin comprometer la
seguridad de ciertos amigos de ese mismo país. Por tanto, me veo obligado a
dejar en blanco esa etapa de mi vida, con la esperanza de que algún día las
circunstancias cambien y pueda relatarla.
Debo confesar que cuando llegué al penal se me cayó la moral por los suelos,
y por los suelos se me quedo durante bastantes semanas, convertida en algo
muy parecido a una cagada de perro.
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Indiana James
El despertar de la bestia
Bolsilibros - Grandes aventuras - 29
Indiana James - 29
ePub r1.0
Titivillus 13.10.2024
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Título original: El despertar de la bestia
Indiana James, 1987
Cubierta: Almazán
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CAPÍTULO PRIMERO
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El amigo era Timmy Estévez, un muchacho de unos 25 años, cojo,
raquítico a causa de una enfermedad infantil y con la cara desfigurada por
marcas de quemaduras. El blanco de todas las burlas y los abusos, el chivo
expiatorio de la frustración que todos los internos llevaban dentro. Estaba en
la cárcel por haber golpeado con una botella a un agente de policía que se
había reído de él. Doce años y un día. Era americano, como yo.
También el enemigo era compatriota. Cachas Cameron, especie de ogro
peludo y alcohólico, psicópata embrutecido, asesino, violador y otras muchas
cosas más que me callo para no asustar a los niños que lean esto. Metro
noventa de altura, ciento veinte kilos de peso, ojos de demente y manos come
palas. Todo el mundo le temía. Se decía que mandaba más que el alcaide.
Entre sus privilegios, estaba el de considerar la cárcel como un feudo propio y
a los demás reclusos como servidumbre personal Cuando hacía un chiste, por
malo que fuera, cuantos estaban cerca se cuidaban mucho de hacer
estentóreas sus carcajadas.
Y a Cachas Cameron le apasionaba hacer chistes a costa de Timmy.
Así fue como entré en contacto con los dos, el primer día de mi estancia
en El Matadero: Cachas Cameron hizo su chiste («Oye, Timmy, ¿no has
pensado nunca en ganarte la vida como atracción de feria?»), se produjo el
inmediato coro de risotadas, y yo no sólo no me sumé a él, sino que me
encaré con aquel ser semihumano y le dije:
—Y tú, ¿no has pensado nunca en donar tu cerebro para un trasplante de
culo?
Eso ocurría en el comedor, durante la cena. Se apagaron las risas, cesó el
murmullo de conversaciones y se hizo un silencio tan gélido que hasta la sopa
dejó de humear.
Y Cachas Cameron parpadeó:
—¿Qué has dicho?
No me había entendido. No podía entenderme. Que alguien osara
desafiarle era algo totalmente inconcebible para él.
Se lo repetí sílaba por silaba.
La sopa pareció congelarse en los platos y cuantos estaban en nuestra
mesa descubrieron de pronto que les habían entrado unas ganas de ir al
retrete, cosa urgente. Quedamos los dos solos, frente a frente, separados por la
mesa.
A estas alturas, ya había hecho la luz en el cerebro de Cameron (si es que
realmente lo tenía). Y debía ser una luz muy roja y muy intensa, porque se le
salía por los ojos en forma de destellos carmesí y le iluminaba la jeta con un
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grana purpúreo. Cerró la mano sobre la cuchara, estrujándola como si fuera
celofán y, después, se incorporó muy lentamente, imagen que evocó en mí la
de un volcán emergiendo de los mares en los tiempos prehistóricos.
—Te mataré —anunció, mordiendo las palabras.
Yo le pegue una patada a la mesa y la proyecté sobre su cuerpo. Y ya
estuvo liada.
Cachas Cameron astilló la mesa de un solo golpe, y luego pretendió hacer
lo mismo con mi cara. Esquivé, agachándome. Probó a juntar las manos,
convirtiéndolas en una maza, para golpearme en la cabeza y clavarme hasta la
cintura en el suelo. Nueva finta. Agarré un pedazo de mesa para usarlo como
escudo. Cameron volvió a golpear y su puño atravesó la madera chapada,
como si fuera gelatina.
—¡Planta cara, cobarde! —rugía.
Yo me sentía como un peso mosca danzando alrededor del campeón
mundial de los pesados. ¿Podía hacer otra cosa, aparte de esquivar?
Bien, ¿y por qué no?, me dije.
Proyecte mi puño contra su mandíbula. Él ni se movió, y a mí el retroceso
me mandó de culo al suelo.
El volcán se lanzó en plancha sobre mí, rugiendo de felicidad y yo tuve
que revolverme en el suelo para evitar lo que hubiera sido una laminación
instantánea. A estas alturas, ya me había arrepentido con creces de mi
heroicidad al desafiarle, y rogaba mentalmente porque los vigilantes vinieran
a separarnos.
Pero los vigilantes se mantenían a la expectativa y todo a lo que se
atrevían era a cruzar apuestas sobre cuánto le duraría a Cachas.
Ahora, la bestia me tenía agarrado por un pie y trataba de arrancarme la
pierna de cuajo. Le pateé la jeta con el otro pie. Eso le dolió un poco y me
soltó. Sangraba por la nariz. Agarré una silla y se la partí en la espalda.
Mira por dónde, eso le afectó un poquito. Se tambaleaba gruñendo
sordamente, y yo me hice la ilusión de que ya le tenía, y me acerqué a él
tomando posiciones para romperle el puente de la nariz con un golpe de
Karate.
Craso error. Debí de haber seguido con la esquiva.
… porque esta vez sí estaba a su alcance y sí me alcanzó. Un solo golpe,
en la mandíbula, que me hizo volar seis metros, atravesar una de las ventanas
del comedor y caer en el patio ya en estado semicomatoso.
Luego me enteré de que un par de vigilantes me sacaron de ahí antes de
que Cachas pudiera rematarme debidamente.
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Me sacaron de ahí y me llevaron a una celda de castigo. Dos semanas,
dijo el alcaide, el castigo usual para quienes provocaban una pelea y la
perdían. Al vencedor, no le decían nada. En especial, si se trataba de Cachas
Cameron.
De modo que me pasé las dos semanas a pan y agua, leyendo y releyendo
un ejemplar de Papillón que un vigilante guasón me prestó. Cuando la
sentencia estuvo cumplida, y en vista de que no me venían a sacar, procedí a
aporrear la puerta.
—Ah, ¿pero quieres salir? —me preguntó sorprendidísimo el vigilante.
—¡Claro que quiero salir! —me exasperé—. Ya he cumplido el castigo,
¿no?
—Sí, pero Cachas Cameron te está esperando —puntualizó el alcaide, que
había sido raudamente avisado de mi insólita pretensión—. Piénsalo bien,
aquí dentro estás seguro.
—¡No quiero pasarme treinta años y un día en una celda de castigo!
¡Quiero salir!
—Bien, bien…
Me sacaron. A esa hora, los demás internos estaban hacendó gimnasia. Yo
me fui a mi celda e hice algunos preparativos: Corté un trozo de cañería de
plomo y me lo puse en un bolsillo; en el otro guarde un puñado de pimienta.
Y salí al patio a buscar pelea.
Cachas Cameron no hacía gimnasia. Se había autoconcedido el privilegio
de contemplar sentado al sol como la hacían los demás, mientras él ejercitaba
vagamente sus músculos sacándose pelotillas de la nariz o rascándose los
sobacos o cualquier otra cosa que le picara.
Me planté ante él, con las manos en los bolsillos.
—Me han dicho que me estabas esperando, para sacarme a bailar, cara de
culo —le provoqué.
Cachas rugió. Con el rabillo del ojo vi a Timmy Estévez iniciando un
movimiento como para detener la inevitable pelea («Ya te machacó una vez
por mi culpa»), parecía decir su expresión. Pero yo no hice caso.
Cachas Cameron saltaba ya sobre mí.
Saqué la mano izquierda del bolsillo, me puse el puño sobre los labios y
soplé como quien hace puntería con una cerbatana. Blanco: Cara, ojos y nariz.
Cachas frenó en seco, cerró los ojos y tomó aire para estornudar
violentamente.
Saqué la mano derecha, el trozo de cañería bien apretado en el puño, y le
chafé la nariz. Cinco veces seguidas. Cinco golpes proyectados con toda la
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fuerza de mis músculos.
No cayó. Trató de abrir los ojos, pero los tenía llorosos y no veía ni papa.
Aproveché para castigarle el estómago, el bajo vientre y el plexo solar. Acertó
a lanzar algunos contragolpes mal coordinados, y todo lo que consiguió fue
perder el equilibrio y caerse.
Entonces retrocedí unos metros, recogí el trampolín que los gimnastas
usaban para saltar el potro, y se lo partí en la cabeza.
Bingo.
O limbo, porque al limbo es a donde le mandé por unas cuantas horas.
Me metí la mano en el bolsillo para esconder el trozo de cañería y busqué
con la mirada a uno de los vigilantes.
—Y bien, ¿qué esperan? ¿No van a llevarle a la celda de castigo?
Se lo llevaron entre varios. Dioses, parecían cuatro enanillos trasladando a
Gulliver. Los demás reclusos me miraban con incredulidad (porque no podían
creer lo que acababan de ver) y temor (porque no habían visto el providencial
trozo de cañería). Yo me sentía completamente en paz conmigo mismo: Había
hecho trampa, pero en un caso como aquél estaba plena y moralmente
justificado, y hasta recomendado, si me apuran.
En fin, que así fue como me gané el respeto de todos y la inquebrantable
amistad de Timmy Estévez.
Bueno en esta vida, cuando llevas a cabo alguna acción más o menos
heroica en nombre de tus principios y demás zarandajas, ya cuentas con
ganarte de alguna manera el agradecimiento del beneficiado. El
agradecimiento y la amistad, por qué no. Pero Timmy Estévez se pasó un
poco de la raya. Debí convertirme en su héroe, y empezó a agobiarme con una
devoción que acababa por resultar embarazosa.
Me seguía a todas partes, me conseguía tabaco, me encendía los
cigarrillos, sobornaba a los cocineros para que me reservaran la comida
menos infecta, trataba de anticiparse a mis más remotos deseos… en otras
palabras se autonombró mi paje particular y me nombró a mí su caballero
andante.
Y me contó su vida.
—Golpe tras golpe, siempre recibiendo —me explicaba—. La gente es
cruel, Indy. Les gusta hacer chistes sobre las viejecitas que resbalan por la
calle y se rompen la cabeza, y los tullidos como yo. Nunca he tenido un
amigo. Tú eres el primero. El único.
Yo me exasperaba:
—¡Pues sé mi amigo, diablos, no mi criado!
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—Estoy en deuda contigo —se defendía él—. Tú te jugaste el pellejo al
enfrentarte con Cachas. Y lo hiciste por mí. Ahora todos saben que eres mi
amigo y ya nadie se mete conmigo.
Eso era cierto Mientras Cameron purgaba sus dos semanas en la celda de
castigo, los demás reclusos se mantenían a la expectativa y procuraban
apartarse de mi camino y del de Timmy.
—¿De dónde eres? —se me ocurrió preguntarle un día.
—De Gladstown, Arizona —dijo. Y, de pronto, una expresión dolida
ensombreció su rostro—. Allí crecí. Esa ciudad fue un infierno para mí. Lo
que esa gente me hizo… —Y dejó la frase en suspenso.
—¿Qué te hicieron?
—Nunca se lo podré perdonar. Nunca.
No quiso seguir con el tema. Esta situación se repitió varias veces:
Mencionar Gladstown, aparecer una máscara de odio y rencor en su rostro y
luego negarse a entrar en detalles.
En vez de contarme lo que ocurrió, daba amplios rodeos alrededor del
tema:
—¿Sabes? La gente de Gladstown está muy orgullosa de sí misma.
Muchos llevan en los coches una pegatina con la leyenda: «Gladstown. A
town, a family». Dicen que es la ciudad feliz. No hay parados, ni
delincuencia. Cuarenta o cincuenta mil habitantes que son como una familia
bien avenida, claman. Pero son basura, Indy. Y lo sabrán algún día.
Me quedé mirándolo dubitativamente. La última frase parecía sugerir una
promesa de venganza.
—… algún día despertará la bestia que llevan dentro se convertirán en los
animales que realmente son y cuando haya pasado todo, tendrán que vivir con
ello el resto de sus vidas. Ése será su carga.
Palabras importantes éstas, y también proféticas, pero que en aquel
momento yo interpreté como una simple fantasía de Timmy, una válvula de
escape a su rencor.
Después de todo, de los doce años y un día a qué había sido condenado, le
quedaban once y medio (y el día) por cumplir.
Y, a esas alturas, a Cachas Cameron le quedaban tan sólo dos días de
celda de castigo por delante. Todos los reclusos se frotaban las manos,
esperando asistir al emocionante tercer round de nuestro combate particular.
Porque Cameron había prometido vengarse, claro. Informaciones de Radio
Macuto afirmaban que se entrenaba demoliendo a puñetazos las paredes de la
celda de castigo.
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Y yo miraba los tres muros de la cárcel, y deseaba encontrar la manera de
recobrar la libertad antes de que sonara el gong. Pero seguía sin ocurrírseme
nada. Tendría que afrontar el tercer round, lo que seguramente acortaría en
unos treinta años mi condena. Saldría de inmediato de la cárcel…
empaquetado en una caja de madera.
Pero no había contado con Timmy, claro. ¿Acaso no era él quien se
desvivía por anticiparse a mis más leves deseos?
El día anterior a la salida de Cameron, me llevó a un rincón del patio y,
como quien no quiere la cosa, me preguntó:
¿Qué tal si nos fugamos esta noche?
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CAPÍTULO II
Y yo le contesté:
—Sí, claro. Y después nos vamos a tomar unas copas con Jacquelinne
Bisset y Bo Derek, ¿no?
—Te lo digo en serio, Indy. Llevo mucho tiempo preparándolo. Mira.
Me mostraba furtivamente un frasco repleto de una especie de mejunje
viscoso y de color indefinido. No sé si he dicho que Timmy era un apasionado
de la botánica. Se pasaba el día recogiendo hierbajos y plantas en el patio de
la cárcel, y con todo ello se había hecho un herbolario de la flora local. No
había nada raro en esto. En la cárcel, cada cual trata de distraerse como puede.
A otros les daba por criar canarios, o por cultivar champiñones en la celda.
—¿Qué es? —le pregunté.
—Soy, er… —dudó un momento—. En fin, digamos que tengo algunos
conocimientos de botánica, química y biología. Me ha llevado algún tiempo
reunir los ingredientes precisos, pero por fin lo he conseguido. Esto es un
poderoso somnífero, elaborado en base a una mezcla de diversas plantas
locales.
Asentí con la cabeza. Intuía la idea, pero no acababa de ver a dónde quería
ir a parar.
—… Y aquello es el depósito de agua del penal —prosiguió, señalando
una inmensa cisterna elevada sobre pilares de madera—. De esa agua
bebemos todos, Indy. Los internos, los celadores, el mismísimo alcaide y los
que están de guardia en las torretas.
Empecé a comprender.
—¿Estás seguro de que el somnífero surtirá efecto?
—Completamente. Es más, incluso he calculado el tiempo que tardará en
ser asimilado y empezar a actuar. Unos veinte minutos. —Protestó
vehementemente al ver mi expresión de duda—: ¡En serio, Indy, que yo
entiendo de esto! Lo verteremos en el depósito una hora antes de la cena. A
nadie le extrañará tener sueño por la noche, ¿no?
Yo quería creérmelo, pero seguía receloso.
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—¿Y si algún vigilante no bebe agua? Aquí hay mucho borracho, ya
sabes.
—Esta noche hay sopa para cenar, ya me he enterado. Sopa y nada más. Y
la sopa se hace con agua, ¿no?
Eso era cierto. En El Matadero, la sopa se hacía sólo con agua, en la que
ponían a flotar algunos grumos de sustancias sospechosas e inidentificables.
Me rendí, y con mucho gusto.
—De acuerdo. No perdemos nada con probarlo.
Una hora antes de la cena en un momento en el que todos, internos y
vigilantes estaban distraídos mirando a un Timmy que de repente se había
puesto a aullar incoherencias en el centro del patio (sabia maniobra de
distracción), ejercite mi puntería y facultades para el baloncesto tirando el
frasco a la cisterna. Canasta. Entró a la primera.
Luego, ya fue todo cuestión de esperar. Y de no cenar, claro. Ni comer, ni
beber.
Los reclusos salieron del comedor bostezando aparatosamente y con
plomo en los párpados. Aquella noche nadie parecía dispuesto a montar
alguna timba de póker en las celdas. Todos se dirigieron como buenos chicos
a sus respectivos jergones, los vigilantes cerraron las celdas y se fueron a
cenar a su vez. Comían de la misma sopa, sólo que a ellos les ponían ración
extra de grumos. A los que estaban en las torretas, se la distribuían en el
cuerpo de guardia, junto con generosas tazas de café.
Una hora después, el penal era un inmenso ronquido.
Salir de la celda no fue problema, puesto que Timmy, a causa de su
raquitismo, podía escurrirse cómodamente por entre los barrotes (los
vigilantes lo sabían, pero a nadie se le había ocurrido que un minusválido
como él pudiera intentar una fuga). Fue en busca del celador, que dormitaba
espatarrado en una silla le quitó las llaves y abrió la celda para que pudiera
salir a mi vez.
Así de fácil.
Nos paseamos impunemente por todo el penal como si estuviéramos en
casa del suegro. En el patio, los focos habían dejado de barrer el terreno para
quedar inmóviles, algunos de ellos apuntando al ciclo.
Al alcaide, le encontramos dormido sobre su mesa de trabajo, con la nariz
hundida entre las páginas de una revista porno de las fuertes. A saber en qué
estaría soñando, el hombre. Le quitamos todas las llaves del penal sin ningún
problema.
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La próxima visita, la hicimos al polvorín, donde conseguimos un par de
ametralladoras y varios cartuchos de dinamita.
Todo iba sobre ruedas. Tanto, que nos confiamos.
Y así, cuando cruzábamos ya el patio, dirigiéndonos a la puerta de la
primera muralla, estuvimos a punto de ser alcanzados por una ráfaga de
ametralladora procedente del edificio de la residencia de los vigilantes.
Ra-ka-ta-ka-taka-ta, rugió el arma.
—¡A los reclusos, que se escapan dos ametralladoras! —chilló una voz
eufórica en las sombras.
Mierda, habíamos olvidado que hay borrachos a los que no les gusta la
sopa.
El tipo siguió disparando. Timmy y yo nos habíamos tirado al suelo, y
desde allí replicábamos a ciegas (porque la residencia de vigilantes quedaba
en la sombra), mientras las balas silbaban sobre nuestras cabezas.
Dioses, el tipo se dedicaba a barrer metódicamente el patio. Estábamos en
terreno descubierto. Tarde o temprano nos alcanzaría. Por ejemplo, cuando
tuviéramos que exponernos aún más para abrir la puerta.
—Indy —oí a Timmy.
—¿Sí?
—Voy a volar la puerta con dinamita. Tendremos que salir corriendo.
Envié una nueva ráfaga hacia la residencia.
—¡Despertaremos a todo el mundo! —objeté, aprensivo.
—¡Despertarán un momento, pero volverán a dormirse enseguida sin
remedio! ¡Seguro, Indy! ¡En cuestión de bioquímica soy un experto! ¡Estudié
muchos años!
Ra-kataka-taka-ta.
—¿En la Universidad? —me sorprendí. Nunca me había hablado de que
tuviera título alguno.
—¿Qué importa eso ahora? ¡Vamos, prepárate para correr!
Un par de barrenos de dinamita, una cerilla, un corto vuelo parabólico y
¡BOUMMMMM!, las puertas y parte de la muralla volaron por los aires, al
tiempo que una de las torretas se derrumbaba y todos los cristales del penal
saltaban pulverizados.
Salimos a la carrera. La explosión debió de meterle el miedo en el cuerpo
al vigilante borrachín, porque ni siquiera intentó disparar de nuevo. Dioses,
pensaba yo mientras corría, con un poco de suerte, mañana va a haber aquí
un motín o una fuga masiva. Depende de quién despierte primero.
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Imaginarme a un Cachas Cameron rondando por el mundo en libertad, no me
complacía ni pizca.
Pero, a lo hecho, pecho. Ya no podíamos echarnos atrás.
Quedaba aún un problema: El de apoderarnos de una embarcación en el
pequeño puerto de la isla; contábamos con reducir a los centinelas allí
apostados con nuestras armas, pero se ve que los tíos se asustaron al oír la
explosión, imaginaron un sangriento motín y decidieron desertar
precipitadamente, valiéndose de una de las lanchas.
Había otras seis. Cogimos la más potente.
Y eso fue todo, en cuanto a la fuga se refiere. Navegamos toda la noche,
proa al Norte hasta llegar a la costa de un país vecino, enemistado con el que
dejábamos atrás, razón por la cual fuimos recibidos como una especie de
héroes justicieros. Nos alojaron en un hotel, dormimos unas horas y nos
despertaron frotándose las manos de satisfacción.
—Ha habido un motín en El Matadero. Esta mañana, los reclusos se han
apoderado de la isla —nos informó un policía, confirmando mis temores.
Timmy buscaba algo en su macuto, visiblemente nervioso.
—¡Mi diario! —gritó de pronto.
—¿Qué ocurre? —preguntamos yo y el policía a la vez.
—¡Está en El Matadero! ¡Debió caérseme en el patio, cuando nos tiramos
al suelo! ¡Dios mío, tenemos que volver!
Costó dios y ayuda hacerle ver que eso era imposible. Se resignó por fin,
pero quedó en un estado de visible agitación nerviosa (¿pero qué demonios en
ese diario, que sea tan importante?, le pregunté yo. Y no quiso responder).
El policía nos dijo que el gobierno de su país se ofrecía a pagarnos los
pasajes para volver a los Estados Unidos.
—No es necesario —dije yo—. El consulado americano se hará cargo de
eso.
—No —dijo Timmy.
—Claro que lo harán. Ésa es precisamente una de las obligaciones del
cónsul.
—Que no quiero que acudamos para nada al consulado americano.
—Pero ¿por qué?
—Ya te lo contaré algún día. Ahora, aceptemos el pasaje que nos ofrece
esta gente.
Yo empecé a albergar una difusa sospecha. Busqué los ojos de Timmy:
—¿Tienes problemas con la ley, en los Estados Unidos?
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—No hay ninguna orden de arresto contra mí, si es a eso a lo que te
refieres —contestó ambiguamente—. Por favor, Indy, no hagas más
preguntas. Todo a su tiempo.
Aceptamos los pasajes, y al día siguiente partimos hacia Arizona.
Hacia Arizona, precisamente, porque Timmy me había pedido que le
acompañara a Gladstown y, de nuevo, sin hacer preguntas. Acepté porque
estaba en deuda con él. Una deuda de treinta años y un día, exactamente. Pero
para entonces ya intuía que el muchacho guardaba celosamente un
importantísimo secreto, algo que ni siquiera a mí podía explicarme.
—Pero ¿por qué a Gladstown? —le insistía yo en el avión—. ¿No lo
pasaste mal ahí? ¿No odias a la gente de tu ciudad? Sería mejor que intentaras
abrirte camino en otra parte.
—No se consigue nada rehuyendo los problemas —contestaba él—. Hay
que afrontarlos para superarlos.
—Pero, ¿qué demonios es lo que tienes que afrontar?
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mi vida en esa ciudad, afrontar el problema de cara, ganarme el respeto de
mis conciudadanos.
—¿Qué problema, Timmy?
Dudó un momento:
—El de siempre. Las burlas de la gente, a causa de mi deformidad, el que
me traten como a algo inferior, todo eso.
Busqué su mirada. Me la rehuía.
—Timmy, ¿somos amigos, no?
—Claro. Eres el único amigo que he tenido en mi vida. De verdad.
—En ese caso, contéstame a una pregunta. Una sola.
—Adelante.
—¿Cómo te hiciste esas marcas de quemaduras en la cara?
Había disparado a ciegas, y parece que de una forma u otra di en el
blanco. La expresión culpable de mi amigo se hizo aún más notoria. Me
escondía algo, ahora estaba seguro. Se le notaba en tensión.
—Lo siento —decidió—. No puedo contártelo.
—Cuéntame al menos por qué no puedes contármelo —insistí.
—Porque si lo hiciera creerías que vuelvo para vengarme, y eso… no es
cierto.
—De acuerdo, hagamos un trato. Tú me lo cuentas y yo no saco
conclusiones.
Timmy suspiró:
—Está bien. No es una historia divertida…
En efecto, no lo era. Siendo estudiante, y estando acomplejado por su
deformidad, Timmy había decidido ganarse su lugar al sol de la única manera
que podía: Convirtiéndose en el primero de la clase, el mejor de todos. Esto
acabó enajenándole la antipatía de sus compañeros, que le veían como al
clásico y repelente empollón. Como fuera que donde más descollaba Timmy
era en la química, un día decidieron gastarle una broma en el laboratorio de
prácticas. Una broma, en teoría, inofensiva.
Se trataba de provocar una pequeña explosión en su matraz. Así, mientras
una chica le distraía, otros introdujeron ciertas sustancias químicas en el
recipiente. Calcularon mal. Porque cuando Timmy volvió a su experimento y
añadió el ácido sulfúrico…
En fin, que por eso tenía la cara quemada.
—Ya sé que no tenían intención de hacerme daño —se explicó Timmy en
el coche aparcado en la cuneta de la carretera—. Fue un error, mala suerte, si
quieres…
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«Un golpe más de mala suerte para alguien a quien la mala suerte ya había
golpeado antes», pensé yo.
—… pero esos chicos, mis compañeros de clase, eran los hijos de las
familias más ricas e influyentes de Gladstown. Allí estaban los Patterson, los
Ford, los Boyle… Y cuando mis padres pidieron una indemnización, fíjate,
sólo algo de dinero para los gastos de hospital, se negaron a pagar y, entre
todos, pergeñaron una historia, según la cual las quemaduras se habían
producido por culpa mía. «Un error del muchacho al mezclar las sustancias»,
dijeron. Y entonces fuimos a juicio, y todos mis compañeros declararon
abonando esa patraña, y el juez, que era pariente de los Boyle, les absolvió.
Yo les llamé mentirosos en el juicio, y a partir de ahí, las fuerzas vivas de
Gladstown se dedicaron a «lavar la ofensa» haciéndonos la vida imposible en
la ciudad a mí y a mi familia. Mi padre trabajaba en la industria de los Ford.
Le echaron. El banco de los Patterson hizo efectiva una hipoteca sobre nuestra
casa y nos la quitó…
No quería hablar, pensé yo, pero una vez empezó, tampoco podía parar.
Era como si una presa hubiera cedido ante el empuje de años de infamias y
humillaciones. Ahora, ya nada podía detener la riada.
—… tuvimos que marcharnos de la ciudad, Indy. Con cincuenta años, mi
padre tuvo que empezar de nuevo su vida en otra parte. Y todo para que nadie
pudiera decir que un hijo de los Boyle, o de los Ford, o de los Patterson era un
gamberro. Por eso, y por ahorrarse unos miserables dólares. Esa gente son
hipócritas y mezquinos, basura, Indy, basura. Pero algún día… —y aquí sí
supo frenar, y se mordió la lengua para no seguir hablando.
—Algún día, ¿qué?
—Has dicho que no sacarías conclusiones, Indy —me recordó.
—Timmy…
—Está bien. No quería contártelo porque temía que me tomases por un
iluso, un soñador. Pero ahora veo que debo hacerlo. Me gradué en Química,
con grado Phi Beta en Harvard, gracias a una beca. Tengo algunas patentes
interesantes. Quiero montar una gran empresa en Gladstown. Demostrar de lo
que soy capaz. Abrirme camino ante sus propias narices.
Me creí la historia. Me la creí porque, dioses, sonaba lógica. ¿Cómo
demonios podía ni siquiera remotamente imaginar cuáles eran las verdaderas
intenciones de Timmy?
Pero no adelantemos acontecimientos. Nos alojamos en un motel a la
entrada de la ciudad. Timmy se quedó en el coche mientras yo alquilaba el
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bungalow. Me pidió que no le inscribiera con su nombre. No que nadie
supiera, todavía, que había vuelto a casa. También me creí eso.
Indiana James y John Jones, le dije al propietario del motel. Y el tío miró
por encima de mi hombro sonriéndose. En la oscuridad no podía ver a Timmy
dentro del coche.
—Un planillo, ¿eh amigo?
—No, no…
—Eh, no me cuente su vida. Limítese a pagar, eso es todo lo que le pido.
Pagué.
Al día siguiente, Timmy se quedó en el bungalow, alegando una ligera
indisposición. Yo salí a dar una vuelta por la ciudad.
Era la típica capital de ninguna parte, cuarenta o cincuenta mil habitantes,
un amplio núcleo de civilización, calles anchísimas, muchas tiendas y
establecimientos en el centro y, alrededor, varias zonas de suburbios
residenciales. La gente parecía moderadamente próspera a excepción de unos
cuantos a quienes se les veía exageradamente prósperos. Parecían conocerse
todos los unos a los otros. Se saludaban en la calle, se detenían a conversar, se
preguntaban por sus respectivas familias.
Gladstown. A town, a family, recordé.
Comí fuera, llamé al motel para cerciorarme de que Timmy estaba bien y,
por la tarde, me entretuve un poco flirteando con cierta dependienta de unos
grandes almacenes. La cosa no prosperó (en parte debido a la brusca aparición
del novio de la citada), y, entre una cosa y otra, cuando regresé al motel ya
había oscurecido.
Y Timmy no estaba en la habitación.
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CAPÍTULO III
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Dioses, ver para creer. Quería asegurarse de que me iba.
Tenía su paquete bajo el brazo y una bolsa de plástico en la mano, cuando
nos despedimos.
—Espero que tu empresa pronto cotice en bolsa —le dije—. Pienso
comprar acciones.
—Indy… —dijo él. Y se le quebró la voz, sobrepasado por la emoción y,
alarmado, me di cuenta de que estaba conteniendo a duras penas las lágrimas
—. Gracias por todo. De verdad. Muchas gracias —por un momento pareció
que quería añadir algo, pero se lo pensó mejor y dio media vuelta.
—¡Que nos vamos! —rugió el conductor del autobús.
Me senté en la primera fila y miré atrás. Timmy contemplaba la partida
del autobús desde la entrada de la terminal.
Enfilamos una calle lateral, giramos para meternos en la principal y
Timmy desapareció de mi vista.
Y yo de la suya.
—¡Pare! —le dije al conductor.
—¿Qué?
—Que me lo he pensado mejor. Que me apeo.
—Perderá el importe del pasaje. No se admiten cambios ni cancelaciones,
una vez el autobús se ha puesto en marcha.
—Ya lo sé. Pare.
Me apeé en la calle principal; el autobús siguió viaje sin mí, y yo retrocedí
un par de calles hasta divisar la figura contrahecha de Timmy, apresurándose
con su bolsa y su paquete.
Se disponía a hacer una tontería, estaba seguro. Se subiría a una azotea y
acribillaría desde allí a sus conciudadanos, o pondría una bomba en un
supermercado, o tal vez planeara simplemente suicidarse. Fuera lo que fuera,
yo estaba dispuesto a impedirlo.
Le seguí hasta los estudios de la televisión local. Había un numeroso
grupo de gente ante la verja de entrada. Antes de que pudiera hacer nada, el
portero abrió la verja y el grupo en el que se había infiltrado Timmy, entró en
los estudios. Cuando llegue yo, el portero ya estaba procediendo a cerrar lo
que había abierto.
—Lo siento, no podemos admitir a nadie más —me informó—. Eran
ciento veinte plazas, y ya están cubiertas.
No sabía exactamente de qué me hablaba, pero imaginé que se trataría del
público invitado a un show en directo. Por suerte, recordé que llevaba
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conmigo una credencial del New York Times, gentileza de mi amiga. Zenna
Davis.
—Ah, eso es otra cosa —musitó reverencialmente el portero. Y me dio un
pase de prensa y me franqueó el paso.
No me había equivocado. Se trataba de un programa en directo,
concretamente, del famoso show de Jimmy Reed que, excepcionalmente, se
emitía aquella semana desde Gladstown para todo el país, a través de una de
las grandes cadenas nacionales. El motivo de esta emisión era que Gladstown
acababa de ser elegida como «La Ciudad Ideal de los U. S. A.».
Los espectadores ya se habían sentado y un regidor, provisto de un
megáfono, procedía a cómo y cuándo debían aplaudir, reírse o mantenerse
modositos y callados.
Pero Timmy no estaba entre el público. Había desaparecido.
Recorrí de punta a punta el inmenso local del estudio, buscándole en
vano. Estaba empezando a ponerme nervioso. Sabía que se había escondido
en alguna parte. Todo encajaba: El día en que iba a proclamarse a Gladstown
como La Ciudad Ideal, él actuaría. De una manera u otra. Estaba buscando la
mayor publicidad posible para su venganza.
—Manténgase quieto y en silencio, por favor —me pidió educadamente
un guarda de seguridad—. El programa está a punto de empezar.
Se encendieron los focos; alguien gritó: «¡En el aire!», y apareció Jimmy
Reed, presentando el número inicial: un ballet moderno.
Yo me aposté detrás de una de las cámaras, cada vez más inquieto.
Después del ballet, vino la primera entrevista, con Charles Patterson,
próspero banquero local, recientemente elegido alcalde, que glosó con
sentidas palabras «el ejemplar sentido de hermandad y convivencia de nuestra
comunidad», poniéndola como ejemplo a seguir por otras ciudades no tan
pacíficas.
La gente aplaudió entusiasmada.
Charles Patterson dio paso a un grupo de folk local, llamado The
Ktimbaya’s, que interpretó canciones tradicionales. Eran tres chicos y tres
chicas, todos guapos, repeinados y encantadores. Tanta almibarada perfección
le ponía a uno un poco nervioso.
Y yo seguía sin descubrir dónde se había escondido Timmy.
Ahora, Jimmy Reed entrevistaba a los cantantes, poniéndolos como
ejemplo fehaciente de la juventud local. Uno de ellos se apellidaba Boyle y
otro Ford. Los Boyle, los Ford y los Patterson, pensé. Ya habían salido todos
en el programa.
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Era el turno de Timmy.
Surgió de las sombras inesperadamente, descolgándose con unas cuerdas
de una pasarela de foquistas y aterrizando sobre la mesa del atónito Jimmy
Reed. Llevaba una pistola en la cintura, una careta antigás, cubriéndole el
rostro, y un matraz en la mano. El matraz estaba lleno de un líquido
amarillento, en el que flotaban pequeñas partículas blancas.
Gritó:
—¡Es la bestia, y la bestia despertará en Gladstown! ¡Pregunten a Floyd
Whitaker!
—¡No, Timmy! —grité yo. Pero mi voz quedó confundida entre los gritos
del público y los aullidos de los guardias de seguridad.
Rompió el matraz contra la mesa.
Todo fue muy rápido. Yo corrí hacia él; los guardias de seguridad no se
atrevieron a dispararle por miedo a darle a Reed, y él, en cambio, sí lo hizo,
destrozando varios focos y dejando el estudio sumido en la penumbra. Y,
mientras todo eso ocurría, un olor acre y desagradable se expandía por todo el
local.
No pude acercarme a él. Le perdí en el barullo histérico que se organizó
en cuestión de segundos. Le perdieron también los guardias de seguridad que
media hora después, con el programa interrumpido y anulado, tuvieron que
aceptar el hecho de que se les había escapado.
La confusión era terrible. Nadie sabía qué era Whitaker. Acudió la policía
y los espectadores y periodistas fuimos desalojados después de que nos
tomaran, uno a uno, los datos personales.
—Un chalado —comentaba la gente a mi alrededor.
—Era Timmy Estévez —dijo alguien—. El hijo de los Estévez; los que se
marcharon hace diez años…
—Siempre sospeché que estaba mal de la cabeza…
Yo me fui al motel. Timmy no había regresado al bungalow. En
recepción, el propietario y su esposa comentaban los acontecimientos.
—¿Tienen un teléfono? —les interrumpí—. Debo hacer una llamada
urgente a Nueva York —pensaba interrogar a Zenna Davis sobre el tal
Whitaker.
El propietario negó con la cabeza. Era un viejo de ojos acuosos y pupilas
descoloridas.
—Imposible. No funciona.
—Está bien —me impacienté—. Dígame dónde puedo encontrar otro.
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—No me ha entendido. Se ha cortado el teléfono en toda la ciudad. Lo
han dicho por la radio local. Debe tratarse de una avería muy gorda.
Una avería, pensé. Bien, ¿y por qué no? Algo se habría estropeado en la
central. No creí que a Timmy le hubiera dado por volarla a bombazo limpio.
No podía hacer nada, salvo esperar. Esperar a que Timmy volviera (si
volvía) esperar a que el servicio telefónico quedara restablecido, esperar a que
por radio o TV dieran algún tipo de información suplementaria sobre lo
ocurrido en los estudios o sobre el paradero y la suerte de mi amigo.
Me fui al bungalow y puse la tele. Estaban pasando el vídeo del sabotaje
de Timmy. En un momento dado, la cámara había captado un primer plano
del matraz roto. El pestilente líquido amarillento se derramaba sobre la mesa
y caía al suelo. Reprimí un estremecimiento. Me estaba poniendo francamente
aprensivo.
Luego dieron un noticiario y se refirieron a lo del teléfono. El director
técnico de la central de Gladstown confesaba desconocer por completo las
causas de la avería. Era ajena a la central «¿por qué no llama a los servicios
técnicos de Phoenix y lo preguntan?», le interrumpía en ese momento,
chistoso, el periodista. Pero el entrevistado parecía inquieto y daba la
impresión de estar guardándose algo para sí. O eso me pareció. Tal vez, de la
aprensión, estaba pasando a la paranoia.
Pasaron dos horas sin nuevas noticias. Volví a recepción por si va había
posibilidad de llamar. No la había.
Regresé al bungalow. El motel estaba edificado sobre un promontorio,
con vistas a la ciudad. Me detuve en la puerta, encendí un cigarrillo y
contemplé Gladstown, a mis pies.
Eran las diez de la noche de un viernes. Desde mi posición, podía advertir
el modesto bullicio en las calles del centro, las luces de los coches de los que
habían salido a divertirse, el aire provinciano y feliz de aquel remanso de paz.
Gladstown, una ciudad, una familia. La ciudad ideal del país.
Me fui a dormir.
Poco después, me despertaban los alaridos.
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CAPÍTULO IV
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abandonar la zona. En caso de eventuales intentos de fuga con vehículos, se
utilizará armamento pesado. Debo pedir calma a los ciudadanos de
Gladstown. Aun en su gravedad, aún es posible que podamos resolver
satisfactoriamente el problema. Hago un llamamiento a los corazones, a la
capacidad de sacrificio y a la fe de estos ciudadanos que ya han dado ejemplo
de sensatez en el pasado. Dios os bendiga.
Una mirada tétrica del Presidente y las notas del himno nacional, ponían
fin a la emisión. A mí se me había puesto la piel de gallina. Empezaba a
comprender de qué iba el asunto.
Volvieron a pasar la grabación enseguida (lo habían estado haciendo
continuamente desde hacía casi una hora, según supe después) y mis
sospechas se confirmaron plenamente.
Unos tres años atrás, explicaba el Presidente, un científico de ciertos
laboratorios microbiológicos oficiales (o sea: centros paramilitares donde se
experimentaba con vistas a la consecución de armas bacteriológicas, traduje
yo) había desaparecido llevándose muestras de un poderosísimo virus,
conocido como «La Bestia» (Dioses, exclamé). La resistencia del virus era
enorme. Se propagaba con igual o más facilidad que el de la gripe, no siendo
necesario un contacto íntimo para contagiarse. Tras un período de incubación
de unas tres-cuatro semanas, durante el cual no había síntomas, La Bestia
ocasionaba una mortífera enfermedad sobre la que el Presidente se abstuvo de
dar más detalles. Si el virus se propagaba libremente, en un corto plazo de
tiempo, las víctimas se contarían por decenas de millones en todo el mundo.
El resto ya lo imaginaba. El científico era Timmy Estévez, en un ataque
de locura (o de rencor, corregí yo) había roto el matraz con el virus en su
caldo de cultivo en Gladstown. Muchas de las personas presentes en los
estudios de TV estarían contagiadas a estas horas (Dioses, dioses)… y
contagiando a sus conciudadanos. El interés superior de la nación hacía
imprescindible cortar esta cadena. De ahí el rapidísimo cerco impuesto a
Gladstown.
De pronto, todo me cuadraba, todo ligaba y adquiría sentido. Pero maldita
la gracia.
Timmy había querido que las cosas ocurrieran así, y no de otra manera.
Por eso liberó el virus ante las cámaras de televisión. Por eso gritó el nombre
de Whitaker (probablemente, el científico jefe de los laboratorios
bacteriológicos). Porque su intención era la de provocar el cerco, dejar a los
ciudadanos de Gladstown desesperados y aislados del mundo.
Ahora se vería si era o no era una ciudad ejemplar.
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Y, dioses, por eso estaba tan empeñado en que yo me fuera, por eso
acudió a presenciar la partida del autobús. Porque era mi amigo y no quería
perjudicarme.
Salí de nuevo al exterior. Allí continuaba la fiesta: Gente que lloraba,
gente que gritaba, gente que deambulaba con la mirada perdida. En alguna
parte, más o menos hacia el centro de la ciudad, sonó una explosión. Ahora,
las calles de Gladstown estaban siendo recorridas por coches de policía. Me
pregunté durante cuánto tiempo serían capaces de mantener el orden.
¿Dónde estaría Timmy? Lo imaginé escondido en algún lugar, asistiendo
al éxito de su venganza.
Me hubiera gustado poder hablar con él, pero ahora va sabía que no
volvería al hotel. No podía exponerse a dejarse ver. Porque si lo reconocían,
le lincharían de inmediato. Timmy. ¿Estaría él también contaminado o
dispondría de un antídoto? Esta posibilidad me pareció vagamente
esperanzadora.
Al día siguiente supe que no había antídoto ni cura posible.
Ya habían dejado de reponer el mensaje del Presidente en televisión pero,
en cambio, las grandes cadenas nacionales emitían continuamente
informativos monográficos sobre el tema. Entrevistaban a un científico, el
doctor Whitaker:
—Sí, hay esperanzas… —mentía el hombre—. Estarnos trabajando en un
antídoto, una vacuna, una cura. Tal vez, en un breve plazo de tiempo…
—¿Antes de que pasen las cuatro semanas y todos los habitantes de
Gladstown enfermen? —quería saber el periodista.
—Es posible. Hay indicios esperanzadores. No debemos tirar la toalla.
Debemos tener fe.
No se lo creía Whitaker, no se lo creía el periodista, no se lo creía nadie.
Dioses, debían llevar al menos tres años buscando esa vacuna sin encontrarla.
¿Cómo iban a conseguirlo ahora en unas semanas?
Debemos tener fe.
Las iglesias de Gladstown estaban llenas a rebosar de creyentes
enardecidos de fe. Rezaban y cantaban con voces trémulas por el terror,
exigiéndole a su dios (cualquiera que fuera) que les solucionara la papeleta.
Los coches de policía seguían patrullando por las calles. De madrugada,
había habido saqueos y rapiñas en varios centros comerciales. A primera hora
de la mañana, alguien había salido de su casa disparando con un rifle
automático y se había cargado a doce personas antes de suicidarse. Se hablaba
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de unos doce suicidios más. Se decía que Ralph Boyle se había presentado en
casa de su apreciado conciudadano Elías Patterson y le había pegado un tiro.
—Te has estado tirando a mi mujer durante años, cerdo —le dijo, según
testigos presenciales—. ¿Crees que no lo sabía?
—Y si lo sabías, ¿por qué no decías nada? —contestó el otro, lívido.
—Porque necesitaba los créditos de tu asqueroso banco. Pero ahora ya
nadie necesita nada.
Y se lo cargo.
Muchos establecimientos comerciales estaban cerrados. La gente se
congregaba en los bares y miraba la televisión en silencio, esperando la
noticia milagrosa.
Pero las noticias eran malas. Con el ánimo evidente de disuadir a quienes
planearan intentarlo, las emisoras nacionales pasaban reportajes de «la
frontera», el cerco. Se veía a ciudadanos que trataban de romperlo, siendo
abatidos sin contemplaciones. Unos lo intentaban en la autopista, en un
camión tráiler lanzado a toda velocidad. Se oía un silbido y un misil tierra-
tierra pulverizaba el vehículo.
A mediodía, hubo momentos de pánico generalizado cuando varios
bombarderos del ejército sobrevolaron la ciudad. Corrió la voz de que las
autoridades querían borrarla del mapa, y hubo quién se subió a las azoteas
para disparar contra los aviones. Por fin, éstos se limitaron a lanzar
suministros y provisiones en paracaídas. Hubo peleas y reyertas para hacerse
con las cajas.
La situación empeoró conforme avanzaba la tarde. De nuevo hubo
saqueos y rapiñas en los comercios, y esta vez la policía ya no intervino.
Algunos agentes, en cambio, se sumaron a las rapiñas. Se produjeron tiroteos,
por estas y otras causas (vi a un fulano disparando contra una mujer «porque
se le había acercado demasiado y le iba a pasar el virus»). Personas que unos
días antes se saludaban sonrientes y se preguntaban por sus familias, ahora se
mataban por naderías.
En el resto del país, también ocurrían cosas. En televisión dieron la noticia
de que un grupo de linchamiento compuesto por honrados ciudadanos de
Stonefield, estado de Washington, en la otra punta del país, habían acribillado
a los ocupantes de un coche con matrícula de Gladstown (por si acaso).
—Pero esta gente no podía estar en Gladstown cuando empezó todo —
razonaba el periodista de la CBS, entrevistando a uno de los cabecillas del
grupo.
—Nunca se sabe, hijo, nunca se sabe. —Contestaba el otro.
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Al caer la noche, Gladstown se convirtió en un infierno. Sonaron
explosiones, se cortaron todas las comunicaciones a excepción de la radio y
empezaron a producirse incendios. A esas horas, la mayoría de los comercios
(y todas las armerías y las tiendas de licores) habían sido ya saqueados.
Grupos de borrachos recorrían las calles en vehículos lanzados a toda
velocidad, disparando contra los escaparates, los rótulos luminosos y las
fachadas y ventanas de las casas particulares. Entre esos gamberros
desesperados reconocí a varios respetables próceres de la ciudad.
Yo mismo me había provisto de un rifle automático que unos saqueadores
se habían olvidado en una armería expoliada. No obstante, no pensaba
intervenir. ¿Para qué? Aquella gente había enloquecido, y no se podía hacer
nada por remediarlo. Perderían la dignidad y destaparían la impostura de su
«convivencia ejemplar» al mismo tiempo que perdían sus vidas, asesinados o
víctimas de La Bestia. Tal como lo había previsto y planeado Timmy.
Timmy. Ojalá supiera dónde se escondía. Ojalá pudiera encontrarle y
hablar con él. Porque yo tampoco tenía ganas de morir a manos de un
enemigo invisible, microscópico. Porque tan sólo él podía tener el remedio, si
es que ese remedio existía.
Lo busqué vagando por las calles, aun a sabiendas de que no daría con él.
Estaría escondido en algún lugar, asistiendo al espectáculo, ignorante de que,
su mejor amigo, había quedado también atrapado en su trampa.
A las doce de la noche, desistí y decidí regresar al motel. Al estar
relativamente alejado del núcleo de la ciudad, el lugar parecía relativamente
seguro.
Atravesaba una de las zonas suburbiales cuando le vi. No a Timmy.
A Cachas Cameron.
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CAPÍTULO V
Fue una visión fugaz. Un jeep cruzó a toda velocidad por una calle lateral
y, aun en la oscuridad, distinguí la silueta enorme e inconfundible de mi
enemigo.
Me quedé clavado en la acera, parpadeando. ¿Qué hacía Cameron en la
ciudad? ¿Cómo y por qué había llegado?
Había podido escapar de El Matadero tras el motín, de acuerdo. Pero ¿por
qué se había dirigido a Gladstown? ¿Venía a por mí, con la intención de
vengarse? Pero ¿cómo diablos había podido saber en tan poco tiempo que yo
me dirigiría a esa ciudad? Su llegada tuvo que producirse por fuerza la
víspera, antes de que Timmy lo empezara todo en el plató de televisión y las
carreteras fueran bloqueadas.
No podía entenderlo. Mis neuronas se negaban a encontrar una respuesta
y agitaban, en cambio, banderas blancas en señal de rendición.
Un rumor de motores y risas borrachas me sacaron de mis cavilaciones.
Rápidamente, me escondí tras un árbol.
Un turismo y un camión, ambos vehículos repletos de gamberros
enardecidos por el alcohol y armados hasta los dientes, treno bruscamente
ante la verja de una casa. Saltaron unos cuantos y corrieron hacia la casa,
disparando y gritando. Forzaron la puerta y entraron. Oí más disparos, y
gritos.
Cuando salieron, unos minutos después, llevaban consigo su botín: Cuatro
mujeres, a tas que arrastraban sin miramientos, arrancándoles la ropa en plena
euforia. La más joven no debía pasar de los catorce años.
—¡A vivir, que son cuatro días! —gritaba una de aquellas bestias
alcoholizadas.
—¡Por favor, haré lo que queráis; pero dejad a la niña! —suplicaba una de
las mujeres.
—¡La dejaremos… como nueva!
… todo ello en medio de un coro de risas. Risas salvajes, histéricas,
desesperadas.
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Yo no podía quedarme impasible ante una cosa así. Además, condenado a
muerte como estaba, tampoco tenía demasiado mérito hacerse el héroe.
Parapetado tras el árbol, hice puntería con el fusil.
¡ZAMBRB!, y le reventé la cabeza a uno.
Hubo unos instantes de desconcierto, que aproveché para hacer dos
nuevos blancos. Una de las chicas quedó libre y echó a correr. En alguna
parte, alguien disparó, alcanzándola de lleno.
La próxima ráfaga fue a por mí. Tuve que tirarme al suelo y, mientras lo
hacía, metieron a dos de las chicas en el coche y huyeron a toda velocidad.
A la otra, intentaban meterla en el camión. Disparé de nuevo, acertándole
al que la tenía sujeta. La chica echó a correr, y esta vez me preocupe de cubrir
la huida. Los del camión debieron pensar que no valía la pena jugarse la vida
por una tía (habiendo tantas como había a las que secuestrar y violar) y
decidieron emprender la fuga en su vehículo.
—¡Aquí! —le grité a la chica—. ¡Tírate al suelo!
El camión arrancaba. Le di unos segundos para que tomara velocidad…
… y entonces disparé contra el conductor.
Diana.
El vehículo a la deriva se estrelló contra una pared y se incendió. A los
que trataban de escapar, les abatí uno a uno.
La chica estaba junto a mí, sollozando, despeinada y con las ropas
arrancadas de cintura para arriba. Aparentaba unos veinticuatro años.
—¡Se han llevado a Jill y Ruth! —hipaba, histérica—. ¡Dios mío, se las
han llevado!
—Cálmate. Ya no se puede hacer nada.
—¡Pero es que eran amigos, les conocíamos! ¡Entre esa gente estaba
Charles Patterson, el alcalde…!
Me encogí de hombros:
—Es La Bestia, que ha despertado. Ya no se puede hacer nada —repetí.
Y, al decir eso, sentí como si se encendiera una lucecita en mi cerebro. Una
lucecita muy tenue, apenas un microwatio, pero que parecía sugerir algo: «Es
La Bestia, que ha despertado», me repetí mentalmente.
La chica se había quedado mirándome como atontada.
—Y tú, ¿quién eres?
—No soy de la ciudad —explique—. Pasaba por aquí cuando empezó
todo y quede atrapado, Supongo que es mala suerte.
—No, no es mala suerte… Nosotros tenemos la culpa de lo que está
ocurriendo. Yo tengo la culpa. Yo y muchos otros. Todos los que empujamos
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a ese pobre desgraciado hacia la locura.
—¿Te refieres a Timmy Estévez?
—Sí, Estudié con él en el instituto. Yo formaba parte de un grupo que le
gastó una terrible broma… no vale la pena entrar en detalles. Pero ahí empezó
todo. Ahora estamos pagando el precio… —Y echó a llorar de nuevo.
Le pregunté su nombre. Eileen Ford. Dioses, los Ford, los Patterson, los
Boyle y la cara abrasada de Timmy. Aquel día lejano, diez años atrás, cuando
se sembraron vientos en el laboratorio de prácticas y en la mente de Timmy
empezó a gestarse la tempestad. La génesis de La Bestia.
¡Dioses, La Bestia!
… la lucecita de un microwatio se convirtió en un foco cegador de 1000
watios y lo vi todo claro.
«… algún día despertará la bestia que llevan dentro, se convertirán en los
animales que realmente son y, cuando haya pasado todo, tendrán que vivir
con ello el resto de sus vidas. Ése será su castigo», me había profetizado
Timmy en El Matadero.
Cuando haya pasado todo, tendrán que vivir con ello el resto de sus
vidas. Ése será su castigo.
No podrían vivir si desarrollaban la mortífera enfermedad provocada por
el virus. Por tanto, Timmy debía de tener la vacuna.
Y de alguna manera, no sabía cómo, la presencia de Cachas Cameron en
la ciudad estaba relacionada con el plan de Timmy. Eso era una intuición,
claro. La intuición más fuerte que he tenido en mi vida.
Si pudiera encontrar a Timmy…
Agarré a la chica por los hombros.
—Tú conocías al muchacho, ¿no?
—Éramos compañeros de instituto, ya te lo he dicho —se había serenado
un poco—: ¿Puedo venir contigo?
—Como quieras. —Entramos en la casa, para que pudiera recoger ropa.
Mientras se vestía, seguí interrogándola—: ¿Sabes dónde vivía?
—En Tricky Street. El banco vendió la casa, cuando se fueron él y su
familia. Antes de que se interrumpieran las emisiones de radio local, he oído
que la habían quemado.
—¿Estaba él allí?
—No. Nadie parece saber dónde se ha metido…
—Ponte en su lugar. ¿A dónde irías si quisieras esconderte sin dejar la
ciudad?
Me miró atónita:
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—¿Le estás buscando?
—Más o menos. Tal vez tenga una vacuna. O tal vez me equivoque, pero
me gustaría hablar con él.
Eileen hizo un esfuerzo por recordar.
—Timmy solía dar largos paseos por los alrededores de la ciudad. En
parte, lo hacía para recoger plantas, y, en parte, para demostrarse a sí mismo y
a todos que su cojera no le hacía un inútil. Creo que tenía un refugio, ahora
que lo pienso. Una vez llevó a Jane Davison allí… fue otra de las asquerosas
burlas que tuvo que sufrir.
Se entretuvo entrando en detalles: Jane era una chica muy atractiva y muy
ligera de cascos. Se ligó a Timmy por una apuesta. Él la llevó a su refugio y,
una vez allí, la chica le dijo que quería acostarse con él porque ya lo había
probado con un blanco y con un negro y ahora quería ver qué tal resultaba con
un tullido. Muy gracioso, como se ve.
—… pero Jane se fue de la ciudad hace años —concluyó Eileen—, y yo
no recuerdo exactamente donde estaba ese refugio. Sé que era en las afueras,
en las peñas que quedan detrás del motel… ¿Tienes un vehículo?
—Hay una camioneta Ford en el garaje.
Nos fuimos en el Ford. Antes de salir, recogí un par de rifles que habían
quedado en el jardín y la acera. Tal como estaban las cosas, podía llovernos
plomo de cualquier parte, y era mejor andar prevenido.
Llegamos al motel sin contratiempos y seguimos por una carretera
secundaria que no tardó en convertirse en camino y, después, en desaparecer.
Aún pudimos avanzar unos metros antes de que el terreno se hiciera
impracticable.
Y donde tuvimos que parar la camioneta, había también otro vehículo
detenido. El jeep que conducía Cachas Cameron.
La cosa se ponía interesante. Las piezas empezaban a encajar en el
rompecabezas. Aún no podía ver el dibujo que componía, pero comenzaba a
imaginarlo.
—Procura no hacer ruido —le dije a Eileen cuando bajamos de la Ford—.
No somos los únicos que estamos buscando a Timmy.
Nos hallábamos ante una gran masa de peñas, como árboles gigantescos
surgidos de una tierra casi estéril, paisaje típico de la zona y de muchas
películas del Far-West. La luna llena proyectaba sombras inquietantes sobre
nosotros. Con las linternas apagadas y los rifles listos en la mano, avanzamos
precavidamente por un pequeño desfiladero entre las rocas.
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El camino daba unas cuantas vueltas, sorteando rocas y acababa
desembocando en un pequeño claro, donde se advertía la forma de una mísera
cabaña, apoyada contra la roca, las paredes de madera y el techo de chapa
ondulada.
—Es aquí, ahora lo recuerdo —susurró Eileen—. Jane me habló de esta
cabaña.
Y en el mismo momento sonó un disparo, y al disparo le siguió un estertor
agónico.
Llegábamos tarde. Cachas Cameron acababa de disparar contra Timmy.
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CAPÍTULO VI
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Timmy no estaba muerto. Cachas Cameron le había disparado en el
estómago con la pistola, y aunque perdía sangre rápidamente, aún conservaba
la conciencia y la capacidad de sorpresa.
—¿Indy, qué demonios haces aquí?
—Es largo de explicar. ¿Qué buscaba Cameron? ¿El antídoto? ¿Se lo ha
llevado?
Entre Eileen y yo le habíamos trasladado a una cama. Gimió sordamente.
—No hay antídoto ni vacuna… No existe nada que pueda detener a La
Bestia…
—Entonces… —me sorprendí.
—La Bestia. Se ha llevado La Bestia.
—¿Qué? —Ahora sí que no entendía nada.
—Se ha llevado a La Bestia, y hará una tontería, y la humanidad
desaparecerá de la faz de la Tierra, Indy…
En ese momento fue cuando retumbó el motor del jeep.
—Si no me equivoco, tú liberaste a La Bestia en los estudios de televisión.
—Eso no era La Bestia. No era nada. Algo que se le parecía. Un placebo,
Indy…
Perdía sangre a borbotones, a pesar de que Eileen hacía lo que podía por
contener la hemorragia con un trapo. Iba a morir, y lo sabía, pero no le
importaba. Quería hablar, explicármelo todo antes de que le llegara el
momento.
—… hace tres años que la CIA y todos los servicios secretos de este país
me estaban buscando —proseguía—. Soy una persona fácil de recordar e
identificar, Indy… Sabían que tenía a La Bestia y, por tanto, cuando me
vieron en televisión, rompiendo el matraz lleno de un líquido que era idéntico
al caldo de cultivo de la Bestia, llegaron rápidamente a la conclusión de que
se trataba del virus. Pero no era el virus, Indy. No era nada. Una simple
imitación. Yo sólo pretendía que hicieran lo que han hecho… cercar la
ciudad, dejar a los habitantes de Gladstown enfrentados los unos con los otros
y consigo mismos… Ésa era mi venganza…
—¿Entonces nadie está contagiado? —musitó Eileen con los ojos muy
abiertos.
Timmy sonrió:
—La gente de Gladstown siempre ha estado contagiada. Tienen una
enfermedad que se llama «egoísmo», y otra igualmente terrible conocida
como «hipocresía». Con la primera ocultaban la segunda, pero ahora han
tenido que mostrarse como son realmente…
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Bien, me dije. Hasta aquí podía entenderlo. Era cuestión de esperar a que
pasaran las cuatro semanas del supuesto período de incubación y ver que no
aparecía la enfermedad. Tarde o temprano se restablecería el orden. Pero
había algo que me inquietaba, y mucho.
—¿Has dicho que Cachas Cameron tiene La Bestia?
El rostro de Timmy se ensombreció:
—Sí… me la ha quitado. Yo guardaba el virus auténtico en esta cabaña. Y
él se lo acaba de llevar, y va a hacer una barbaridad…
—Pero ¿cómo sabía que lo tenías? ¿Por qué ha venido a Gladstown?
—Mi diario, Indy. El que perdí en El Matadero. Tenía todos mis planes
anotados allí. Él lo encontró… Se lo ha llevado en el zurrón. —Yo recordé;
cuando estuve a punto de dispararle a Cachas y me estremecí. Timmy hizo un
esfuerzo. Cada vez le costaba más hablar—: Planea llevarlo a Nueva York y
extorsionar al Gobierno pidiendo una gran cantidad de dinero por él… si no
se lo dan, romperá el frasco… Ese hombre es un loco y un ignorante, Indy.
No sabe lo que tiene entre manos. Si no lo detienes, acabará haciendo una
barbaridad…
—No podrá salir de Gladstown —dijo Eileen—. La ciudad está
completamente cercada.
—Ya lo sé… pero unas millas antes del cerco, en Boca Fargo, hay una
cueva. Una serie de galerías subterráneas que recorren más de diez millas bajo
tierra. Yo la descubrí y la recorrí cuando tenía Catorce años… Hacía este tipo
de cosas peligrosas para demostrarme que era capaz de valerme por mí
mismo… Cachas Cameron sabe de esta cueva. Encontró el plano en mi
diario. Entrará por un lado y saldrá por el otro… detrás de la barrera…
Dioses, aún me duraba el alivio de saber que no estaba contagiado y
Timmy me daba una noticia mil veces peor. En manos de un ser primitivo
como Cachas La Bestia era una bomba de nitroglicerina que podía estallar al
menor soplo de viento.
—¿Sabes dónde está Boca Fargo? —le pregunté a Eileen.
—Es una cantera como ésta, hacia el norte. Pero la zona es muy amplia…
—Busca debajo de una roca en forma de puño. —Dijo Timmy con un
estertor—. Allí está la entrada… ¡Indy! —De pronto, se había puesto
completamente lívido. Les ojos le brillaban como brasas y su mano, crispada
sobre la mía, ardía—: Tú eres mi amigo, ¿no?
—Claro, Timmy. Tú lo sabes.
—… detén a Cachas. Destruye a La Bestia. No quiero morir con ese
cargo sobre mi conciencia.
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—Lo haré, Timmy. Tienes mi palabra.
Abrió la boca para decir algo, pero sólo consiguió articular un débil
gemido.
Un segundo después estaba muerto.
Suspiré. Tal vez fuera lo mejor para él. No existe ninguna ley física que
impida a una persona deforme llevar una vida normal, ser feliz, o al menos
intentarlo como lo intentamos lodos. Pero hay otras leyes, no escritas pero
presentes en el ánimo de mucha gente, que le condenan a la burla y a la
soledad. La cretinidad, la mamarrachería y la idiotez profunda de sus
conciudadanos habían acabado con Timmy muchos años antes de que muriera
físicamente. Le habían enloquecido, le habían arrastrado a una venganza tan
injustificable como comprensible para quien, como yo, conocía su historia.
Eileen lloraba.
—Ya es larde para lamentarse —le dije. Y le di un fusil—: Quédate aquí.
No te muevas para nada hasta que levanten el cerco y se restablezca el orden.
Alzó la vista:
—¿Y tú?
—Yo voy a por Cachas Cameron.
Me hice con un mapa de la zona, salí de la cabaña y desande lo andado
hasta la camioneta. Retrocedí hasta el motel, donde a los huéspedes les había
dado por acribillarse los unos a los otros, parapetados en sus respectivos
bungalows, y enfilé un camino que, según el plano, me llevaría a Boca Fargo.
Fue un viaje de casi media hora, a causa de lo accidentado del terreno,
hasta llegar a una zona rocosa donde Cachas había abandonado su jeep.
Subí a una de las rocas. Desde allí podían verse los potentes reflectores
instalados por el ejército, apenas a unas millas.
Encontrar la roca «en forma de puño», resultó bastante más laborioso de
lo que había supuesto. Me llevó casi media hora, a causa de lo extenso de la
zona, y diez minutos más dar con la entrada de la cueva, disimulada bajo unas
matas.
Con la linterna en una mano y el fusil en la otra, descendí por la estrecha
galería.
Tenía prisa. Prisa por atrapar al Cachas, prisa por quitarle su frasco
(pequeño problema técnico a resolver cuando llegara el momento) y, sobre
todo, prisa por llevarlo ante las autoridades, explicarles todo lo ocurrido y
poner fin así a toda la pesadilla.
Pero aquella cueva no era un sitio como para echarse a correr. Las galerías
eran sinuosas, se hacía necesario subir y bajar y sortear obstáculos que
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parecían puestos a propósito para que tropezaras con ellos. Yo pensaba: ¿Y si
Cachas tropieza y se da un morrón? La idea no era muy confortante. Lo que
llevaba en el macuto podía romperse y expandirse con suma facilidad.
Presumiblemente, me llevaba más de una hora de ventaja. Aquí y allá,
encontraba rastros de su paso, cigarrillos pisoteados o escupitajos pegados a
las rocas. Hasta me parecía notar su olor. Hombre poco entusiasta de la
ducha, en aquel ambiente; cerrado dejaba tras de sí la huella de su aroma a
roña y meados.
Él tenía un plano y yo no. Él sabía que galería había que seguir cada vez
que aparecía una bifurcación y yo tenía que tirar de mi olfato. Como
consecuencia, perdí tiempo, avancé, retrocedí y, cuando por fin encontré la
salida, comenzaba ya a clarear.
A saber la ventaja que me llevaría.
Salí al exterior en una zona desértica. Esperaba estar del otro lado de la
barrera. Miré a mi alrededor: Por una lejana carretera transitaban vehículos
militares. Y por otra de segundo orden se llegaba a un pequeño pueblo,
Tensouls, según mi mapa.
Lo lógico era pensar que Cameron había ido para allí.
Así era: Lo supe tras interrogar al encargado de la única tienda de alquiler
de coches local. El hombre, medio me atendía a mí, medio permanecía
pendiente de un televisor donde se veían imágenes aéreas de un Gladstown
semiarrasado.
—Sí, un tipo enorme —recordó el hombre—. Me ha sacado de la cama de
madrugada. Decía que se trataba de una urgencia. Le he alquilado un Camaro.
—Ah, ése es el bueno de Ernie —dije, esforzándome por sonreír
convincentemente—. Siempre con sus prisas. ¿Sabe a dónde se ha dirigido?
—A Phoenix, imagino. Quedó en devolver el coche en nuestra sucursal
del aeropuerto.
Alquilé un Toyota y salí zumbado hacia Phoenix.
Fueron cuatro horas de viaje a toda velocidad, sembrando el pánico en la
autopista. Al final, me dolía el pie de tanto apretar con saña el acelerador.
Adelanté a muchos vehículos, pero no a un Camaro conducido por el primo
de King Kong.
El Camaro había sido ya devuelto a la agencia del aeropuerto.
Corrí hacia la oficina de reservas.
Una ventaja sí tienen los tíos como Cachas Cameron. Dejan impronta.
Marcan. Todo dios les recuerda. El encargado de las reservas, un hombrecillo
apocado de pelo canoso, temblaba aún de espanto cuando le pregunté por él.
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—Ah, sí, el señor Smith. Ha hecho una reserva, sí.
—¿A dónde?
—Perdone, pero no puedo decírselo. Este tipo de información es secreto
profesional…
Me impacienté:
—Mire; soy el decano de la Universidad local y el señor Smith es nuestro
profesor de Filosofía Contemplativa. Ocurre que el hombre se ha llevado por
error unos papeles del profesor de Filosofía Hindú y… —Llegados a este
punto, frené. Dioses, ¿qué le estaba diciendo? El fulano me miraba a mí con
un ojo y con el rabillo del otro al teléfono, deseoso de pedir ayuda. Decidía
atajar por la vía directa—: Y-tengo-una-pistola-bajo-la-chaqueta-y-ahora-
mismo-me-vas-decir-a-dónde-ha-hecho-la-reserva-si-n-quieres-que-te-meta-
el-cañón-en-la-boca —así se lo dije, todo seguido.
—Nueva York —confesó el encargado, fervientemente convencido por mi
último argumento—. Vuelo 798 al aeropuerto de La Guardia. —Y luego,
encogiéndose un poco—: Es aquel avión que hay en la pista.
—¿Aquél del que están retirando la escalerilla? —me horroricé yo.
—Pues sí —confirmó el tío, componiendo una nerviosa sonrisa
exculpatoria—: Aquel que empieza a tomar velocidad…
—¡Párenlo! —aullé—. ¡Deténganlo!
—Señor, esto no es posible…
Claro que no lo era. El avión corría por la pista de despegue, empezaba ya
a elevarse, y por un momento yo pensé en correr hacia él y colgarme de su
cola, como había hecho en cierta ocasión[1], pero ni siquiera para esto había
tiempo.
Cachas Cameron llegaría a Nueva York me resultaría imposible
localizarle. La partida estaba perdida.
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CAPÍTULO VII
Le dije al encargado que todo había sido una broma, ja, ja, qué divertido,
y me fui a la carrera mientras el tío usaba su teléfono para llamar al Séptimo
de Caballería.
No podía perder ni un segundo. Oculto en una cabina de la terminal de
vuelos internacionales, llamé a Zenna Davis, mi amiga periodista del New
York Times.
—Huy, perdona Indy, no tengo tiempo de escuchar tus promesas de amor
eterno, estamos colapsados por todo ese lío de Gladstown. Llama otro día,
¿quieres? —me saludó con su natural impertinencia.
—Es urgente y tiene que ver con Gladstown —la corté yo—. ¿Quién
llevaba la búsqueda de Timmy Estévez?
—Pues… Harry Grant. Un agente especial de los servicios especiales. Un
hombre muy especial, Indy. —Se rió de su propio chiste—: Uno de esos
chicos modernos de Miami, de expresión lánguida y ropas fosforescentes…
—¿Es de fiar?
—Indy, ¿qué te traes entre manos? —la sospecha vibraba en su voz.
—¿Le conoces? ¿Se fiará de tu palabra si le pides una cosa?
—El problema es, ¿me fiaré yo de tu palabra si me pides que le pida una
cosa?
—Está bien —me rendí—. Contén la respiración y toma nota. —Y le solté
a bocajarro un rápido resumen de toda la historia. Cómo conocí a Timmy en
El Matadero, los acontecimientos de Gladstown, las revelaciones de mi amigo
moribundo y la huida de Cachas Cameron con La Bestia. Todo.
—¿Eso es verdad? —preguntó Zenna al final tras un atónito silencio.
—Te lo juro por mis deudas.
—Las que tienes conmigo. Sí, tiene que ser cierto. Además, no me has
llamado a cobro revertido y eso ya es todo un indicio —razonó ella—. Voy a
publicarlo, cherí. En condicional y con la coletilla «según informaciones no
totalmente confirmadas», pero voy a publicarlo.
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—Te ganarás el Pulitzer. Ahora escucha: Carne ron llegará a La Guardia
en el vuelo 798, procedente de Phoenix. Viaja con el apellido «Smith» pero es
inconfundible, ya te he dado su descripción. Lleva el frasco con La Bestia en
un zurrón Harry Grant y sus hombres deben esperarlo en el aeropuerto. Por
todos los dioses, que vayan con cuidado al detenerlo. Un movimiento brusco
y el virus puede quedar suelto en Nueva York —a medida que iba hablando,
yo mismo me iba poniendo aprensivo—. Diles que se agencien los servicios
de un carterista profesional o algo por el estilo, pero por favor, que vayan con
cuidado…
—Hablaré con él —me prometió Zenna—. ¿Y tú qué harás?
—Llegar a Nueva York en el mínimo tiempo posible.
Éste resultó ser un problema más complicado de lo que había previsto.
Tuve que esperar a que relevaran al encargado de la oficina de reservas y
entonces me enteré de que el próximo vuelo a Nueva York tardaría dos horas
en salir. Magnífico. Para cuando llegara, ya estaría todo dado y bendecido.
Harry Grant y sus hombres habrían salvado a la humanidad o la habrían
condenado.
Llamé de nuevo a Zenna. Me dijo que había hablado con Grant y que
Grant no se había creído nada.
—De todas formas, como el hombre se estaba aburriendo y las películas
de la tele son muy malas, ha prometido ir al aeropuerto para echarle un
vistazo al zurrón de ese Nalgas Cameron.
—Cachas Cameron.
—Eso es, cherí. Cachas.
La espera me puso bastante nervioso. Había conocido a suficientes
agentes especiales en mi vida (la CIA, la KGB y toda la pesca), como para
saber que su idea de la sutileza consistía en cortarse las rebanadas de pan del
desayuno a golpes de hacha. Podía imaginarme perfectamente al tal Harry
Grant abatiendo a tiros a Cameron primero y preguntando después qué era ese
líquido amarillento que se escurría por el suelo…
Además, suponiendo que lograran detenerle y quitarle, intacto, el frasco
de La Bestia. ¿Qué harían con él? Lo lógico sería destruirlo…
… pero probablemente, querrían conservarlo. Después de todo, era un
arma más en el arsenal militar. Lo guardarían en algún lugar, y quizás algún
día otro Timmy lo robaría y empezaría de nuevo la pesadilla.
Entre una cosa y otra, llegué a Nueva York con las pulsaciones a ciento
diez. Para entonces, pasaban de las once de la noche. El vuelo de Cameron
debía haber llegado a las ocho.
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Un tipo vestido con un traje rosa pálido sobre una camiseta verde
manzana, vino a mi encuentro en la sala de llegadas.
—¿Indiana James?
—Yo mismo. —Y recordé la descripción que me había dado Zenna—.
¿Harry Grant? —pregunté a mi vez.
Me miró con mala leche. Parecía mosqueadísimo. Tal vez las películas de
televisión no fueran tan malas, después de todo.
—Cuéntame dónde está la gracia de tu broma y nos reiremos los dos —
me espetó.
—¿No habéis capturado a Cameron? —me alarmé.
—Smith. Le dijiste a Zenna que viajaba con el apellido «Smith».
—Eso es.
Sin añadir nada, me tomó del brazo y me arrastró hasta una zona de
lavabos. Habían puesto el cartel de «Fuera de Servicio» en la puerta del de
caballeros. Dentro, cuatro agentes en mangas de camisa, los brazos cruzados
y las pistolas visibles en las sobaqueras, custodiaban a tres sujetos
aterrorizados. Sus maletas habían sido abiertas y su contenido estaba
esparcido por los suelos.
—¿Es alguno de éstos?
Les miré. Un hombre de negocios, un jovencito imberbe y una viejecita
agarrada a su paraguas, con cara de pensar que de un momento a otro lo
necesitaría para defenderse.
—… son los tres «Smith» que figuraban en la lista de pasajeros —explicó
Grant.
Dioses, se les ha escapado, comprendí.
—¡Dije que era un tío enorme, una especie de orangután de metro noventa
de altura! —me indigné.
—¡No viajaba nadie de esas características en el vuelo 798 procedente de
Phoenix! —se indignó Harry Grant a su vez.
La viejecita alzó tímidamente el dedo, como un escolar pidiendo permiso
para ir a satisfacer una necesidad.
—Había un señor así —explicó—. Se bajó en Boston, cuando el avión
hizo escala.
En Boston. Claro, yo había amenazado al encargado de los pasajes, y el
encargado había llamado a la torre de control para que las azafatas avisaran al
respetable señor Loquesea Smith de que un psicópata peligroso le estaba
buscando. Y Cameron había decidido apearse en Boston, por si las moscas. Y
ahora, que le echaran un galgo.
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—¡En Boston, maldita sea! —aulló Grant—. ¿Por qué no lo dijeron antes?
—Hubieran preguntado… —dijo con un hilo de voz el jovencito.
Rectifiqué mentalmente: Los agentes especiales no cortan el pan a
hachazos. Lo hacen con una sierra mecánica.
Echó a correr Grant proa al teléfono más cercano y eché a correr yo, popa
a los cuatro agentes a quienes se les podía ocurrir de un momento a otro la
idea de retenerme.
Me perdí entre el bullicio de las salas del enorme aeropuerto, en un estado
de total desesperación. Boston. Tampoco allí le encontrarían. Cachas
Cameron deambularía por la ciudad con el frasco de La Bestia en su maldito
zurrón y quién sabe qué ideas peligrosas en la cabeza. Era como un niño
jugando con fuego. O con el botón que pone en marcha la guerra nuclear.
Debía sentirse ebrio de poder y, estaba seguro, acabaría haciendo una
barbaridad.
Y yo ya no podía hacer nada salvo, quizás, irme a una isla remota y
desierta y esperar a que no me alcanzara el virus.
En uno de los bares del aeropuerto, la gente se agolpaba ante un televisor.
En la pantalla, un psicólogo especulaba sobre el estado de ánimo de los
habitantes de Gladstown en estos momentos. Con un poco de mala suerte,
dentro de unos días no necesitaréis que os lo explique un psicólogo, me dije.
… Subía yo por una escalera mecánica rumbo a un restaurante (quizás la
última cena en paz y sosiego, antes de que todo el mundo empezara a chillar),
cuando en la escalera paralela de bajada reconocí a un viejo e inconfundible
amigo.
Cachas Cameron.
Y tan sorprendido quedó el uno como el otro de tan imprevisto encuentro,
y cada cual aulló el nombre del otro como si fuéramos viejos amigos, y yo
clavé los ojos en el zurrón que colgaba de su hombro y él, instintivamente,
agarró la correa con una mano crispada…
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CAPÍTULO VIII
Página 46
—Voy a pasar por tu lado —anunció—. No intentes nada. Si lo haces…
—Y movió el zurrón.
Yo me hice a un lado para franquearle el paso.
—Entendido —acepté. Qué remedio—. Tranquilo, Cachas. No te pongas
nervioso.
—Tú eres quien está nervioso.
Cachas Cameron podía haber hecho lo que había anunciado. Pasar por mi
lado, seguir adelante, dejarme atrás y desaparecer de mi vista en el hall con su
botín. Pero el odio que me profesaba se lo impidió. Yo era alguien que le
había vencido, que le había humillado ante sus incondicionales en El
Matadero (y, además, haciendo trampas), y ésa era una ofensa que el quena
lavar.
De modo que, mientras pasaba, me golpeó.
… me clavó un codo en el vientre, y a mí el estómago se me puso a girar a
ritmo de tambor de lavadora automática, y salí rebotado contra la barandilla, y
perdí el equilibrio e, instintivamente, por puro reflejo, me agarré donde pude.
… me agarré de las solapas de abrigo de una señora gorda, y la señora
gorda gritó, y perdió el equilibrio a su vez, y se desplomó derribando a la
persona que tenía delante y como en una hilera de naipes, cuantos nos
precedían en la escalera cayeron a su vez…
Cachas Cameron incluido.
Se me pusieron todos los pelos de punta al ver que el zurrón se le
escapaba de las manos. Rebotó en un peldaño y sobre el cuerpo de uno de los
caídos, y, tapado como estaba por la masa que bajaba rodando por las
escaleras, ya no lo vi más, pero sí oí un nítido «clinkk», que me sonó a tañir
de campanas fúnebres.
Empecé a abrir paso reptando virtualmente por las escaleras automáticas.
… milagrosamente, el frasco había salido del zurrón pero no se había
roto. Era una especie de tubo de ensayo, grande cerrado herméticamente y
lleno de líquido amarillento. Rodaba por el hall, entre los pies de los viajeros
que se habían apiñado para disfrutar de la caída múltiple.
—¡Que nadie lo toque! —aullé. Y, dioses, mi alarido se sobrepuso a los
gritos histéricos de los accidentados y al run-run de la megafonía del
aeropuerto—. ¡Es La Bestia!
Exclamaciones, carreras, gente que se apartaba, una mamá que casi le
arranca un brazo a un niño que pretendía recoger el tubo.
Y Cachas Cameron que se tiraba sobre el frasco para recuperarlo…
… y yo que le agarré por una pierna…
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—¡Me las pagarás, hijo puta! —rugía—. ¡Voy a romperlo!
Dioses, había enloquecido. Le creí muy capaz de cumplir su promesa
suicida.
Se revolvió en el suelo y me agarro por el cuello. Podía haberme
arrancado la cabeza como quién descorcha una botella de cava. Estábamos en
una posición absurda, sentados el uno frente al otro, y yo le clavé la rodilla en
la entrepierna.
—¡Arggg! —Y me soltó.
El tubo seguía en el suelo. Gateé hacia él. Estiré el brazo…
Y esta vez fue Cameron quién me agarró a mí por una pierna.
Yo había tocado el tubo con las puntas de los dedos. Lo había empujado
sin querer y ahora rodaba hacia la escalera de subida al restaurante.
Con un ojo veía a la escalera mecánica llevándose el tubo hacia arriba y
con el otro miraba una sólida papelera-cenicero de aluminio, al alcance de mi
mano.
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—¿Les parece bonito, pelearse como niños por un tubito? —nos recriminó
—. ¡Pues ahora no será para ninguno de los dos! ¡Voy a romperlo!
Hasta a Cameron se le olvidó el objetivo de su vida, chafarme la jeta. Nos
quedamos los dos mirando a la señora Smith con ojos como bandejas para
cien comensales.
—¡Señora, que es La Bestia! —supliqué.
Ella ya alzaba el tubo en el aire para destrozarlo tirándolo contra el suelo.
—¡Ustedes sí que son unos bestias! ¡Debería darles vergüenza!
… me zafé de Cachas y corrí hacia arriba. Pero no tendría tiempo. Me
faltaban cinco metros para alcanzarla.
—¡Cuidado, señora, el marciano le va a pinchar con las antenas! —En
momentos como éstos, a uno se le ocurren ideas desesperadas como ésta.
Ideas totalmente absurdas.
Pero funcionó. Funcionó paralizando el gesto de la dama durante una
fracción de segundo, y en esta fracción de segundo yo ya saltaba sobre ella
como quien salta sobre Madonna, y la abrazaba, y manoteaba pretendiendo
quitarle el tubo.
Caímos los dos, el tubo se le escapó de las manos y rodó bajo una mesa
del comedor.
—¡La Bestia! ¡La Bestia! —avisaba yo a los sobresaltados comensales.
Gritos de pánico, gente que abandonaba sus filetes, carreras precipitadas
hacia la escalera de bajada.
Y de nuevo Cachas pretendiendo agarrarme, eterno inconveniente
interponiéndose entre mí y el fin de la pesadilla.
—¡Ven aquí, mamón!
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la pata de una silla, cambió de dirección y rodó mansamente hacia la cocina
anexa.
Seguimos pues con lo nuestro en la cocina. Él intentó acuchillarme con el
cuchillo de trinchar la carne y yo le rompí dos costillas a golpes de jamón de
jabuco. Él se hizo con una pala de madera del horno y yo me defendí usando
la tapa de una cacerola para cincuenta raciones, como escudo. En un
momento dado, le tuve amorrado contra los quemadores, y hasta atiné a
arrancar el tubo del gas y metérselo en la boca, pero el ogro aquel estaba muy
acostumbrado a respirar los efluvios tóxicos de su propia mierda (la que
llevaba pegada por doquier) y no le afectó.
… Y mientras todo eso ocurría, danzábamos alrededor del tubo, a punto
de pisarlo y destrozarlo así, como sin querer, en varias ocasiones…
Sangrábamos los dos, nos habíamos convertido en animales luchando por
sobrevivir y casi no recordábamos cómo y porqué nos estábamos peleando.
… hasta que Cachas le pegó una patada al tubo.
… y el tubo rodó, y de la cocina salió al comedor, y yo corrí tras él, y del
comedor salió a la terraza, con vistas a las pistas de aterrizaje, y yo me lancé
en plancha y lo rocé con los dedos pero no pude sujetarlo…
… y el tubo se escurrió bajo la barandilla cayo. Cinco metros. La terraza
estaba colgada cinco metros de altura sobre las pistas.
Dioses, dioses, dioses…
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CAPÍTULO IX
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A cuatro gatas, tomé impulso con las manos y con los pies y me lancé
hacia adelante, los ojos fijos en el tubo, en La Bestia, en aquel líquido
amarillento que podía exterminar a la humanidad entera.
No recuerdo exactamente lo que ocurrió a continuación. La sensación de
tener el tubo en la mano (por dios, no aprietes demasiado, no vayas a
romperlo ahora), el cuerpo encogido, todo yo hecho un ovillo, protegiéndolo
mientras rodaba por el suelo, y una montaña que pasaba a mi alrededor y casi
me rozaba, y un aullido que de momento no supe a qué venía, y la bofetada de
un huracán que me mando a treinta metros de distancia.
El tubo intacto en mis manos.
Y Cachas Cameron (de ahí el grito) desintegrado en la pista. Había
saltado tras de mí a por el tubo y el avión se lo llevó por delante,
desmembrándolo.
Yo miraba el tubo intacto en mis manos. Casi sin creerlo. Lo miraba, y
reía histéricamente y hasta lo hubiera besado de no ser por lo que había
dentro.
Se habían encendido todos los focos del aeropuerto, sonaban sirenas por
doquier, un grupo de gente venía corriendo hacia mí.
Con Harry Grant a la cabeza.
Le mostré el tubo:
—¿Qué me dices de eso? ¿Tenía o no tenía razón?
A Harry Grant todavía le duraba el susto. El color de la cara se le había
puesto a tono con el de la camiseta. Verde lechuga tirando a lívido.
—Está bien. Dámelo —articuló.
Y entonces yo me calmé. Y pude pensar. Reflexionar un poco acerca de
todo el asunto.
—No.
—¿Quéee?
Tenía a varios agentes, y también a algunos policías uniformados detrás.
Se produjo un movimiento general de alerta.
Alcé el brazo con el tubo en la mano.
—Que nadie se acerque. Si alguien lo intenta, lo romperé.
—¡Indiana, estás loco!
—¡Que nadie se mueva! —repetí—. Seguidme a diez metros de distancia.
Vamos a ir al edificio de la terminal.
Obedecieron. No les quedaba otro remedio. Se morían de ganas de
pegarme un tiro para quitarme el tubo, pero si lo hacían, el tubo se rompería
sin remedio al caer al suelo.
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—No hagas tonterías, te has jugado la vida porque ese tío no rompiera el
tubo, estás nervioso, piénsalo bien —recitaba aterrado y plañidero el agente
especial.
Yo no decía nada. Cuando llegamos a la terminal, Harry Grant intento su
última baza:
—¿Quieres dinero? Di, ¿cuánto quieres? ¿Un millón de dólares?
Yo no quería eso. Quería otra cosa mucho más importante.
Atravesé el hall con la comitiva detrás y me dirigí hacia el restaurante,
subiendo de nuevo por la escalera mecánica.
—Pero ¿se puede saber qué demonios pretendes?
—Ya lo verás.
Dioses, nunca en mi vida he jugado tan fuerte, y de farol.
Me metí en la cocina. Y los otros, detrás. En alguna parte, brillo el flash
de una cámara fotográfica.
—Quietos, ahí, en la puerta —ordené—. Ahora, harás dos cosas. Primero:
Darme una pistola. Y tirad las otras.
—No.
—Está bien. Tú lo has querido —y agité el brazo.
—¡Espera…!
Accedió a dejar una pistola sobre la mesa. La cogí con la otra mano.
—Segundo: Ese periodista de la cámara. Que pase y me tome una foto.
—¡Estás loco! —Debía imaginar que me había cogido un ataque de
megalomanía o algo por el estilo.
Entró el periodista (del New York Times, había estado rondando por el
aeropuerto avisado por Zenna), tiró la foto y luego, con él como testigo y
apuntándoles a todos con la pistola, me serví de dos dedos para abrir un
magnífico horno de microondas en el que me había fijado durante mi pelea
con el difunto Cachas Camerún. Una maravilla de la técnica. Alcanzaba
instantáneamente una temperatura superior a los doscientos grados
centígrados.
Y, por los reportajes de televisión, yo sabía que el virus, La Bestia, no
resistía temperaturas superiores a los ochenta y cinco grados.
Abrí, metí el tubo, cerré y apreté el botón, con el regulador a doscientos.
Luego, tiré la pistola.
—Eso es todo —expliqué—. No me apetecía dejarlo suelto por ahí, en
manos de nadie.
Harry Grant era una amalgama de emociones dispares. Alivio por una
parte, irritación por otra.
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—¿Crees que lo hubiéramos conservado? ¿De verdad piensas eso?
—Estoy seguro. Por la misma razón que conserváis otras porquerías
semejantes en laboratorios secretos. Y no me digas que los rusos o los chinos,
o los esquimales hacen lo mismo y no podemos quedarnos atrás. Si alguna
vez encuentro una Bestia soviética, o china o de donde sea, prometo destruirla
de la misma manera.
Vertió su irritación sobre sus hombres, los policías y el periodista,
echándolos a voces. Quedamos solos, y fue entonces cuando por fin pareció
relajarse un poco.
Suspiró:
—Personalmente, estoy de acuerdo con lo que has hecho —admitió—.
También a mí me gusta dormir tranquilo. Pero no sé cómo se lo explicaré a
los de arriba…
—No te preocupes. Personalmente, también estarán de acuerdo…
—Sí, ése es el problema. Las cosas se complican cuando pasamos de lo
personal a los intereses generales de todas esas personas…
Por un momento pareció que iba a humanizarse y a filosofar un poco, pero
luego se lo pensó mejor y adoptando su papel de agente secreto, me ordenó no
hablar con la Prensa, abandonar inmediatamente el país en el avión que fuera,
y me entrego un paquete con cien mil dólares (eso dijo, no los conté) para que
me tomara unas vacaciones y me olvidara del asunto.
Lo olvidaría, claro. Todos lo haríamos, más tarde o más temprano.
Todos… excepto los habitantes de Gladstown, víctimas de la bestia. No del
virus, sino de la bestia de egoísmo crueldad e hipocresía que arrastro a
Timmy a la locura.
FIN
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INDIANA JAMES, seudónimo que aglutinaba a los escritores Juan José
Sarto, Francisco Pérez Navarro, Jaime Ribera y Andreu Martín. Estos cuatro
escritores, venían del mundo de la historieta, se reunían, hacían una especie
de lluvia de ideas, y luego uno redactaba la novela y otro la corregía, y así se
iban turnando hasta llegar al número 34 o quizás el 35 de la serie.
Fernando «Fefe» Guijarro, tomó el relevo y escribió algunos números más de
Indiana James, aunque él lo hizo solo, debido a que estaba en Granada y los
otros escritores estaban todos en Barcelona.
Página 55
Notas
Página 56
[1] «El tesoro de Gardenfly», número 6 de esta colección. <<
Página 57
ÍNDICE
Capítulo primero
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Página 58