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#Re-visiones 9/2019 Investigador Invitado ISSN 2173-0040 DERIVAS AUTORITARIAS DE LA SOCIEDAD DEL COLAPSO Daniel Inclán Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Económicas / ttessiss@gmail.com _______________________________________________________________________ Es una desgracia que en el mundo haya más estupidez de la que necesita la maldad, y más maldad de la que engendra la estupidez. KARL KRAUS, Aforismos. La gente triste no tiene piedad. MARIANA ENRIQUEZ, “Verde rojo anaranjado”. En los últimos años en América Latina, y en el mundo occidentalizado en general, se ha suscitado un amplio debate en torno al llamado avance de las derechas. Las discusiones llaman la atención sobre el reposicionamiento institucional de los grupos conservadores, que ocupan espacios en los parlamentos, las cortes y, en los peores escenarios, en el poder ejecutivo. Para explicar las distintas versiones del fenómeno es recurrente hablar de fascismos, neofascismo, totalitarismos, etcétera, para tratar de construir coordenadas que ayuden a entender el cambio de época al que asistimos. En general estos términos son equívocos, pero no importa mucho a quienes los usan, aunque confundan periodos históricos, homologuen procesos disímiles y simplifiquen eventos; lo que importa es denunciar el “avance” de las derechas en el mundo, anunciando un peligro similar al que ocurrió en Europa en la primera mitad del siglo XX. Sin negar que hay un viraje institucional en el que las posiciones conservadoras ocupan cada vez más espacios −un proceso completamente distinto al de los fascismos europeos del siglo XX o los gobiernos autoritarios de seguridad nacional de los años sesenta y setenta en América Latina−, hacer la lectura desde la perspectiva de izquierdas contra derechas en el escenario estatal es un tanto estéril. En principio porque se siguen reforzando las cadenas del pensamiento liberal, que limitan la capacidad de la crítica radical, porque centran la atención en las querellas institucionales dando por sentado que lo que se disputa es neutro y necesario: la democracia y el estado como horizontes inevitables. La defensa a ultranza de la democracia liberal impide reconocer el núcleo autoritario que hay detrás de las formas estatales modernas y de la política institucional −de la que participaron y participan tanto las derechas como las izquierdas. Daniel Inclán www.re-visiones.net #Re-visiones 9/2019 Investigador Invitado ISSN 2173-0040 En segundo lugar, seguir atendiendo el campo de la política institucional y las “deformaciones” de la democracia, impide reconocer que hay dinámicas sociales más próximas, en las que participa la mayor parte de las personas que se presentan como espectadoras de la polémica entre izquierdas y derechas. Una de esas dinámicas es el creciente autoritarismo social, que no puede analizarse por la simplificación dicotómica izquierda-derecha. El autoritarismo social tiene un movimiento transversal; también hay autoritarismo de izquierda, que es necesario empezar a discutir para salir de la trampa de la topografía de la política ilustrada e institucional, y así recuperar la potencia de la politicidad social que no es capturable por las formas tecnocráticas de la política, esas que se definen por la posición de los “especialistas” y que definen el rumbo de las vidas cotidianas. Este texto tratará de presentar algunas claves de lectura del autoritarismo social, resaltando su cultura material y su vínculo con la disputa por la trayectoria de un capitalismo decadente. Se parte del presupuesto de que el autoritarismo no es sólo un comportamiento propio de la esfera política, sino una manera de entender el mundo y posicionarse en él; el autoritarismo es una semántica, es decir, una estructura de significación en la que las acciones colectivas e individuales se inscriben en una estructura discursiva que moldea la dimensión material del mundo. Esta estructura no es sólo simbólica, tiene una base material y una dimensión sensible que es importante discutir para avanzar en el debate sobre las condiciones de la sociedad contemporánea y los posibles caminos para organizar las rutas de la disipación del sistema capitalista. Así como entender el papel retardador que juegan la mayoría de las posiciones de izquierda, que en el afán pragmático de la nueva institución no se atreven a reconocer su papel activo en la conservación del orden de cosas existente. Colapso y autoritarismo La creencia incuestionable en las fuerzas del mercado, la oikodicea, se sostiene por la sociedad del dinero y el trabajo, que sólo puede engendrar subjetividades autoritarias que disputan su posición protagónica en la competencia (Vogl, 2015). Esta pelea se exacerba en un contexto en el que tanto el dinero como el trabajo pierden su equilibrio ideal en el mundo del mercado regido por la valorización. En el contexto contemporáneo el trabajo asalariado disminuye radicalmente ante el automatismo de la producción, que expulsa a millones de personas, obligándolas a ampliar los espacios del autoempleo y la informalidad −esas zonas grises que siempre han apuntalado a la economía formal. El trabajo disminuye en su parte formal, pero aumenta en todas las posibles formas alternativas, impactando a las existencias “opacas” cuyo vínculo con la producción es siempre Daniel Inclán www.re-visiones.net #Re-visiones 9/2019 Investigador Invitado ISSN 2173-0040 marginalizado: mujeres, migrantes, campesinos. Por su parte, el dinero también sufre mutaciones que, si bien lo mantienen como el eje de la vida cotidiana, lo hacen cada vez más abstracto y con ello controlado por poderes anónimos, lejanos de las personas que creen producirlo. De ahí la creciente importancia de la valorización financiera y su correlativo mecanismo disciplinador: el crédito (Jappe, 2011; Lazzarato, 2010). El dinero se desmaterializa aceleradamente, se vuelve un asunto de lógica binaria bajo resguardo de los tecnócratas bancarios. La oikodicea colapsa. La desestabilización del mercado, y junto con él del trabajo y del dinero son sólo los síntomas de un gran colapso. Colapso que no está por llegar, sino que ya está acá, definiendo el sentido de las vidas colectivas. No asistimos a una crisis económica, que puede esperar su resolución por el perfeccionamiento de los mecanismos financieros y una nueva revolución industrial; tampoco es un desajuste del estado y la democracia, como las formas de convivencia dominantes, que pueden recuperarse con la refundación y la participación ciudadana; tampoco es una época del fin de los valores morales, en los que reina la indiferencia y el individualismo, mejorables por un nuevo comunitarismo. El colapso es de las condiciones generales de la reproducción de la vida, tanto la humana como la de la llamada naturaleza. Esto no significa el fin del mundo, sino una mutación en la que se anuncia un empobrecimiento radical de las condiciones cualitativas de las formas de vida. La vida seguirá, pero empobrecida hasta puntos impensables; a pesar de la irreversible extinción de miles de especies animales y vegetales, continuará la reproducción de las existencias, pero en escenarios de precariedad hasta ahora inimaginables. Durante siglos el tiempo histórico estuvo determinado por la catástrofe −tanto el tiempo biográfico como el tiempo colectivo era marcado por un hecho infausto: la ciudad se fundaba después del terremoto o la guerra; las personas nacían después de la tormenta o la sequía−, hasta que la Ilustración eliminó el sentido escatológico del tiempo social y lo sustituyó por la teleología del progreso. Este cambio fue igualmente metafísico, al fin anunciado del tiempo se le impuso el progreso necesario como una forma de fin racional. Lo paradójico del estado del tiempo actual es que existen por primera vez un conocimiento medianamente certero sobre el fin de las condiciones que hacen posible la reproducción de la vida tal cual la conocemos. La catástrofe se percibe y se puede explicar, aparentemente. Pero como bien lo demostraron las múltiples críticas a la Ilustración y sus mitografías, la información no emancipará a la humanidad, por el contrario, ha servido como mecanismo de legitimación del control de territorios y la gestión de poblaciones. Hoy los saberes sobre la catástrofe sirven para gobernar la catástrofe y convertirla en un campo de oportunidades económicas −que palían en lo inmediato la contracción de la economía Daniel Inclán www.re-visiones.net #Re-visiones 9/2019 Investigador Invitado ISSN 2173-0040 formal−; al mismo tiempo que permite la gobernanza a través de la catástrofe (Semprun y Riesel, 2011). Administrar la catástrofe y administrar a través de la catástrofe definen la gubernamentalidad del siglo XXI; construye los escenarios para el control quirúrgico y legitimado de territorios, cuerpos y subjetividades. En el escenario del colapso aparece la responsabilidad colectiva, en la que todas las personas deben actuar en su conjunto; el sentido común del tiempo es que “todas las personas son responsables”, por lo que “todas las personas deben actuar”. La catástrofe sirve para promover nuevas formas de reacción individual y manipulaciones colectivas (Mann y Wainwright, 2018). Hoy todas las personas tienen que posicionarse ante el colapso, dejando para después la crítica a la sociedad industrial que lo generó. En este contexto emerge el nuevo autoritarismo social, cuyo fundamento es muy simple: no importa que todo acabe si logro conservar mis privilegios; no importa que mueran miles de personas, que haya millones de desplazados, que colapsen ecosistemas, mientras el mundo abstracto de aparentes privilegios continúe. Esta relación perversa es necesaria para la reproducción de un capitalismo decadente. En el contexto contemporáneo el mayor problema es el colapso en abstracto, no la sociedad concreta que lo produce; y el autoritarismo social se encarga de conservar esa ecuación. Max Horkheimer ([1942]2006) analizó el papel orgánico del estado autoritario en la reproducción del capital en el contexto de crisis durante la primera mitad del siglo XX, demostró como la violencia política del estado se vinculó con las fuerzas anónimas del capital para modelar una sociedad que legitimara una economía de guerra para acelerar la producción industrial y permitir el modelaje de la sociedad hacia arriba, hacia las clases dominantes poco dinámicas, y hacia abajo, con las masas plebeyas dispuesta a pelear por la transformación. El estado autoritario permitió modernizaciones aceleradas, que precipitaron los ciclos de subsunción real en las geografías menos industrializadas. En el siglo XXI no asistimos a un autoritarismo de estado, sino un autoritarismo social, que cumple nuevas funciones en la reproducción del capital en un contexto de dislocación sistémica. Ya no son sólo las violencias políticas del estado las que movilización el modelaje de la sociedad; emergen múltiples violencias “anónimas” que se vinculan las fuerzas “anónimas” del creciente poder corporativo, para definir las tendencias civilizatorias y asegurar la concentración de la ganancia y el control del ejercicio del poder en pocas manos. El autoritarismo social del siglo XXI es el correlato de la gubernamentalidad del colapso: gestionar la crisis y gestionar a través de la crisis. Ya no son los poderes estatales los grandes protagonistas, siguen ocupando un lugar importante, pero seden espacio a las fuerzas corporativas y a las colectividades reaccionarias −no es casual el avance de las nuevas sectas religiosas y de las nuevas cofradías en todo tipo en el Daniel Inclán www.re-visiones.net #Re-visiones 9/2019 Investigador Invitado ISSN 2173-0040 mundo. El colapso del reino de la economía engendra reacciones autoritarias, reconocer la catástrofe sirve para movilizar las fuerzas seductoras del capitalismo: es más fácil pensar el fin del mundo que el fin del orden de las cosas dominantes (Jameson, 2009). Esta correlación de fuerzas produce una inédita economía de guerra, propia de un estado de excepción permanente, que adquiere una nueva cara climática, para convertirse en un estado de excepción ecológico, que no se presenta como autoritario, sino como una responsabilidad colectiva (Semprun y Riesel, 2011). De ahí que el proyecto de guerra del siglo XXI se haya convertido el colapso ambiental en un problema militar, dejando de lado todas las responsabilidades económicas. En este escenario de descomposición emergen las nuevas formas del autoritarismo social, que están muy lejos de los fascismos históricos del siglo pasado. Aparecen nuevos guerreros −que siguen pendientes de ser estudiadas a cabalidad− que no se reducen a la clásica forma de las personas pertenecientes a cuerpos castrenses y policiales, ni los espectadores fieles de la batalla. El guerrero del colapso se camufla, ocupa posiciones poco reconocibles a primera vista. Al mismo tiempo que tiene mecanismos de formación y entrenamiento diferenciados. Sus topografías ya no son las trincheras, ni los campos de batalla; son las zonas cotidianas, las ciudades y pueblos en los que hay que librar una batalla para frenar el avance del colapso, para evitar que dañe los “núcleos esenciales” de la humanidad, para cuidar la vida. El autoritarismo social tiene rostro de varón Ante la idea de una amenaza abstracta a la humanidad en su conjunto (como si algo así existiera) surgen argumentos reaccionarios tanto de izquierdas y derechas para defender el “sentido último” de la vida (cualquier cosa esto signifique). Hoy la defensa de la vida en abstracto es el horizonte de acción de todas las fuerzas políticas institucionales. A tal punto que parecen defender lo mismo, coincidiendo en proyectos de salvaguarda y conservación que no cuestionan el sentido cualitativo de la existencia de aquellas especies que ocupan los espacios que se pretenden resguardar. Esta actitud devela un sentido patriarcal de la conservación abstracta de la vida, que no considera los contendidos específicos, ni las formas culturales que la hacen posible; y en el caso de los ecosistemas no discurren su papel activo, ni su vínculo con la reproducción de formas concretas y diferenciadas de existencia. Ante el colapso parece que no puede haber vacilaciones y que la vida tiene que ser resguardada por una fuerza paterna. Daniel Inclán www.re-visiones.net #Re-visiones 9/2019 Investigador Invitado ISSN 2173-0040 El autoritarismo social permite ver que el patriarcado es una forma de ordenamiento del mundo, no sólo un ejercicio vertical de fuerza de lo masculino sobre lo femenino y lo feminizado. Es una potencia colectiva que siempre aparece renovada y reforzada en los contextos de crisis. En el contexto de colapso, el patriarcado reemerge como una gramática que se autoimpone la responsabilidad de salvar al mundo. El autoritarismo social lleva la marca de la hipermasculinización, la redención debe seguir el comportamiento de los varones blancos de las metrópolis, su conciencia ecológica, su defensa general de la vida, su coherencia y sus sacrificios necesarios. La hipermasculinización se adapta bien a las izquierdas y las derechas, ambas comparten prácticas responsables y comportamientos morales que refuerzan el sentido de una verdad última e incuestionable que se debe seguir para salvar al mundo. La personalidad autoritaria del siglo XXI es masculinizada, opera por una defensa de los comunitarismos cerrados, cuyo modelo ideal es la cofradía masculina de complicidades, silencios y protecciones. Ahí se defienden los valores que salvaran el sentido de la vida, convertidos en verdades absolutas e incuestionables, que demandan sumisión de las personas que hacen parte de las renovadas comunidades. La defensa de la autoridad permite una subordinación absoluta o, cuando no existe la persona que representa esa condición, la posibilidad de convertirse en una autoridad −que sanciona, castiga, dirige y resuelve por principios incontrovertibles los diferendos propios de la interacción social. En este proceso el ejercicio de la fuerza es la vía de la autoafirmación, sigue teniendo un lugar prioritario la fuerza física, pero también el uso de las fuerzas simbólicas, epistémicas y afectivas es muy común. El uso de fuerzas simbólicas y epistémicas permite un creciente escenario social de corte antiintelectual, los saberes que responderán a la situación de colapso vienen de las explicaciones incuestionables. De ahí que se privilegien las emociones −en especial la virilidad, el coraje, la fidelidad− como criterios cognitivos por sobre la escucha y el diálogo de razonamientos contingentes. El autoritarismo social produce una comunicación que cancela toda comunicación, que niega toda posible escucha, como condición necesaria del diálogo. Esto genera las condiciones para un escenario inédito: la secularización de la tecnocracia. Los otrora saberes especializados exclusivos de personas calificadas que regían al mundo se diluyen en certezas autorizadas para opinar sobre cualquier cosa, gracias a la “democratización” del conocimiento por las redes sociales. La personalidad autoritaria del siglo XXI puede “argumentar” sus posiciones con informaciones especializadas. De esta forma, la superstición y religiosidad exacerbada que caracterizan al autoritarismo se revisten de opinión informada y legitimada, porque en el contexto democrático todas las personas producen el conocimiento, ya no hay verdades más Daniel Inclán www.re-visiones.net #Re-visiones 9/2019 Investigador Invitado ISSN 2173-0040 importantes que otras, todo vale por igual. En el orden autoritario la diferencia está en la fuerza que sostiene la verdad, no en su contenido. Esto permite generar otros escenarios en los que se construye un odio a la fragilidad, que representa un lastre en el contexto del colapso. Las formas de xenofobia se revisten de cientificidad o de juicio educado. Se construye un odio ilustrado contra la vulnerabilidad en el discurso autoritario. Lo que impide un reconocimiento de los propios miedos y las propias precariedades. En un mundo de empoderamientos y voluntarismos absolutos no es posible la duda y la fragilidad. La política de los afectos promovida por el autoritarismo social impide la creación de dinámicas de espejo −dialécticas y dialógicas− en las que toda posición pueda mirarse reflejada, y de ahí pueda modificar su emplazamiento ante el mundo. Se construye así una imagen estática de la posición política, que se vuelve autorreferencia y autocomplaciente −lo mismo para las izquierdas que para las derechas, que avanzan aceleradamente en la construcción de dogmatismos de todo tipo. La disolución de las dinámicas de encuentro y desencuentro, de reflejo y modificación, agudiza la guerra contra la historia que caracteriza al autoritarismo del siglo XXI. Una guerra no contra el conocimiento del pasado −la historia reducida a un juicio ilustrado de lo que ya fue− sino contra la capacidad de vincularse políticamente con el tiempo para construir tramas y herencias que permitan reconocer que antes de nosotros hubo otros con los que tenemos una responsabilidad. La guerra contra la historia −con una innegable cara masculinizante que privilegia el instante por sobre el vínculo, que apuesta por la evanescencia y no por el cultivo− genera existencias huérfanas, dispuestas al avance del autoritarismo, como si esta fuera la única manera de entender el lugar en el mundo. Ahí donde desaparece la posibilidad de vincularse políticamente con el tiempo para disputar el sentido de la existencia aparecen las condiciones ideales para el autoritarismo y la fuerza patriarcal que define y defiende el sentido de la vida como algo genérico que tiene que ser protegido. Esto produce nuevas sensibilidades sociales, que se definen por el sentido de la anestesia y la amnesia. No es casual el creciente avance farmacológico de la sociedad. Ahí donde los horrores son tan grandes y tan escaza la capacidad de inscribirlos en un tiempo social más grande aparece la solución de los analgésicos −basta mirar el conflicto social que representan los opiáceos en Estados Unidos, el epicentro del colapso de la oikodicea. El autoritarismo social de nuevo cuño también promueve la anestesia social por vías combinadas. Paradójicamente, en una sociedad del analgésico se promueve la exposición absoluta de las vidas, la sociedad de la transparencia horada poco a poco esa condición humana de poseer un núcleo de inaccesibilidad, al que nadie, ni el propio sujeto puede llegar Daniel Inclán www.re-visiones.net #Re-visiones 9/2019 Investigador Invitado ISSN 2173-0040 (Han, 2013). Hoy las redes sociales nos convocan a exponerlo todo y a estar expuestos a todo, con la protección de la pantalla y el fármaco al lado. De esta forma se puede estar enterado del avance de la catástrofe así como de la vida íntima de las personas con las que ya no podemos relacionarnos. Lo que motiva una compulsión por tener que decir algo, tanto para la catástrofe como para la vida íntima de las personas que se cree conocer. El autoritarismo social del siglo XXI, a diferencia del fascismo del siglo XX, promueve una sobreproducción de enunciaciones, motiva el fin del silencio. Pronunciarse se vuelve un mandato, nadie que esté comprometido por resolver el colapso −sea de izquierda o de derecha− puede permanecer callado. Así, el silencio dejó de ser un bien común (Illich, 2005). Las imágenes que produce el mandato de decir algo ante el colapso, generan un entorno similar al del fármaco anestesiante: un alivio temporal, una mórbida satisfacción por haber cumplido la obligación de tomar posición y defender una verdad absoluta. Pero como el fármaco genera adicción, nunca es suficiente lo que se puede decir, así que hay que decir más, hay que exponerlo todo, exponer a la persona misma como muestra de la toma de posición política, porque lo privado también es político y porque todo tiene que ser político en todo momento. Esto impide reconocer que no hay nada más autoritario que hacer de la exhibición de lo íntimo un mandato. Pero en el mundo contemporáneo parece inevitable. Ahí donde aparece el silencio, la duda, la vulnerabilidad se encienden las alarmas de la amenaza. Es así como el autoritarismo social reproduce los sentidos comunes de la dominación, pero no tiene los mecanismos ni el acumulado de condiciones materiales que le permite construir una exterioridad para dominar; así que se interiorizan. Lo externo que funciona como amenaza, que merece el exterminio o su reclusión está dentro de la persona misma o dentro de las personas más cercanas, el enemigo es la misma persona cuando no cumple los mandatos. Esto se vincula directamente con las transformaciones del ejercicio del poder. En el siglo XXI el poder ha mutado, ya no es una relación externa, los sujetos son sus propios sujetadores; la expresión más radical de estos es la idea del empresario de uno mismo, ya no hay un patrón externo con quién pelear, son las propias personas las que se autoexplotan. La posibilidad de refundar el antagonismo social se complica cada vez más, porque la persona trabajadora en condiciones de flexibilidad −que se enorgullece de su libertad y de poder administrar a placer su trabajo en función de lo que quiere ganar− no puede reconocer a su enemigo de clase, en gran medida porque la lucha de clases que funda las clases está detenida. El resentimiento social propio de la competencia productiva no puede decantar en una exterioridad política, ante esto se refuerzan las gramáticas Daniel Inclán www.re-visiones.net #Re-visiones 9/2019 Investigador Invitado ISSN 2173-0040 de la jerarquía social que permiten descargar la rabia acumulada en aquellas personas que históricamente han funcionado como amortiguadores del resentimiento: mujeres, niños, viejos y migrantes. Esta catarsis reproduce de manera deformada el mundo ideal del capital, convirtiendo a los varones en pequeños patrones de la casa, en empresarios crueles que violentan los entornos precarizados. Los deseos son los deseos impuestos por la lógica del exceso. Estas realizaciones autoritarias radicalizan las condiciones de vulnerabilidad, alimentando un círculo de fracaso, violencia y crueldad. Decantan en existencias precarias y tristes, que no conocen límite, ni en la muerte, que se presenta como un asunto externo. Lo que resta. La memoria y sentido del colapso Estamos ante un escenario de archipiélagos autoritarios, que está lejos de ser un régimen político como lo fueron los fascismos del siglo XX. Esto hace más difícil su combate, porque no puede reducirse a una topología política clásica, es decir, no es un asunto de izquierdas o derechas. El autoritarismo social del siglo XXI es una reacción ante el colapso que está ante nosotros y que demuestra los límites de la imaginación para pensar y actuar de otra forma. Es la expresión más acabada de la incapacidad para recuperar los verbos por sobre las instituciones (Illich, 2005): educar se transforma en escuela, sanar en el hospital, politizar en partido y estado, etcétera. La institución es siempre un mecanismo autoritario que captura la fuerza fundante y contingente de los acontecimientos. Pero parece que ante el colapso la imaginación no puede pensar que otro fin es posible, no el fin del mundo y si no el del capitalismo. Pero mientras no se cuestionen los privilegios y no se recupere la crítica de la sociedad industrial, y el mundo de ruinas que produce, se seguirá pensando la transformación como un proceso para reordenar el caos. Por ello es necesario reconocer que la fuerza del autoritarismo social produce cuerpos desarmados para la lucha por la transformación social, sumergidas en la tristeza y la añoranza de un mundo que nunca existió y que nunca existirá. Esto no significa resignarse al colapso, pero tampoco restituir la figura épica o trágica de la lucha por la transformación. Tal vez el camino es más simple y más humilde, poder recuperar el sentido de la vida, ponerlo en las manos, las propias y de las personas con las que la vida se teje, volver a hacer de la vida algo concreto. Esto no es posible sin la restitución del vínculo político con el tiempo, porque de lo contrario sólo se generarán cascarones vacíos, vida sin cualidades, meras reproducciones fisiológicas. Daniel Inclán www.re-visiones.net #Re-visiones 9/2019 Investigador Invitado ISSN 2173-0040 Por otro lado, se abre un reto sobre la memoria y sus mecanismos para poder producir testimonios de esta época de colapso, en la que millones de personas mueren de manera industrial −pero ya no bajo el modelo de la banda de producción como en los campos de exterminio de los fascismos−, en un modo de producción flexible y parcialmente deslocalizado. Para el futuro no quedarán las ruinas de los campos de concentración o los centros clandestinos de detención, ni las oficinas de espionaje, ni las cédulas físicas en las que autoritarismo del siglo XX produjo una clasificación social; hasta los restos de los cuerpos son una incógnita para la memoria del presente. Estamos ante el reto de construir archivos que peleen contra el sentido originario del archivo contemporáneo. El archivo del autoritarismo social del siglo XXI tiene que ser un an-archivo, un αν-ἀρχή, que pelea contra el sentido sustancial de la información, como si esta fuera una exterioridad transparente a la que se puede acceder sin conflictos. El an-archivo del autoritarismo y del colapso debería tener como principio básico el respeto por el silencio como bien común. Cuando las palabras no nos alcanzan, en beneficio de su cultivo, es mejor no hablar: ¿será posible un archivo de silencios?, ¿será posible una historia forense sin palabras? Bibliografía Agamben, G. (2017), Stasis. La guerra civil como paradigma político, Buenos Aires, Adriana Hidalgo. Enríquez, M. (2016), “Verde rojo anaranjado”, en Las cosas que perdimos en el fuego, México, Anagrama. Han, B. (2013), La sociedad de la transparencia, Barcelona, Herder. Horkheimer, M. ([1942] 2006) El estado autoritario, México, Itaca. Illich, I. (2005), The Rivers North of the Future: The Testament of Ivan Illich, Toronto, Anansi. Jameson, F. (2009), Arqueologías del futuro. El deseo llamado utopía y otras aproximaciones de ciencia ficción, Madrid, Akal. Jappe, A. (2011), Crédito a muerte. La descomposición del capitalismo y sus críticos, Logroño, Pepitas de calabaza. Kraus, K. (2012), Aforismos. Verdades a medias, verdades y media, México, Conaculta. Lazzarato, M. (2010), La fábrica del hombre endeudado, Buenos Aires, Amorrortu. Daniel Inclán www.re-visiones.net #Re-visiones 9/2019 Investigador Invitado ISSN 2173-0040 Mann, G. y Wainwright, J. (2018), Leviatán climático. Una teoría sobre nuestro futuro planetario, Madrid, Biblioteca nueva. Segato, R. (2016), La guerra contra las mujeres, Madrid, Traficantes de sueños. Sempru, J. y Riesel, R. (2011), Catastrofismo. Administración del desastre y sumisión sostenible, Logroño, Pepitas de calabaza. Vogl, J. (2015), El espectro del capital, Buenos Aires, Cruce. Daniel Inclán www.re-visiones.net