#Re-visiones 9/2019
Investigador Invitado
ISSN 2173-0040
DERIVAS AUTORITARIAS DE LA SOCIEDAD DEL COLAPSO
Daniel Inclán
Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Económicas /
ttessiss@gmail.com
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Es una desgracia que en el mundo haya más
estupidez de la que necesita la maldad,
y más maldad de la que engendra
la estupidez.
KARL KRAUS, Aforismos.
La gente triste no tiene piedad.
MARIANA ENRIQUEZ, “Verde rojo anaranjado”.
En los últimos años en América Latina, y en el mundo occidentalizado en
general, se ha suscitado un amplio debate en torno al llamado avance de
las derechas. Las discusiones llaman la atención sobre el reposicionamiento
institucional de los grupos conservadores, que ocupan espacios en los
parlamentos, las cortes y, en los peores escenarios, en el poder ejecutivo.
Para explicar las distintas versiones del fenómeno es recurrente hablar de
fascismos, neofascismo, totalitarismos, etcétera, para tratar de construir
coordenadas que ayuden a entender el cambio de época al que asistimos.
En general estos términos son equívocos, pero no importa mucho a quienes
los usan, aunque confundan periodos históricos, homologuen procesos
disímiles y simplifiquen eventos; lo que importa es denunciar el “avance” de
las derechas en el mundo, anunciando un peligro similar al que ocurrió en
Europa en la primera mitad del siglo XX.
Sin negar que hay un viraje institucional en el que las posiciones
conservadoras ocupan cada vez más espacios −un proceso completamente
distinto al de los fascismos europeos del siglo XX o los gobiernos
autoritarios de seguridad nacional de los años sesenta y setenta en América
Latina−, hacer la lectura desde la perspectiva de izquierdas contra derechas
en el escenario estatal es un tanto estéril. En principio porque se siguen
reforzando las cadenas del pensamiento liberal, que limitan la capacidad de
la crítica radical, porque centran la atención en las querellas institucionales
dando por sentado que lo que se disputa es neutro y necesario: la
democracia y el estado como horizontes inevitables. La defensa a ultranza
de la democracia liberal impide reconocer el núcleo autoritario que hay
detrás de las formas estatales modernas y de la política institucional −de la
que participaron y participan tanto las derechas como las izquierdas.
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En segundo lugar, seguir atendiendo el campo de la política institucional y
las “deformaciones” de la democracia, impide reconocer que hay dinámicas
sociales más próximas, en las que participa la mayor parte de las personas
que se presentan como espectadoras de la polémica entre izquierdas y
derechas. Una de esas dinámicas es el creciente autoritarismo social, que
no puede analizarse por la simplificación dicotómica izquierda-derecha. El
autoritarismo social tiene un movimiento transversal; también hay
autoritarismo de izquierda, que es necesario empezar a discutir para salir
de la trampa de la topografía de la política ilustrada e institucional, y así
recuperar la potencia de la politicidad social que no es capturable por las
formas tecnocráticas de la política, esas que se definen por la posición de
los “especialistas” y que definen el rumbo de las vidas cotidianas.
Este texto tratará de presentar algunas claves de lectura del autoritarismo
social, resaltando su cultura material y su vínculo con la disputa por la
trayectoria de un capitalismo decadente. Se parte del presupuesto de que el
autoritarismo no es sólo un comportamiento propio de la esfera política,
sino una manera de entender el mundo y posicionarse en él; el
autoritarismo es una semántica, es decir, una estructura de significación en
la que las acciones colectivas e individuales se inscriben en una estructura
discursiva que moldea la dimensión material del mundo. Esta estructura no
es sólo simbólica, tiene una base material y una dimensión sensible que es
importante discutir para avanzar en el debate sobre las condiciones de la
sociedad contemporánea y los posibles caminos para organizar las rutas de
la disipación del sistema capitalista. Así como entender el papel retardador
que juegan la mayoría de las posiciones de izquierda, que en el afán
pragmático de la nueva institución no se atreven a reconocer su papel
activo en la conservación del orden de cosas existente.
Colapso y autoritarismo
La creencia incuestionable en las fuerzas del mercado, la oikodicea, se
sostiene por la sociedad del dinero y el trabajo, que sólo puede engendrar
subjetividades autoritarias que disputan su posición protagónica en la
competencia (Vogl, 2015). Esta pelea se exacerba en un contexto en el que
tanto el dinero como el trabajo pierden su equilibrio ideal en el mundo del
mercado regido por la valorización. En el contexto contemporáneo el trabajo
asalariado disminuye radicalmente ante el automatismo de la producción,
que expulsa a millones de personas, obligándolas a ampliar los espacios del
autoempleo y la informalidad −esas zonas grises que siempre han
apuntalado a la economía formal. El trabajo disminuye en su parte formal,
pero aumenta en todas las posibles formas alternativas, impactando a las
existencias “opacas” cuyo vínculo con la producción es siempre
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marginalizado: mujeres, migrantes, campesinos. Por su parte, el dinero
también sufre mutaciones que, si bien lo mantienen como el eje de la vida
cotidiana, lo hacen cada vez más abstracto y con ello controlado por
poderes anónimos, lejanos de las personas que creen producirlo. De ahí la
creciente importancia de la valorización financiera y su correlativo
mecanismo disciplinador: el crédito (Jappe, 2011; Lazzarato, 2010). El
dinero se desmaterializa aceleradamente, se vuelve un asunto de lógica
binaria bajo resguardo de los tecnócratas bancarios. La oikodicea colapsa.
La desestabilización del mercado, y junto con él del trabajo y del dinero son
sólo los síntomas de un gran colapso. Colapso que no está por llegar, sino
que ya está acá, definiendo el sentido de las vidas colectivas. No asistimos
a una crisis económica, que puede esperar su resolución por el
perfeccionamiento de los mecanismos financieros y una nueva revolución
industrial; tampoco es un desajuste del estado y la democracia, como las
formas de convivencia dominantes, que pueden recuperarse con la
refundación y la participación ciudadana; tampoco es una época del fin de
los valores morales, en los que reina la indiferencia y el individualismo,
mejorables por un nuevo comunitarismo. El colapso es de las condiciones
generales de la reproducción de la vida, tanto la humana como la de la
llamada naturaleza. Esto no significa el fin del mundo, sino una mutación en
la que se anuncia un empobrecimiento radical de las condiciones
cualitativas de las formas de vida. La vida seguirá, pero empobrecida hasta
puntos impensables; a pesar de la irreversible extinción de miles de
especies animales y vegetales, continuará la reproducción de las
existencias, pero en escenarios de precariedad hasta ahora inimaginables.
Durante siglos el tiempo histórico estuvo determinado por la catástrofe
−tanto el tiempo biográfico como el tiempo colectivo era marcado por un
hecho infausto: la ciudad se fundaba después del terremoto o la guerra; las
personas nacían después de la tormenta o la sequía−, hasta que la
Ilustración eliminó el sentido escatológico del tiempo social y lo sustituyó
por la teleología del progreso. Este cambio fue igualmente metafísico, al fin
anunciado del tiempo se le impuso el progreso necesario como una forma
de fin racional. Lo paradójico del estado del tiempo actual es que existen
por primera vez un conocimiento medianamente certero sobre el fin de las
condiciones que hacen posible la reproducción de la vida tal cual la
conocemos. La catástrofe se percibe y se puede explicar, aparentemente.
Pero como bien lo demostraron las múltiples críticas a la Ilustración y sus
mitografías, la información no emancipará a la humanidad, por el contrario,
ha servido como mecanismo de legitimación del control de territorios y la
gestión de poblaciones. Hoy los saberes sobre la catástrofe sirven para
gobernar la catástrofe y convertirla en un campo de oportunidades
económicas −que palían en lo inmediato la contracción de la economía
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formal−; al mismo tiempo que permite la gobernanza a través de la
catástrofe (Semprun y Riesel, 2011). Administrar la catástrofe y administrar
a través de la catástrofe definen la gubernamentalidad del siglo XXI;
construye los escenarios para el control quirúrgico y legitimado de
territorios, cuerpos y subjetividades. En el escenario del colapso aparece la
responsabilidad colectiva, en la que todas las personas deben actuar en su
conjunto; el sentido común del tiempo es que “todas las personas son
responsables”, por lo que “todas las personas deben actuar”.
La catástrofe sirve para promover nuevas formas de reacción individual y
manipulaciones colectivas (Mann y Wainwright, 2018). Hoy todas las
personas tienen que posicionarse ante el colapso, dejando para después la
crítica a la sociedad industrial que lo generó. En este contexto emerge el
nuevo autoritarismo social, cuyo fundamento es muy simple: no importa
que todo acabe si logro conservar mis privilegios; no importa que mueran
miles de personas, que haya millones de desplazados, que colapsen
ecosistemas, mientras el mundo abstracto de aparentes privilegios
continúe. Esta relación perversa es necesaria para la reproducción de un
capitalismo decadente. En el contexto contemporáneo el mayor problema es
el colapso en abstracto, no la sociedad concreta que lo produce; y el
autoritarismo social se encarga de conservar esa ecuación.
Max Horkheimer ([1942]2006) analizó el papel orgánico del estado
autoritario en la reproducción del capital en el contexto de crisis durante la
primera mitad del siglo XX, demostró como la violencia política del estado
se vinculó con las fuerzas anónimas del capital para modelar una sociedad
que legitimara una economía de guerra para acelerar la producción
industrial y permitir el modelaje de la sociedad hacia arriba, hacia las clases
dominantes poco dinámicas, y hacia abajo, con las masas plebeyas
dispuesta a pelear por la transformación. El estado autoritario permitió
modernizaciones aceleradas, que precipitaron los ciclos de subsunción real
en las geografías menos industrializadas. En el siglo XXI no asistimos a un
autoritarismo de estado, sino un autoritarismo social, que cumple nuevas
funciones en la reproducción del capital en un contexto de dislocación
sistémica. Ya no son sólo las violencias políticas del estado las que
movilización el modelaje de la sociedad; emergen múltiples violencias
“anónimas” que se vinculan las fuerzas “anónimas” del creciente poder
corporativo, para definir las tendencias civilizatorias y asegurar la
concentración de la ganancia y el control del ejercicio del poder en pocas
manos. El autoritarismo social del siglo XXI es el correlato de la
gubernamentalidad del colapso: gestionar la crisis y gestionar a través de la
crisis. Ya no son los poderes estatales los grandes protagonistas, siguen
ocupando un lugar importante, pero seden espacio a las fuerzas
corporativas y a las colectividades reaccionarias −no es casual el avance de
las nuevas sectas religiosas y de las nuevas cofradías en todo tipo en el
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mundo. El colapso del reino de la economía engendra reacciones
autoritarias, reconocer la catástrofe sirve para movilizar las fuerzas
seductoras del capitalismo: es más fácil pensar el fin del mundo que el fin
del orden de las cosas dominantes (Jameson, 2009).
Esta correlación de fuerzas produce una inédita economía de guerra, propia
de un estado de excepción permanente, que adquiere una nueva cara
climática, para convertirse en un estado de excepción ecológico, que no se
presenta como autoritario, sino como una responsabilidad colectiva
(Semprun y Riesel, 2011). De ahí que el proyecto de guerra del siglo XXI se
haya convertido el colapso ambiental en un problema militar, dejando de
lado todas las responsabilidades económicas.
En este escenario de descomposición emergen las nuevas formas del
autoritarismo social, que están muy lejos de los fascismos históricos del
siglo pasado. Aparecen nuevos guerreros −que siguen pendientes de ser
estudiadas a cabalidad− que no se reducen a la clásica forma de las
personas pertenecientes a cuerpos castrenses y policiales, ni los
espectadores fieles de la batalla. El guerrero del colapso se camufla, ocupa
posiciones poco reconocibles a primera vista. Al mismo tiempo que tiene
mecanismos de formación y entrenamiento diferenciados. Sus topografías
ya no son las trincheras, ni los campos de batalla; son las zonas cotidianas,
las ciudades y pueblos en los que hay que librar una batalla para frenar el
avance del colapso, para evitar que dañe los “núcleos esenciales” de la
humanidad, para cuidar la vida.
El autoritarismo social tiene rostro de varón
Ante la idea de una amenaza abstracta a la humanidad en su conjunto
(como si algo así existiera) surgen argumentos reaccionarios tanto de
izquierdas y derechas para defender el “sentido último” de la vida (cualquier
cosa esto signifique). Hoy la defensa de la vida en abstracto es el horizonte
de acción de todas las fuerzas políticas institucionales. A tal punto que
parecen defender lo mismo, coincidiendo en proyectos de salvaguarda y
conservación que no cuestionan el sentido cualitativo de la existencia de
aquellas especies que ocupan los espacios que se pretenden resguardar.
Esta actitud devela un sentido patriarcal de la conservación abstracta de la
vida, que no considera los contendidos específicos, ni las formas culturales
que la hacen posible; y en el caso de los ecosistemas no discurren su papel
activo, ni su vínculo con la reproducción de formas concretas y
diferenciadas de existencia. Ante el colapso parece que no puede haber
vacilaciones y que la vida tiene que ser resguardada por una fuerza
paterna.
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El autoritarismo social permite ver que el patriarcado es una forma de
ordenamiento del mundo, no sólo un ejercicio vertical de fuerza de lo
masculino sobre lo femenino y lo feminizado. Es una potencia colectiva que
siempre aparece renovada y reforzada en los contextos de crisis. En el
contexto de colapso, el patriarcado reemerge como una gramática que se
autoimpone la responsabilidad de salvar al mundo. El autoritarismo social
lleva la marca de la hipermasculinización, la redención debe seguir el
comportamiento de los varones blancos de las metrópolis, su conciencia
ecológica, su defensa general de la vida, su coherencia y sus sacrificios
necesarios. La hipermasculinización se adapta bien a las izquierdas y las
derechas, ambas comparten prácticas responsables y comportamientos
morales que refuerzan el sentido de una verdad última e incuestionable que
se debe seguir para salvar al mundo.
La personalidad autoritaria del siglo XXI es masculinizada, opera por una
defensa de los comunitarismos cerrados, cuyo modelo ideal es la cofradía
masculina de complicidades, silencios y protecciones. Ahí se defienden los
valores que salvaran el sentido de la vida, convertidos en verdades
absolutas e incuestionables, que demandan sumisión de las personas que
hacen parte de las renovadas comunidades. La defensa de la autoridad
permite una subordinación absoluta o, cuando no existe la persona que
representa esa condición, la posibilidad de convertirse en una autoridad
−que sanciona, castiga, dirige y resuelve por principios incontrovertibles los
diferendos propios de la interacción social. En este proceso el ejercicio de la
fuerza es la vía de la autoafirmación, sigue teniendo un lugar prioritario la
fuerza física, pero también el uso de las fuerzas simbólicas, epistémicas y
afectivas es muy común.
El uso de fuerzas simbólicas y epistémicas permite un creciente escenario
social de corte antiintelectual, los saberes que responderán a la situación de
colapso vienen de las explicaciones incuestionables. De ahí que se
privilegien las emociones −en especial la virilidad, el coraje, la fidelidad−
como criterios cognitivos por sobre la escucha y el diálogo de
razonamientos contingentes. El autoritarismo social produce una
comunicación que cancela toda comunicación, que niega toda posible
escucha, como condición necesaria del diálogo. Esto genera las condiciones
para un escenario inédito: la secularización de la tecnocracia. Los otrora
saberes especializados exclusivos de personas calificadas que regían al
mundo se diluyen en certezas autorizadas para opinar sobre cualquier cosa,
gracias a la “democratización” del conocimiento por las redes sociales. La
personalidad autoritaria del siglo XXI puede “argumentar” sus posiciones
con informaciones especializadas. De esta forma, la superstición y
religiosidad exacerbada que caracterizan al autoritarismo se revisten de
opinión informada y legitimada, porque en el contexto democrático todas
las personas producen el conocimiento, ya no hay verdades más
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importantes que otras, todo vale por igual. En el orden autoritario la
diferencia está en la fuerza que sostiene la verdad, no en su contenido.
Esto permite generar otros escenarios en los que se construye un odio a la
fragilidad, que representa un lastre en el contexto del colapso. Las formas
de xenofobia se revisten de cientificidad o de juicio educado. Se construye
un odio ilustrado contra la vulnerabilidad en el discurso autoritario. Lo que
impide un reconocimiento de los propios miedos y las propias
precariedades. En un mundo de empoderamientos y voluntarismos
absolutos no es posible la duda y la fragilidad. La política de los afectos
promovida por el autoritarismo social impide la creación de dinámicas de
espejo −dialécticas y dialógicas− en las que toda posición pueda mirarse
reflejada, y de ahí pueda modificar su emplazamiento ante el mundo. Se
construye así una imagen estática de la posición política, que se vuelve
autorreferencia y autocomplaciente −lo mismo para las izquierdas que para
las derechas, que avanzan aceleradamente en la construcción de
dogmatismos de todo tipo.
La disolución de las dinámicas de encuentro y desencuentro, de reflejo y
modificación, agudiza la guerra contra la historia que caracteriza al
autoritarismo del siglo XXI. Una guerra no contra el conocimiento del
pasado −la historia reducida a un juicio ilustrado de lo que ya fue− sino
contra la capacidad de vincularse políticamente con el tiempo para construir
tramas y herencias que permitan reconocer que antes de nosotros hubo
otros con los que tenemos una responsabilidad. La guerra contra la historia
−con una innegable cara masculinizante que privilegia el instante por sobre
el vínculo, que apuesta por la evanescencia y no por el cultivo− genera
existencias huérfanas, dispuestas al avance del autoritarismo, como si esta
fuera la única manera de entender el lugar en el mundo. Ahí donde
desaparece la posibilidad de vincularse políticamente con el tiempo para
disputar el sentido de la existencia aparecen las condiciones ideales para el
autoritarismo y la fuerza patriarcal que define y defiende el sentido de la
vida como algo genérico que tiene que ser protegido.
Esto produce nuevas sensibilidades sociales, que se definen por el sentido
de la anestesia y la amnesia. No es casual el creciente avance
farmacológico de la sociedad. Ahí donde los horrores son tan grandes y tan
escaza la capacidad de inscribirlos en un tiempo social más grande aparece
la solución de los analgésicos −basta mirar el conflicto social que
representan los opiáceos en Estados Unidos, el epicentro del colapso de la
oikodicea. El autoritarismo social de nuevo cuño también promueve la
anestesia social por vías combinadas. Paradójicamente, en una sociedad del
analgésico se promueve la exposición absoluta de las vidas, la sociedad de
la transparencia horada poco a poco esa condición humana de poseer un
núcleo de inaccesibilidad, al que nadie, ni el propio sujeto puede llegar
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(Han, 2013). Hoy las redes sociales nos convocan a exponerlo todo y a
estar expuestos a todo, con la protección de la pantalla y el fármaco al lado.
De esta forma se puede estar enterado del avance de la catástrofe así como
de la vida íntima de las personas con las que ya no podemos relacionarnos.
Lo que motiva una compulsión por tener que decir algo, tanto para la
catástrofe como para la vida íntima de las personas que se cree conocer. El
autoritarismo social del siglo XXI, a diferencia del fascismo del siglo XX,
promueve una sobreproducción de enunciaciones, motiva el fin del silencio.
Pronunciarse se vuelve un mandato, nadie que esté comprometido por
resolver el colapso −sea de izquierda o de derecha− puede permanecer
callado. Así, el silencio dejó de ser un bien común (Illich, 2005).
Las imágenes que produce el mandato de decir algo ante el colapso,
generan un entorno similar al del fármaco anestesiante: un alivio temporal,
una mórbida satisfacción por haber cumplido la obligación de tomar posición
y defender una verdad absoluta. Pero como el fármaco genera adicción,
nunca es suficiente lo que se puede decir, así que hay que decir más, hay
que exponerlo todo, exponer a la persona misma como muestra de la toma
de posición política, porque lo privado también es político y porque todo
tiene que ser político en todo momento. Esto impide reconocer que no hay
nada más autoritario que hacer de la exhibición de lo íntimo un mandato.
Pero en el mundo contemporáneo parece inevitable. Ahí donde aparece el
silencio, la duda, la vulnerabilidad se encienden las alarmas de la amenaza.
Es así como el autoritarismo social reproduce los sentidos comunes de la
dominación, pero no tiene los mecanismos ni el acumulado de condiciones
materiales que le permite construir una exterioridad para dominar; así que
se interiorizan. Lo externo que funciona como amenaza, que merece el
exterminio o su reclusión está dentro de la persona misma o dentro de las
personas más cercanas, el enemigo es la misma persona cuando no cumple
los mandatos. Esto se vincula directamente con las transformaciones del
ejercicio del poder. En el siglo XXI el poder ha mutado, ya no es una
relación externa, los sujetos son sus propios sujetadores; la expresión más
radical de estos es la idea del empresario de uno mismo, ya no hay un
patrón externo con quién pelear, son las propias personas las que se
autoexplotan. La posibilidad de refundar el antagonismo social se complica
cada vez más, porque la persona trabajadora en condiciones de flexibilidad
−que se enorgullece de su libertad y de poder administrar a placer su
trabajo en función de lo que quiere ganar− no puede reconocer a su
enemigo de clase, en gran medida porque la lucha de clases que funda las
clases está detenida.
El resentimiento social propio de la competencia productiva no puede
decantar en una exterioridad política, ante esto se refuerzan las gramáticas
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de la jerarquía social que permiten descargar la rabia acumulada en
aquellas personas que históricamente han funcionado como amortiguadores
del resentimiento: mujeres, niños, viejos y migrantes. Esta catarsis
reproduce de manera deformada el mundo ideal del capital, convirtiendo a
los varones en pequeños patrones de la casa, en empresarios crueles que
violentan los entornos precarizados. Los deseos son los deseos impuestos
por la lógica del exceso. Estas realizaciones autoritarias radicalizan las
condiciones de vulnerabilidad, alimentando un círculo de fracaso, violencia y
crueldad. Decantan en existencias precarias y tristes, que no conocen
límite, ni en la muerte, que se presenta como un asunto externo.
Lo que resta. La memoria y sentido del colapso
Estamos ante un escenario de archipiélagos autoritarios, que está lejos de
ser un régimen político como lo fueron los fascismos del siglo XX. Esto hace
más difícil su combate, porque no puede reducirse a una topología política
clásica, es decir, no es un asunto de izquierdas o derechas. El autoritarismo
social del siglo XXI es una reacción ante el colapso que está ante nosotros y
que demuestra los límites de la imaginación para pensar y actuar de otra
forma. Es la expresión más acabada de la incapacidad para recuperar los
verbos por sobre las instituciones (Illich, 2005): educar se transforma en
escuela, sanar en el hospital, politizar en partido y estado, etcétera. La
institución es siempre un mecanismo autoritario que captura la fuerza
fundante y contingente de los acontecimientos. Pero parece que ante el
colapso la imaginación no puede pensar que otro fin es posible, no el fin del
mundo y si no el del capitalismo.
Pero mientras no se cuestionen los privilegios y no se recupere la crítica de
la sociedad industrial, y el mundo de ruinas que produce, se seguirá
pensando la transformación como un proceso para reordenar el caos. Por
ello es necesario reconocer que la fuerza del autoritarismo social produce
cuerpos desarmados para la lucha por la transformación social, sumergidas
en la tristeza y la añoranza de un mundo que nunca existió y que nunca
existirá.
Esto no significa resignarse al colapso, pero tampoco restituir la figura épica
o trágica de la lucha por la transformación. Tal vez el camino es más simple
y más humilde, poder recuperar el sentido de la vida, ponerlo en las manos,
las propias y de las personas con las que la vida se teje, volver a hacer de
la vida algo concreto. Esto no es posible sin la restitución del vínculo político
con el tiempo, porque de lo contrario sólo se generarán cascarones vacíos,
vida sin cualidades, meras reproducciones fisiológicas.
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Por otro lado, se abre un reto sobre la memoria y sus mecanismos para
poder producir testimonios de esta época de colapso, en la que millones de
personas mueren de manera industrial −pero ya no bajo el modelo de la
banda de producción como en los campos de exterminio de los fascismos−,
en un modo de producción flexible y parcialmente deslocalizado. Para el
futuro no quedarán las ruinas de los campos de concentración o los centros
clandestinos de detención, ni las oficinas de espionaje, ni las cédulas físicas
en las que autoritarismo del siglo XX produjo una clasificación social; hasta
los restos de los cuerpos son una incógnita para la memoria del presente.
Estamos ante el reto de construir archivos que peleen contra el sentido
originario del archivo contemporáneo. El archivo del autoritarismo social del
siglo XXI tiene que ser un an-archivo, un αν-ἀρχή, que pelea contra el
sentido sustancial de la información, como si esta fuera una exterioridad
transparente a la que se puede acceder sin conflictos. El an-archivo del
autoritarismo y del colapso debería tener como principio básico el respeto
por el silencio como bien común. Cuando las palabras no nos alcanzan, en
beneficio de su cultivo, es mejor no hablar: ¿será posible un archivo de
silencios?, ¿será posible una historia forense sin palabras?
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