Isabel
Por Corín Tellado
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"Isabel Miranda alzó los ojos del periódico y sonrió con aquella sonrisa en ella peculiar, mezcla de amargura e ironía.
—Elegante, buena presencia, distinguida, culta y bien educada — repitió silabeando, mientras sus dedos largos y finos de uñas nacaradas estrujaban con desesperación el periódico —. Un dechado de perfecciones…
Al pronunciar estas últimas palabras avanzó hasta el espejo y se dejó caer ante él. Mirándose con ansia, casi con avaricia."
Corín Tellado
Corín Tellado es la autora más vendida en lengua española con 4.000 títulos publicados a lo largo de una carrera literaria de más de 56 años. Ha sido traducida a 27 idiomas y se considera la madre de la novela de amor. Además, bajo el seudónimo de Ada Miller, cuenta con varias novelas eróticas. Es la dama de la novela romántica por excelencia, hace de lo cotidiano una gran aventura en busca del amor, envuelve a sus protagonistas en situaciones de celos, temor y amistad, y consigue que vivan los mismos conflictos que sus lectores.
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Isabel - Corín Tellado
I
«Precísase joven española, elegante, buena presencia, distinguida, culta y bien educada, dominando perfectamente el español. Preséntese de diez a doce de la mañana en el hotel X… Inútil hacerlo sin buenas referencias.»
Isabel Miranda alzó los ojos del periódico y sonrió con aquella sonrisa en ella peculiar, mezcla de amargura e ironía.
—Elegante, buena presencia, distinguida, culta y bien educada — repitió silabeando, mientras sus dedos largos y finos de uñas nacaradas estrujaban con desesperación el periódico —. Un dechado de perfecciones…
Al pronunciar estas últimas palabras avanzó hasta el espejo y se dejó caer ante él. Miróse con ansia, casi con avaricia.
Encontró unos ojos azules, brillantes, claros y diáfanos, abanicados por unas pestañas negras, largas y sedosas. Unos labios turgentes, un poco húmedos, guardadores de los dientes blancos, nítidos, un tanto desiguales, pero proporcionando más gracia a la carita de rasgos exóticos. Un cabello negro y brillante y un rostro de óvalo perfecto. Se puso en pie y contempló con sarcasmo el cuerpo erguido y bien definido. Era espléndido, tenía distinción y la elegancia natural se hallaba incrustada en todos los rincones y en los modales de su cuerpo de diosa.
—Soy bonita, estoy bien educada y puedo proporcionar inmejorables referencias, aunque jamás haya prestado servicio ajeno a mí misma… — dijo entre dientes —. Además, necesito trabajar. Apenas si me quedan unos cientos de pesetas de las que me dejó el abuelo. Habrá muchas aspirantes, pero no será un obstáculo para que yo no me presente.
Retrocedió unos pasos y se dejó caer en una butaca. Ocultó el rostro entre las manos y cerró fuertemente los labios con aquel gesto tan suyo que denunciaba una voluntad de hierro y un carácter poco vulgar.
Ignoraba el objeto por el cual se precisaba una mujer joven, española, culta y bien educada sin olvidar la elegancia y la distinción… Estaba por asegurar que no le preocupaba demasiado. Tenía que trabajar para comer, ¿qué importaba la forma de hacerlo? Le era completamente indiferente.
Lo interesante era conseguir una colocación antes de terminar las pesetas que le dejó el abuelo. Por un lado, de buen grado se hubiera ido con él. La serenidad de la muerte a veces es consoladora y en particular para una muchacha que le queda por todo sustento en este mundo la tierra abajo y el cielo arriba. Pero por el otro… ¡La vida es tan hermosa!
* * *
No recordaba a sus padres. El abuelo siempre decía que se habían ido juntos una mañana de invierno, despeñados por un barranco, cuando se divertían en la nieve de la Sierra…
El padre había sido médico, y su esposa, una mujer elegante que dibujaba maravillosamente para una revista importante. Eran jóvenes, hermosos y se hallaban pletóricos de vida. Gastaban a tono con los ingresos y cuando la dejaron con el abuelo no quedaba ni una triste peseta para continuar su educación.
El abuelo se encargó de ello. Era un hombre activo y trabajador. Prestaba sus servicios como delineante en una fábrica de automóviles donde era muy considerado. De ahí que pudo proporcionar a su querida nieta, la pequeña Isa, una educación esmerada y una cultura nada común en una muchacha de su condición.
Cuando Isabel cumplió los diez años, la internó en un colegio de Valencia, de donde salía sólo y exclusivamente para disfrutar las vacaciones de verano con su querido abuelo, Pablo Miranda.
Un día, Isabel cumplió dieciocho años y Pablo Miranda decidió traerla a su lado al bullicioso Madrid. Fue la época más bonita para Isabel. Quiso trabajar, pero el abuelo se opuso tenazmente, invitándola al mismo tiempo a que se divirtiera todo lo que pudiese, pues a su entender, bastante tiempo le quedaba para trabajar cuando su ayuda le faltara.
Tal vez se creía inmortal porque pensaba que no iba a faltar nunca, pero no fue así. Un día cualquiera regresó del trabajo cansado y sudoroso, y dos semanas después, era ya cadáver.
Isabel Miranda quedó sola en el mundo, sin más ayuda que una exigüe cantidad de dinero y una desesperación infinita.
Los jefes de su abuelo le hicieron una visita después de la cual quedó la muchacha mucho más entristecida.
—Señorita, sentimos mucho lo sucedido. Y sentimos también no poder ayudarla. Su señor abuelo solicitó su seguro de vida para sufragar los gastos de la educación de usted… Como comprenderá, nada nos queda por hacer. Aquí tenemos todos sus documentos firmados legalmente y…
No era preciso que continuaran. Isabel hizo un gesto rígido con la mano indicando que las frases estaban de más.
Aquello era un dolor más que añadir a los que la lastimaban. Un culto dulcísimo irguióse en su corazón hacia aquel hombre que, aun después de muerto, llevaba dentro su alma.
Un día traspasó el piso. Fue a una fonda e incansable comenzó a recorrer la ciudad de un lado a otro dispuesta a trabajar en cualquier cosa. Las colocaciones se hallaban muy difíciles. No recurrió a los jefes de su abuelo porque entendía que ellos no ignoraban que precisaba su ayuda y no se la proporcionaron por su propia voluntad. Un orgullo muy personal movía todos los actos de la muchacha y consintió en caminar días y días sin resultado satisfactorio alguno antes que detener sus pasos ante la fábrica donde había trabajado su abuelo durante treinta años. Treinta años de luchas y penalidades sólo con objeto de hacerla feliz y proporcionarle, a costa de su seguro de vida, la educación que creía indispensable para su querida nieta.
Fue entonces cuando Isabel comprendió por qué su abuelo continuaba trabajando aún, después de haber cumplido los ochenta años. No podía con su cuerpo viejo y cansado y, sin embargo, un día tras otro salía del hogar camino del trabajo. ¿Y todo para qué? Para su educación, su bienestar futuro; lo que él creía su bienestar, mas si ahora la contemplara tal vez hubiera renegado de sí mismo y de la idea de dejarla sin un céntimo, sólo por haberle proporcionado una educación que ahora no le servía más que para desesperarse, porque si hubiese sido más ignorante, seguramente no le hubiera importado un comino dedicarse a aquel trabajo o a otro…
Habían transcurrido dos años desde su salida del colegio cuando leyó el periódico aquella mañana.
Se presentaría. No le importaba el cometido que tuviera que desempeñar. ¡Bah! ¿Qué más daba una cosa que otra? Estaba cansada de ir de un sitio para otro sin resultado alguno.
Púsose en pie y miró el reloj. Eran las diez en punto de la mañana. Se hallaba dispuesta para salir. Iría al hotel X y se presentaría a aquel señor. Referencias las tenía buenas. Bastaban los certificados del colegio, estaba segura. Y si no fuera así, recurriría a la patrona, tal vez ella tuviera conocimientos, y en cuanto a responder por ella…
II
No muy alta, pero elegante, bonita y bien vestida, entró en el vestíbulo del hotel con naturalidad y desenvoltura.
Dijo que venía por el anuncio del periódico y la condujeron a una salita.
Perfiló su figura en el umbral con absoluta serenidad, creyendo tal vez que el camino era fácil. Pero una vez más se decepcionó. Allí, en el interior de aquella salita, estaban seis mujeres que, como ella, también deseaban trabajar. Tuvo intención de dar la vuelta, porque creyó, y no sin razón, que la suerte no la favorecía después de encontrarse haciendo el número seis. No la dio, sin embargo. Después de todo, tenía que tener paciencia y amoldarse a aquella vida mezquina que no proporcionaba más que desazones.
Sentóse en una butaca y esperó pacientemente. Todas hablaban entre sí. Ella, ajena a todo, entretúvose en contar las borlas de un cortinón. No deseaba mezclarse en la charla, pero aun así pudo enterarse de la vida íntima de aquellas seis mujeres, bonitas todas, aunque algunas de ellas sin ningún indicio de distinción ni elegancia.
Una doncella uniformada elegantemente abrió la puerta.
—Por favor, que pase la primera — dijo correctamente.
Isabel vio que una muchacha pelirroja se levantaba y desaparecía tras la puerta, que se cerró automáticamente.
Le parecieron siglos el tiempo que tardó en salir y, sin embargo, habían sido sólo escasos minutos.
Una tras otra desaparecieron las seis. Todas se comunicaban sus impresiones.
—Dejé anotadas las señas. Me avisarán mañana.
Era el comentario único. Isabel quedó, por fin, ensimismada. Ya no le importaba entrar allí. Estaba segura de que perdería el tiempo.
Por fin, salió la sexta y la voz correcta de la doncella la invitó a pasar.
Cruzó una lujosa estancia, después otra y, por fin, se vio ante una puerta de caoba tras la cual se hallaba su destino. ¡Su terrible destino!
* * *
Abrióse la puerta y quedó rígida y fría. Sintió que por sus venas corría una oleada de calor. Y