Nunca renunciaré
Por Corín Tellado
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"—No te alteres, Paulino. Ni tú me mires así, mamá. Ni tú, papá, intentes refutarme. Lo tengo decidido. Es posible, eso sí es cierto, que haga un viaje, pero a mi aire y manera, y desde luego con Nico. Por otra parte, tampoco tengo intención de internar a Nico. Eso ya sé yo lo que supone y significa. Nico tendrá un hogar y lo tendrá junto a mí.
—Pero tú estás loca.
—Papá, lo siento. Tendréis que iros ahora mismo. Vuestros amigos ya han desfilado todos por aquí a daros el pésame. Yo no tengo amigos ni Javier tenía demasiados, porque conocía bien de qué pie cojea la sociedad…"
Corín Tellado
Corín Tellado es la autora más vendida en lengua española con 4.000 títulos publicados a lo largo de una carrera literaria de más de 56 años. Ha sido traducida a 27 idiomas y se considera la madre de la novela de amor. Además, bajo el seudónimo de Ada Miller, cuenta con varias novelas eróticas. Es la dama de la novela romántica por excelencia, hace de lo cotidiano una gran aventura en busca del amor, envuelve a sus protagonistas en situaciones de celos, temor y amistad, y consigue que vivan los mismos conflictos que sus lectores.
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Nunca renunciaré - Corín Tellado
CAPITULO PRIMERO
—Bueno, ahora lo esencial es que internes a Nico y tú te dediques a viajar. En cuanto a tu fortuna, tu madre y tu hermano se ocuparán de administrarla. Yo entiendo que es hora de que emprendas un viaje y te diviertas, que bastante hiciste ya de enfermera. Hay que tener en cuenta, digo yo, que sólo tienes veintitrés años y llevas cinco cuidando al enfermo, de modo que…
—Mamá…
—De modo que lo natural es que encuentres un hombre a tu medida y te cases. Pero como es lógico tendrá que ser un hombre tan rico corno tu difunto marido, ¿No es así, Serafín? Mira, mira, tu padre piensa como yo, y tú, Paulino, deja de hacer bolitas y da un consejo a tu hermana. Tú eres un hombre de mundo y sabes bien cómo andan las cosas en la sociedad. Tú, Betty, estuviste demasiado tiempo cerrada en esa jaula de oro y es buena hora de que salgas, te diviertas y como es normal tu hermano…
—Mamá…
—Tu hermano será quien te introduzca en esa sociedad de la cual has salido al casarte. Porque una cosa era ser la esposa de un millonario y otra que ese millonario fuera maniático, viejo y enfermo. De modo que…
—Basta, mamá —cortó Betty sin alterarse—. El cadáver de Javier aún está caliente.
Paulino, que dejaba en aquel momento de hacer bolitas de los hilos que sacaba del encaje que cubría el brazo del sillón, alzó indolentemente los ojos.
—Lo hemos dejado bien cerrado en el panteón familiar —gruñó—. De modo que estará más frío que un carámbano.
—No me gusta que se hable así de una persona con la cual viví cinco años, y si bien no amaba con amor de mujer, sí que apreciaba profundamente con afecto de hija.
—Bueno, dejémonos de discusiones tontas —intervino el padre, que fumaba un gran habano que había pertenecido al muerto—. Le tendrías mucho afecto, pero bien que te hizo la pascua teniéndote cinco años a su lado.
Betty pensó un montón de cosas, pero prefirió no decir ninguna.
Ella era una persona discreta.
Además había aprendido a callar desde siempre.
También sabía decir cuánto pensaba. En aquel momento hubiera sido una estupidez, pues debió decirlo en su día y no precisamente en aquel instante.
—Tu madre tiene toda la razón del mundo —seguía el padre con mucha calma, repantigado en el ancho butacón, que también en su día perteneció al difunto—. Lo primero que debes hacer es meter interno al crío y después tú a vivir, que de administrar tu fortuna nos encargamos tu hermano y yo.
Muy generosos.
Betty decidió fumar un cigarrillo y levantó la tapa de una caja de plata, que al estar vacía le obligó a decir:
—Te has fumado todos los cigarrillos, Paulino.
El aludido se alzó de hombros.
—Alguna cajetilla tendrás por ahí.
Betty se levantó y se dirigió a un mueble, del cual abrió un cajón y extrajo una cajetilla.
La vació en la caja de plata y miró a Paulino serenamente.
—Espero no te los lleves.
Por toda respuesta, Paulino sonrió y asió un cigarrillo, que encendió con mucha calma.
—Yo mismo —seguía diciendo el padre ajeno a lo que decía y hacía su hijo— buscaré un buen internado para Nico. Ya tiene edad para ser internado y procuraré que el colegio elegido esté lo más lejos posible de la ciudad. En Madrid hay colegios estupendos.
—Papá —se atrevió Betty a responder—, no se ha leído aún el testamento de Javier, por tanto ignoras lo que ha decidido con la vida de Nico.
—Bueno, bueno, cuando Javier nos pidió que te casaras con él, nosotros accedimos con la condición de que te hiciera su heredera universal. Lo más que dejaría a Nico sería los estudios y es lo més lógico del mundo. Dado como está la vida, pensamos tu madre, tu hermano y yo que el colegio tampoco debe ser de lo más caro.
Betty los miró a los tres sin pestañear.
Se hallaba sentada junto al ventanal y veía lo que ocurría en el jardín.
Nico andaba corriendo detrás del perro.
Entornando los párpados volvió los ojos hacia su familia.
—Lo siento —cortó con voz tenue pero enérgica—. Lo que decida con respecto a Nico, lo haré yo sola.
—¿Tú sola? —rió el hermano—. ¿Pero cuándo has sabido tú disponer de ti misma, Betty? Papá y yo sabemos perfectamente lo que tú necesitas. Irte, viajar, conocer mundo, hombres, la vida que hay fuera de estas preciosas paredes de yedra.
—Tu hermano tiene toda la razón, Betty. De modo que… Betty se levantó.
* * *
—Ahora necesito descansar —dijo al rato, de cara al ventanal y con los ojos vagando tras la preciosa figura infantil de Nico—. Os agradecería que me dejarais sola.
—Oh, no —saltó la madre—; nos quedamos contigo. En realidad hemos pensado instalarnos aquí…
La vuelta de Betty resultó algo brusca, dado su delicado modo de ser y hacer.
Los miró entre desconcertada y molesta.
Por supuesto que no estaba dispuesta a soportar a su familia.
No es que no les profesara afecto, que sí, poco, pero lo suficiente para respetarlos, pero permitir que se inmiscuyeran en su vida, eso si que no.
Bastante se habían inmiscuido ya durante la enfermedad de su esposo.
Y eso que Javier no les tenía ni una gota de simpatía, pero en su enfermedad lo que menos tenía Javier era ganas de guerra, así que sus padres y su hermano se hicieron poco menos que amos de la casa.
Pero aquello tenía su fin.
Y aquel fin iba a imponerlo ella de la mejor forma posible, procurando no herir a nadie.
Se sentó de nuevo y los miró uno a uno.
La vida actual, pensaba ella, para la juventud era una maravilla. La vida había evolucionado en diez años en España, de tal modo que casi resultaba desconocida. Para ella, en cambio, si bien se sentía joven porque lo era, a veces pensaba que no pertenecía a la época actual, ya que a los dieciocho años su padre fue a buscarla al colegio de monjas y le dijo textualmente: «Vengo a buscarte para casarte, hija.»
Y ella no tuvo fuerza, valor ni valentía para negarse.
De eso se culpaba.
Pero a la sazón las cosas habían cambiado.
Tenía cinco años más y era viuda de un ser tan mayor que podía haber sido casi su abuelo.
Y todo aquello se lo