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El libro de todos los libros
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Libro electrónico535 páginas11 horas

El libro de todos los libros

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Información de este libro electrónico

Una propuesta de enorme envergadura intelectual presentada como la más seductora de las narraciones: Roberto Calasso explora la Biblia y la Torá.

Entre las varias aventuras intelectuales que emprendió a lo largo de su vida el mítico editor Roberto Calasso, tiene especial relevancia su empeño en volver a contar y analizar la cultura universal, en un vasto proyecto a medio camino entre la narración y el ensayo que inició con La ruina de Kasch. Este volumen dedicado al Antiguo Testamento y la Torá es la décima entrega de esa magna obra total.

El autor relata, aportando su mirada singular, historias bíblicas como las de los reyes de Israel —Saúl, David y Salomón— o episodios como los de la reina de Saba o la huida a Egipto. Calasso traza un recorrido que va desde la creación del mundo por Yavé hasta la figura del Mesías. Fiel a su estilo, narra y estudia mitos centrales de nuestra cultura con un impresionante despliegue de erudición.

El libro aborda temas como el pecado original, el mandato divino, la construcción del Templo de Jerusalén, el rito del sacrificio, la idea de pueblo elegido, la Tierra Prometida. Establece comparaciones entre las tradiciones orientales y el universo bíblico y conecta este con el mundo moderno: la mirada de Freud sobre Moisés o el Holocausto. Una propuesta de enorme envergadura intelectual, presentada como la más fascinante de las narraciones.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 nov 2024
ISBN9788433929877
El libro de todos los libros
Autor

Roberto Calasso

Roberto Calasso (Florencia 1941- Milán 2021) fue presidente y director literario de Adelphi, una de las editoriales de mayor prestigio internacional. En Anagrama publicó La ruina de Kasch, Las bodas de Cadmo y Harmonía, Ka, K., El rosa Tiepolo, La Folie Baudelaire, El ardor,La actualidad innombrable y El Cazador Celeste, que forman parte de un vasto y ambicioso work in progress. Estos libros, que pueden leerse de modo independiente y que a la vez conforman una unidad coherente de pensamiento y visión, constituyen una de las obras literarias más importantes de nuestro tiempo. Ratifican, así, el temprano juicio de Leonardo Sciascia: «Sus obras están destinadas a no morir. Calasso es uno de los pocos grandes escritores que tenemos.» Asimismo ha publicado, también en Anagrama, los valiosos ensayos Los cuarenta y nueve escalones, La literatura y los dioses, Cien cartas a un desconocido, La marca del editor y Cómo ordenar una biblioteca.

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    Vista previa del libro

    El libro de todos los libros - Pilar González Rodríguez

    Índice

    PORTADA

    1. LA TORÁ EN EL CIELO

    2. SAÚL Y SAMUEL

    3. DAVID

    4. SALOMÓN

    5. IMPÍAS ALTURAS

    6. LOS QUE SE MARCHARON

    7. MOISÉS

    8. UN ESPECTRO IRREDENTO

    9. LAS PRIMERAS GENERACIONES

    10. EZEQUIEL VE

    11. EN TORNO AL TEMPLO DESTRUIDO

    XII. EL MESÍAS

    FUENTES

    CRÉDITOS

    Así, libro tras libro, el libro de todos los libros podría mostrarnos lo que se nos ha dado para que intentemos entrar en él como en un segundo mundo y ahí nos perdamos, nos iluminemos y nos perfeccionemos.

    GOETHE

    1. LA TORÁ EN EL CIELO

    Novecientas setenta y cuatro generaciones antes de que el mundo fuera creado, fue escrita la Torá. ¿Cómo? Con fuego negro sobre fuego blanco. Era la hija única de Yahvé. El padre quiso que viviera en tierra extranjera. Los ángeles oficiantes le dijeron: «¿Por qué no se queda en el cielo?». Yahvé respondió: «¿Qué os importa a vosotros?». Se acercó a un rey que tomó a su hija como esposa. Yahvé le dijo: «Te he dado a mi única hija. No puedo separarme de ella. Pero ni siquiera puedo decirte que no la tomes, porque es tu esposa. Concédeme tan solo esto, que dondequiera que vayáis haya una habitación para mí».

    En la soledad que precede a la Creación, Yahvé fue asistido solo por su hija. Era la Torá, la Ley, y era la Jojmá, la Sabiduría. Ella era la consejera, pero también trabajaba como artífice: calculaba las medidas, se encargaba de sellar las aguas, trazaba límites de arena, soldaba las junturas de los cielos. Y a veces era el plan desplegado de la Creación. Entonces Yahvé la contemplaba en silencio.

    La Sabiduría fue artífice, fue el plan, fue el instrumento. Pero más a menudo fue la asistente, al lado de Yahvé. Cuando nació, «no existían todavía los abismos». Las aguas todavía no brotaban impetuosas. Y todavía había que colgar y asentar los cielos. Siempre que algo aparecía y se transformaba, «estaba con él, disponiendo todas las cosas», «cum eo eram, cuncta componens», dijo la Sabiduría. Nadie conocería jamás mayor orgullo ni mayor asombro. Mientras el ciclo de las maravillas se acercaba a su fin, la Sabiduría jugaba todo el tiempo en el suelo, siempre delante de Yahvé. Se produjo entonces el momento más feliz de la Creación, un placer ininterrumpido («delectabar per singulos dies»), cuya emanación se transmitió, debilitada y adulterada, a los hijos de los hombres.

    Junto a la Expiación, al Edén, a la Gehena, al trono de la majestad, al Templo, al nombre del Mesías, la Torá fue una de las siete cosas que se crearon antes de que el mundo fuera creado. El Edén, que era un jardín, flotaba en un lugar que precedía al espacio. Y también la Gehena, que era un valle. Su presencia era indispensable, pero no se entendía cómo y dónde podrían situarse antes de que el mundo existiera. A la Torá, en cambio, le era indiferente que el mundo existiera o no. Estaba en el regazo del padre y cantaba con los ángeles oficiantes. Después de cientos de generaciones, algunos de ellos, mirando hacia abajo, vieron a un hombre que escalaba un monte con gran esfuerzo. Sintieron entonces una punzada de nostalgia que anticipaba la pérdida y dijeron al Padre: «¿Por qué quieres entregar esta joya bien guardada a un ser de carne y hueso?». Pero ya era demasiado tarde.

    Que la Torá fuese escrita con fuego negro sobre fuego blanco hacía, según Najmánides, un cabalista de Gerona, que pudiera leerse de dos formas antitéticas: o como una escritura continua, no dividida en palabras –así lo exige la naturaleza del fuego–, o del modo tradicional, es decir, compuesta de preceptos y relatos. En el primer caso, la escritura continua se convertía en una secuencia de nombres. Preceptos y relatos se desvanecían. Pero otros cabalistas de Gerona fueron más lejos. ¿Por qué mantener tal pluralidad de nombres? La Torá completa debía leerse como un solo nombre, el Nombre del Santo. Azriel se apresuró a decir que la descendencia de Esaú, enumerada en Génesis, 36, y que en general se tenía por un paso superfluo, no debía considerarse fundamentalmente distinta del Decálogo. Eran partes individuales de un mismo edificio, igual de indispensables.

    La Sabiduría salió de la boca del Padre en forma de nube. «Como una nube cubrí la tierra.» Antes de que el mundo fuese creado, había levantado su tienda en los cielos y allí esperaba. Llegaba hasta el Padre en la «columna de nube», donde estaba su trono. Tienda y columna de nube: juntas reaparecerían un día, cuando Moisés, ante los estupefactos judíos, se retiró a la «Tienda del Encuentro» e inmediatamente después una columna de nube cubrió la entrada. Así quiso Yahvé hablar con Moisés, «cara a cara, como habla un hombre con su vecino». La Sabiduría, en cambio, pasaba del interior de la tienda al interior de la columna de nube. Fue el primer paso, el comienzo de un viaje incesante. A partir de entonces, la Sabiduría visitó todos los rincones del cosmos. «He recorrido sola el círculo del cielo, / he caminado por las profundidades de los abismos. / En las olas del mar, por toda la tierra, / en cada pueblo, en cada nación me he enriquecido.» La Sabiduría encontraba por todas partes sustancia de la que alimentarse. Pero pensaba siempre en su tienda. Quería encontrar otro lugar donde levantarla. Un día el Padre le hizo una señal. «Y así me establecí en Sion», dijo la Sabiduría concluyendo su relato. En esa misma tierra, un día, el Hijo, que era su hermano, no encontraría «donde reclinar la cabeza».

    2. SAÚL Y SAMUEL

    Saúl aparece buscando unas asnas que se habían extraviado. Había recorrido un largo camino acompañado por un criado de su casa. Pero las asnas no aparecían. Cuando llegaron a Suf, Saúl dijo al sirviente: «Mi padre ya no pensará en las asnas, sino que se preguntará dónde estamos». Caminaron tres días en busca de aquellos animales. Subieron la montaña de Efraín, pasaron por la tierra de Salisá y luego por el país de Saalim. No encontraron los animales. Y se sentían desorientados, sin saber qué camino tomar para la vuelta. Entonces el criado dijo que había oído hablar de un vidente que vivía en Suf. Quizá pudiera ayudarlos. Saúl estaba de acuerdo, pero ya no les quedaba ni un mendrugo de pan en las alforjas ¿Qué podrían ofrecerle al vidente? El criado dijo: «Me he encontrado en las manos un séquel de plata. Podríamos dárselo al vidente y preguntarle el camino». El texto bíblico añade palabras explicativas: «En otros tiempos, en Israel, cuando un hombre iba a consultar a Elohim, se expresaba así: ¡Andando, vamos a ver al vidente!. Al que hoy llaman profeta antes lo llamaban vidente».

    Un grupo de muchachas había salido por la puerta de Suf para sacar agua del pozo. Y así sucedían los encuentros fatales, alrededor de un pozo. Como con Rebeca, como con Raquel, como con Deméter en Eleusis. También esta vez hubo un enjambre de chicas. Vieron a los dos extraños que subían hacia la puerta de la ciudad. «¿Está el vidente aquí?», preguntaron los dos desconocidos. Las jóvenes respondieron al instante: lo hallarían enseguida, pero tenían que darse prisa, porque estaba a punto de salir de la ciudad. Tenéis que reuniros con él, dijeron, «antes de que suba la colina para comer, porque el pueblo no comerá antes de que llegue él. Es él, de hecho, quien bendice el sacrificio, tras lo cual los invitados comen». Poco después, Saúl vio a un hombre que salía de las murallas por la puerta de Suf y le dijo: «Te ruego que me indiques dónde está la casa del vidente». Samuel respondió: «Yo soy el vidente». E invitó a Saúl a que lo siguiera a la colina: «Hoy comeréis conmigo». Y añadió: «En cuanto a las asnas perdidas hace tres días, ya han aparecido». Para un sacerdote como Samuel, la primera obligación era efectuar el sacrificio y repartir las carnes del sacrificio que se comían. Saúl recibió la mejor porción y Samuel dijo: «Aquí tienes lo que se guardó, te lo han puesto delante, ¡come! Lo han apartado para ti, cuando invité al pueblo a la fiesta». La porción es moîra, «destino». El destino de Saúl ya estaba dispuesto, reservado para él. Lo habían esperado.

    Para quien no lo sepa –y no todos lo saben–, las asnas perdidas son las que permitieron el encuentro entre Saúl y Samuel. Si el padre de Saúl no hubiera enviado al hijo a buscarlas, Saúl habría permanecido con su familia, en la tribu más pequeña de Israel. Era un joven apuesto, una cabeza más alto que sus compañeros y no había dado muestra de ninguna vocación particular. Gracias a las asnas perdidas, se vio un día fuera de casa sin conocer el camino de vuelta. Estaba dispuesto a pagar con una moneda de plata a quien se lo mostrara.

    Esta es la situación en la que Yahvé le hizo cruzarse con Samuel. Las asnas perdidas fueron el ardid que hizo posible el encuentro. Y aquellas asnas se recuperarían. No por Saúl, sino –no se sabe cómo– por el propio Samuel, el vidente que haría de Saúl el primer rey de Israel. Yahvé también era alegórico. Las asnas perdidas y halladas simbolizaban también al pueblo que anhelaba un rey pero que no habría sido capaz de elegirlo, si el vidente Samuel no lo hubiese ungido con el aceite que guardaba en un frasco.

    Después de la fiesta sacrificial, regresaron a la ciudad. Samuel hizo preparar un lecho para Saúl en la azotea de su casa. Lo despertó al alba y le dijo: «Levántate, tienes que marcharte». Salieron juntos de la ciudad. Samuel le dijo a Saúl que enviara al criado por delante. Él, en cambio, tenía que esperar. Tenía que oír la palabra de Dios. Samuel sacó un frasco de aceite y lo derramó sobre la cabeza de Saúl. Dijo que Yahvé lo había ungido «como jefe de su pueblo». Estaban solos, poco después del amanecer. Entonces Samuel le dijo a Saúl que se pusiera en camino. Y le mencionó tres episodios que le sucederían. El primero se refería a las asnas perdidas. En Selsaj, cerca de la tumba de Rebeca, dos desconocidos le dirían que las habían encontrado. Así fue. El padre, dijeron, ya no pensaba en ellas, sino que estaba preocupado por su hijo, que no regresaba.

    También los otros episodios anunciados se cumplieron enseguida. Eran las «señales», le había dicho Samuel. A lo que había añadido: en adelante «actuarás siguiendo lo que se te ofrezca». Era una regla poderosa. Las señales se manifestaron y Saúl entendió lo que Samuel le había dicho: «Te transformarás en otro hombre».

    Quienes lo habían conocido antes no se lo creían. ¿Era posible que Saúl, el hijo de Quis, el hermoso, el grande, se comportase ahora como un nabí, un «profeta»? ¿Que bailase y hablase al son de arpas y panderetas? Decían: «Pero ¿qué le ha pasado al hijo de Quis? ¿Es que también anda Saúl entre los profetas?». Así nació un proverbio algo burlón, que todavía se usa: «¿Es que también anda Saúl entre los profetas?».

    Cuando Saúl terminó sus profecías, se encontró con su tío. Parecía que volvía a ser el de siempre. En nada se diferenciaba de cuando se había marchado. Su tío solo quería saber por dónde habían andado Saúl y su criado. «Buscando las asnas», dijo Saúl. «Pero no aparecían –añadió–. Así que fuimos a ver a Samuel.» «¿Y qué te dijo Samuel?», quiso saber el tío. «Que las asnas ya habían aparecido», dijo Saúl. «Pero no le reveló lo que le había dicho Samuel sobre el reino», afirma el texto bíblico.

    Solo Samuel sabía que Saúl era el rey de Israel. Ahora era necesario que lo supieran los demás. Samuel convocó al pueblo en Mispá. Les recordó a todos que habían pedido un rey y que por eso mismo habían rechazado a Yahvé, «el que os salva de todos los males y angustias». Se habían atrevido a decirle: «Debes designar un rey para nosotros». Así pues, presentaos ahora ante Yahvé, añadió Samuel, desabrido.

    Todas las tribus estaban presentes. Lo echaron a suertes, porque aquel era el juicio de Yahvé. Salió la tribu de Benjamín. Ahora debían sortear la familia. Le tocó a la de Matrí. Faltaba sortear un miembro de la familia. Estaban todos alineados. Pero no estaba Saúl. Preguntaron a Yahvé si faltaba alguien. Yahvé dijo: «Está escondido entre los pertrechos». Saúl entonces dio un paso adelante. Era más alto que todos los que tenía alrededor. Samuel dijo: «No hay nadie como él en todo el pueblo». Entonces la multitud aclamó a Saúl. Fue el primer rey de Israel.

    Saúl se escondió entre los bultos, como si fuera Harpo Marx, porque le sobrevino el terror de la elección. Un terror que su pueblo experimentaría más que cualquier otro a lo largo de la historia. Era el terror al azar, a la suerte que podía designarlo un instante después. Pero Saúl sabía que la elección se había cumplido en el instante en que Samuel lo había ungido. Aunque entonces estaban solos. Nadie los había visto. Nadie lo sabía. El azar y el destino estaban a punto de superponerse en él. Abrumadora fusión. No volvería a respirar sin pensar en nada, como cuando caminaba por senderos desconocidos en busca de las asnas de su padre, aburrido, distraído. De vez en cuando cruzaba algunas palabras con su criado. Nada más. Ya nada similar ocurriría en su vida.

    La elección de Saúl como rey de Israel fue muy rápida, un simple sorteo. Sin embargo, el rey se apoyaba en el vacío. Entonces Samuel «dictó al pueblo el derecho del rey». Pero aún no era suficiente. Era necesario escribir el derecho. Así pues, Samuel «lo escribió en el libro que depositó ante Yahvé». Actos convulsos, indispensables. Y todo terminaba en un libro.

    Samuel, el último de los jueces, también fue un sacerdote prototípico y profeta antes de los profetas. Nacido del voto de una madre desesperada por su esterilidad, fue consagrado al oficio sacerdotal antes de nacer. A los doce años oyó la voz de Yahvé y no la reconoció. Estaba durmiendo en la penumbra del templo. Pensó que había oído la voz de Elí, el sumo sacerdote. Corrió hacia él y le dijo: «Aquí estoy». Elí levantó la mirada y dijo: «No he sido yo, vete a la cama». Sucedió dos veces más. Las mismas palabras, los mismos gestos. Era difícil pensar que se tratara de la voz de Yahvé. Eran tiempos en que «la palabra de Yahvé era rara, y no eran frecuentes las visiones». Pero el anciano sacerdote Elí, padre de dos hijos impíos, comprendió que era Yahvé quien había hablado. Entonces le dijo al pequeño Samuel: «Si oyes que te llaman, di: Habla, Yahvé, tu siervo te escucha». En silencio, Samuel se retiró por tercera vez. Entonces sucedió algo que las Escrituras describen de este modo: «Entonces vino Yahvé y se detuvo, llamándolo como las otras veces: ¡Samuel, Samuel!. Y Samuel dijo: Habla, tu siervo te escucha». Yahvé le explicó enseguida que iba a destruir la estirpe de Elí, del sacerdote con quien Samuel se había criado y que le había enseñado todos los aspectos del culto. La ignominia no era suya sino de sus hijos. Atacaban con horcas de tres puntas a cualquiera que se acercase al templo con ofrendas y les arrebataban las mejores piezas, «modales de bandoleros». Y varias veces habían violado a las «mujeres que prestaban servicio a la entrada de la Tienda del Encuentro». Otros decían que simplemente las «seducían con regalos». Elí era viejo y torpe, había ejercido más de cuarenta años como juez de Israel, pero sus palabras fracasaban con sus hijos. Pronto moriría también él, anunció Yahvé. Y sucedió poco tiempo después. Al recibir la noticia de la muerte de sus hijos en una batalla contra los filisteos, Elí cayó de su sitial con un golpe seco. Su enorme cuerpo quedó atravesado en el umbral de la puerta. Murió desnucado.

    Samuel escuchó las palabras de Yahvé. Luego se durmió profundamente, hasta la mañana siguiente. Y entonces, como correspondía a sus tareas diarias, abrió las puertas de la Casa de Yahvé. Solo temía que el anciano Elí le preguntara qué había oído de la voz de Yahvé, tan pronto como se quedaran solos.

    Cuando los ancianos de Israel se le presentaron pidiendo un rey, Samuel no se alegró. Sabía que sus hijos eran unos degenerados, aunque él mismo los había nombrado jueces. Recordaba los horrores de los hijos de Elí, también elegidos por su padre. Pero esto no bastaba para considerar favorablemente la idea de tener un rey. Según Samuel, los judíos no sabían bien lo que era un rey. Un rey es alguien que toma más de lo que da. Y era ese mismo pensamiento el que le había transmitido Yahvé. El pueblo quería un rey porque ya no quería que reinara Yahvé. Y, sin embargo, Yahvé lo había aceptado. Había dicho: «Escucha su voz». Era una especie de abdicación, como había precisado: «No es a ti a quien rechazan, sino a mí, para que ya no reine sobre ellos». Yahvé, por tanto, renunciaba a reinar, incluso sobre aquel minúsculo pueblo. Pero primero quería explicarle a Samuel lo que significaba «el derecho del rey», que no era una buena cosa. Era necesario que el pueblo lo supiese: «Se llevará a vuestras hijas como perfumistas, cocineras, panaderas. Se quedará con vuestros mejores campos, con vuestros viñedos, vuestros olivares, los tomará y se los dará a sus servidores». Más que protegerlos, el rey roba a sus súbditos. Este es el derecho que el pueblo prefirió al de Yahvé. Samuel repitió punto por punto lo que Yahvé le había dicho. Pero no convenció a nadie. Escuchaban a Samuel con impaciencia, porque estaban embelesados por un espejismo. Dijeron que querían ser «como todas las naciones». Todas tenían un rey. ¿Por qué solo Israel no iba a tenerlo? «Nuestro rey nos juzgará e irá en cabeza, combatirá en nuestras batallas.» Eso era lo que querían. Un hombre, visible, tangible, tal vez codicioso, tal vez depredador, pero alguien a quien la gente pudiera seguir. «Él combatirá en nuestras batallas.» Samuel los despidió de inmediato. Dijo que los llamaría cuando encontrara a quien pudiera ser su rey.

    Sucedió entonces algo irreversible en la historia de Israel y en la relación de Yahvé con Israel. Ya no sería un pueblo sacerdotal, guiado por los que administraban la justicia, dirigían los sacrificios y custodiaban el Arca. Sería una nación más entre las otras, con las ventajas y las desventuras, con los placeres y los sufrimientos que se derivan del hecho de ser un reino, donde todo converge en un ser individual: el soberano.

    Samuel, ya anciano, se preguntó si, administrando justicia «todos los días de su vida», había dañado o maltratado a alguien o si alguna vez se había dejado corromper. Todos testificaron en su favor. Pero Samuel también quiso mencionar algunos aspectos esenciales del pasado. Y, para Israel, lo esencial era Egipto. Por ahí empezó. Todos debían tener muy presente que Yahvé había hecho «subir a vuestros padres de Egipto». Y, desde entonces, muchos habían sido «los beneficios que Yahvé os ha prodigado». Samuel enumeró algunos. Pero, como siempre, fue rápido y escueto. Tenía prisa por llegar al punto final: «¡Comprended, pues, y considerad cuán grande es el mal que habéis cometido a ojos de Yahvé al pedirle un rey para vosotros!». Sin embargo, tan solo era rey porque el propio Samuel lo había ungido. Samuel quería reiterar que el rey es malo in se. Querer un rey significaba querer el mal. Yahvé envió truenos y lluvia para confirmar las palabras de Samuel. Desde entonces, la historia de Israel estaría marcada por una sucesión de reyes, como la historia de todos los pueblos de su entorno. Pero siempre quedaría alguien para recordar las palabras de Samuel, que consideraba la realeza una degradación, aunque la hubiera instaurado él con sus propias manos.

    Por un lado Yahvé, por otro su pueblo. Y una y otra vez, algunos hombres que conocían la ley, aplicaban la ley, celebraban los sacrificios. ¿Los Reyes? Una debilidad. Algo que necesitaban los otros. Eso pensaba Samuel, eso se leyó en sus ojos. Pensamientos que siempre acompañaron a los reyes de Israel, como una sombra corrosiva.

    Pero ¿qué podrían haber hecho, si todo se había malogrado tanto?, se preguntaron algunos. Samuel movió la cabeza. No seréis rechazados por esto. Será suficiente con la fidelidad a Yahvé. Agregó: «No os apartéis de esta, porque supondría perseguir cosas sin valor, que nada valen y que no salvan, porque no son nada». Por tanto, todavía se podía hablar de salvación. Todos se sintieron aliviados. Y volvieron a dirigirse a su nuevo rey.

    Yahvé exigía ante todo el distanciamiento, imponía separarse de lo que hacían las naciones, ya fueran Egipto o Canaán. Debía grabarse lo más profundamente posible el surco de la diferencia, aun sabiendo que habría innumerables recaídas en las antiguas costumbres. Por eso fue tan tormentoso instaurar un rey en Israel. Tener un rey significaba adaptarse a los demás. Pero el pueblo judío lo anhelaba. La realeza fue una merma que el sacerdote Samuel concedió muy a su pesar. Y en todo caso la unción habría debido recaer en los sacerdotes, del mismo modo que en la India los chatrias védicos debían ser originados por los brahmanes.

    En los lugares y tiempos más dispares, se ha considerado que la realeza contaba con el favor de los dioses y se la ha tenido por canal necesario hacia ellos. Por eso se la llamó sagrada. No así en Israel. Yahvé la aceptó disgustado, solo porque el pueblo quería ser «como todas las naciones». Y ya durante el primer reinado Yahvé «se había arrepentido de haber hecho a Saúl rey de Israel». Toda la historia posterior de Israel está atravesada por esta grieta, a veces visible, a veces casi imperceptible.

    Nada se ha contado sobre los inicios del reinado de Saúl. Hasta que un día, su hijo Jonatán golpeó a un jefe de los filisteos y lo mató. Se extendió el rumor: «Israel se ha vuelto odioso para los filisteos». Fue el comienzo de una guerra, pero Israel no estaba preparado. «Había quienes se escondían en cuevas, arboledas, rocas, criptas y cisternas.» Saúl esperaba, porque Samuel le había dicho que esperase siete días. Pasaron los días y Samuel no aparecía. Saúl vio que los suyos se dispersaban. Decidió celebrar el holocausto que habría debido celebrar con Samuel. Antes de combatir en una guerra incierta, se ocupó de «dulcificar el rostro de Yahvé».

    Pero de pronto apareció Samuel. Una vez más tenía algo que reprobar. «Te has comportado como un loco», dijo. «No has obedecido la orden que te dio Yahvé, tu Dios, después de instituir tu reinado en Israel para siempre. Y ahora tu reino no resistirá», dijo, y se fue. Nunca había manera de estar de acuerdo con Samuel.

    «Sucedió que el día de la batalla no había espadas ni lanzas en las manos de los que estaban junto a Saúl y Jonatán. Solo había para Saúl y Jonatán, su hijo.» Mientras tanto, una avanzadilla de filisteos marchaba hacia el valle de las Hienas. Jonatán se alejó de su padre sin decirlo, con un joven que le llevaba las armas. Alcanzaron las filas de los filisteos en un desfiladero rocoso. «Aquí están los judíos que salen de los agujeros donde se escondían», dijeron los filisteos que los habían avistado. Entre tanto, Jonatán trepaba por las rocas. Cuando se encontró frente a los enemigos, los derribó uno por uno. Detrás de él, su compañero los remataba. Dejaron unos veinte cadáveres hacinados en un pequeño espacio. La noticia de la masacre desató el pánico en la vanguardia filistea. Muchos judíos que se habían unido a los filisteos retrocedieron, «dieron media vuelta para sumarse a los israelitas que estaban con Saúl y Jonatán».

    Después de aquellos días y «durante todos los días de Saúl», estuvieron en guerra contra los filisteos. Pero había también otro enemigo, de sangre muy cercana, porque descendía de Esaú. De ese pueblo, Yahvé había dicho una vez palabras que habían quedado grabadas a fuego en la memoria: «Acuérdate de lo que te hizo Amalec, en el camino, cuando salíais de Egipto». Por supuesto que lo recordaban: los amalecitas les habían cortado el camino cuando Israel estaba «agotado y exhausto». Muchos de los más maltrechos se quedaron atrás y se perdieron para siempre. Y en esa ocasión los judíos pensaron que los amalecitas querían matarlos a todos, hacer desaparecer aquella caravana de la faz de la tierra.

    Samuel reapareció ante Saúl. Él era el hombre de la memoria. Le recordó a Saúl que era rey solo porque había sido ungido por él. Recordó las palabras de Yahvé sobre Amalec. Y dijo: «Ahora vete, derrotarás a Amalec y decretarás el anatema, ḥerem, sobre todo lo que posee: no tendrás piedad de él y matarás a hombres y mujeres, niños y lactantes, bueyes y carneros, camellos y asnos». Tampoco los asnos debían escapar.

    Saúl desplegó su ejército. Avanzando hacia Amalec, ordenó a los quenitas que se alejaran. Era la única manera de salvarse, les advirtió. Porque nada quedaría indemne. Luego infligió una gran derrota a Amalec y capturó a su rey Agag. Ordenó exterminarlos a todos, «a filo de espada». Solo quedaron vivos el rey y «los mejores animales pequeños y grandes, los cebados y los corderos, todo lo que era bueno». En cambio, los animales más delgados y débiles habían sido exterminados. ¿Qué hacer con los animales supervivientes? Saúl y su pueblo decidieron sacrificar a Yahvé «lo más selecto del anatema». Pensaron que le complacería. Después de todo, el resultado habría sido el mismo: el exterminio no solo de los amalecitas, sino también de sus animales.

    Saúl cometió entonces un error de funestas consecuencias. Debería haber razonado como teólogo o como metafísico. Pero solo era un guerrero. No comprendió la diferencia enorme entre lo que Yahvé le había ordenado y lo que él se proponía hacer. Cuando Saúl estaba sacrificando los animales más hermosos y cebados del botín de Amalec, Samuel reapareció. Saúl se sobresaltó. Samuel se plantó ante Saúl, quien inmediatamente sintió la necesidad de justificarse y dijo: «He cumplido la orden de Yahvé». Pareció que Samuel no hubiera oído esas palabras. Miró a su alrededor con aspecto de preguntarse algo. Dijo: «¿Y qué son esos balidos que vienen a mis oídos y esos mugidos que oigo?». Saúl le explicó que esos animales se habían salvado del exterminio. Y quiso precisar: «Al resto lo hemos exterminado».

    Samuel ya lo sabía, pero había querido escucharlo de la boca de Saúl. Su furia aumentaba. Con obstinación, Samuel recordó que al principio Saúl solo era alguien sin importancia y luego se había convertido en rey por voluntad de Yahvé. ¿Por qué le había desobedecido entonces? ¿Por qué había detenido el exterminio? Saúl, cediendo al antiguo vicio de los reyes, se atrincheró tras el pueblo. Dijo: «He traído conmigo a Agag, rey de Amalec, y he entregado al anatema a Amalec. Pero el pueblo tomó los animales pequeños y grandes del botín, lo más selecto del anatema, para sacrificarlos a Yahvé, a tu Dios, en Guilgal». Samuel le respondió con palabras que se clavaron como una cuña en la sustancia del tiempo: «¿Es que crees que a Yahvé le complacen los holocaustos y los sacrificios tanto como la obediencia a la voz de Yahvé? ¡Advierte que la obediencia vale más que un sacrificio y la docilidad más que la grasa de los carneros!». Luego añadió: «Puesto que has rechazado la palabra de Yahvé, Yahvé te rechaza de la realeza».

    Eran palabras que implicaban repudio. Saúl intentó decir la verdad: «Tuve miedo a la gente y seguí su voz». Quería el perdón, pero Samuel ignoraba el perdón. Ya le había dado la espalda. Saúl se aferró a su manto y se lo arrancó. Samuel le dijo: «Hoy Yahvé te ha arrancado la realeza de Israel». Pero ¿podría Israel quedarse sin rey? Saúl reconoció todas sus faltas y suplicó a Samuel que no lo abandonase ante su pueblo. Sin una palabra, Samuel dio media vuelta y «Saúl se prosternó ante Yahvé».

    Pero la cuestión no había terminado. Samuel dijo: «¡Traedme a Agag, el rey de Amalec!». Agag se adelantó cojeando. Sabía que ya estaba muerto. Solo dijo que para él en la muerte ya no había «amargura». Samuel no perdió la oportunidad de exponer sus razones: «Del mismo modo que tu espada ha privado a algunas mujeres de sus hijos, así tu madre, entre las mujeres, será privada de su hijo». Y a continuación, el viejo Samuel «despedazó a Agag en Guilgal en presencia de Yahvé».

    Solo quedaba separarse. Samuel se fue a Ramá, Saúl volvió a Guibeá. Fue su último encuentro. «Hasta el día de su muerte, Samuel no volvió a ver a Saúl, porque Samuel estaba afligido a causa de Saúl, después de que Yahvé se arrepintiera de haber hecho de Saúl el rey de Israel.»

    En el Deuteronomio leemos: «Acuérdate de lo que te hizo Amalec». Palabras que resonarán durante siglos en los oídos de los judíos, una aciaga advertencia. Pero en ninguna parte aparece escrito: «Acuérdate de lo que hiciste a Amalec». Y no fue poco lo que hizo, puesto que no se salvó ningún ser vivo. En cuanto a Agag, su rey, tuvo el privilegio de ser despedazado por las manos del sacerdote Samuel, que había consagrado al primer rey de Israel.

    Las palabras decisivas contra el sacrificio, las que marcan una cesura con respecto a cualquier época precedente y concepción sacrificial, las dijo Jesús citando a Oseas: «Si supierais lo que significa Misericordia quiero y no sacrificio, jamás habríais condenado a inocentes». Era costumbre de Jesús presentar novedades desconcertantes en forma de añadido muy breve a una cita de las Escrituras. En este caso, ya resultaba sorprendente el hecho de aislar aquellas palabras de Oseas, que prefiguraban un rechazo radical de los sacrificios, como si un mandato de «Misericordia» pudiera sustituir el mandato de los sacrificios. Pero lo que es aún más perturbador son las palabras siguientes, «jamás habríais condenado a inocentes». Nadie se había atrevido nunca a hablar de manera tan directa de la posible inocencia de las víctimas sacrificiales. Sobre todo, asimilando el sacrificio a la condena a muerte de un inocente. Desde la época de Abraham, una víctima, en el mejor de los casos, podía ser salvada. Pero no se planteaba en ningún caso la cuestión de su inocencia. Ello solo podría suceder si el lenguaje jurídico (la condena, la inocencia) se superponía totalmente al lenguaje sagrado (la ofrenda, la inmolación). Y si hubiera llegado a suceder tal cosa, las consecuencias habrían sido incalculables y se habrían propagado en el tiempo en círculos concéntricos, sin fin.

    Es inmensa la distancia entre las palabras que dirigió Samuel a Saúl y las de Oseas, así como entre las palabras de Oseas y las de Jesús. Samuel le dijo a Saúl que prefería el anatema al sacrificio, porque el exterminio se habría producido en obediencia a Yahvé. En ello se advierte ya una forma de socavar el mandato del sacrificio, mostrando que no era necesariamente una acción piadosa. Tanto la pura impiedad como la pura piedad pueden ser formas de esquivar el sacrificio, práctica piadosa-impía, inextricablemente doble. Ya sea Samuel, que condena a muerte incluso a los animales de los enemigos junto con los propios enemigos, y no los acepta como víctimas sacrificiales, ya sea Jesús, que define el sacrificio como una condena incesante de los inocentes, ambos actúan contra el sacrificio desde vertientes opuestas. Y uno y otro, al mismo tiempo, continuaban usando el lenguaje del sacrificio y su liturgia.

    Fue una elección fatal, que reverbera en el tiempo y no ha cesado de actuar, la que hicieron los Setenta cuando tradujeron ḥerem, «exterminio», como anáthēma, «ofrenda votiva». A esto se sumó un equívoco posterior cuando «anatema» adquirió el significado de «maldición» y, para los católicos, el de «excomunión». Pero, si se observan en su conjunto, estas distorsiones y adulteraciones componen una forma. Es el cuadro mismo que enmarca esa parte de historia que había tenido su origen en palabras usadas en Atenas, en Jerusalén y allí donde se mezclaron las dos ciudades, en Alejandría.

    La traducción de ḥerem como anáthēma es incorrecta, pero metafísica. Saca a la luz un embrollo no resuelto, quizá irresoluble. La traducción de los actuales estudiosos bíblicos por interdicto, Verbot o Bann es, en cambio, elusiva y engañosa. El interdicto, el veto, el edicto implican prohibición y exclusión, no la matanza. Mientras que ḥerem es el mandato de llevar a cabo una acción hasta el final, la de exterminar, aniquilar lo que se consagra al ḥerem.

    Diferencia entre el hebreo ḥerem y el griego anáthēma: el anáthēma puede ser el botín de guerra que se deposita en un templo, para ser conservado allí (pero también puede ser el trípode, la corona o el vaso que ha ganado un atleta, así como la ropa que el iniciado llevó durante la iniciación); el ḥerem es el botín de guerra que tiene que ser destruido –cosas y personas–, porque de lo contrario, «sería una trampa para ti». «Anatithénai nunca significaba un rito que concluía con la destrucción del objeto consagrado.»

    Por el contrario, en el ḥerem la destrucción total es el único modo de evitar el peligro de la imitación o de la asimilación gradual. La misma imagen de la trampa aparecía cuando a los judíos se les exigía «no pactar alianzas con el habitante del país donde entres, por miedo a que se convierta en una trampa para vosotros».

    ¿A quién iba dirigida la amenaza del ḥerem? Al enemigo más cercano, parecería. Pero entonces la voz de Isaías precisó: «Porque la ira de Yahvé se dirige contra todas las naciones, / y su furor, contra todos sus ejércitos; / los ha consagrado al exterminio, / los ha destinado a la matanza». Pero no bastaba. La furia divina se volvió también contra el cosmos: «Todo el Ejército de los Cielos se descompondrá. Los cielos se enrollarán como un pergamino». El objetivo del ḥerem es crear el vacío. Solo quedarán, dispersos, algunos animales salvajes. Sobre la tierra «se extenderá la cuerda de la nada / y la plomada del vacío».

    Pero no fue solo Isaías quien se enfureció contra «el Ejército de los Cielos». También Jeremías profetizó que «en ese día», en el último día, las tumbas se abrirán y los huesos de los reyes, así como los de los sacerdotes, los de los falsos profetas y también los de todos los habitantes de Jerusalén, serán expuestos «ante el sol y la luna, / y ante todo el Ejército de los Cielos, / a los que ellos amaron, a los que sirvieron, a los que siguieron / y consultaron, y ante los cuales se postraron». Por última vez, esos huesos serían obligados a mirar al cielo. Y destinados a quedar insepultos, sobre la faz de la tierra, esperando convertirse en abono.

    Los tell, esas elevaciones del terreno que salpican Oriente Medio y que, a veces, brindan asombrosos descubrimientos arqueológicos, se formaron a menudo como cúmulos de ruinas, cubiertas luego por arenas y tierras. Y tal vez algunos se originaron de la observancia de un precepto: «Reunirás todos los despojos en medio de las plazas e incendiarás la ciudad con todo su botín, todo esto para Yahvé, tu Dios; será para siempre un tell, nunca será reconstruido. Y nada del ḥerem quedará pegado a tu mano».

    Todo lo que le sucedía a Saúl era consecuencia de sus culpas. Además del acto de desobediencia por el que había evitado exterminar a los amalecitas, lo angustiaba otro episodio. Al comienzo de su reinado, Saúl «había expulsado del país a los nigromantes y a los adivinos». Medida de un soberano sabio y devoto. Pero luego, tan pronto como los filisteos amenazaron Israel, y después de que Yahvé no se molestara en responderle, «ni por los sueños, ni por el Urim, ni por los profetas», Saúl fue presa del pánico y les dijo a sus criados: «Encontradme una nigromante e iré a consultarla». Evidentemente, algunas se habían quedado, cautelosas y en la clandestinidad. ¿Cómo podía acudir a pedir ayuda a quien había perseguido? Así que decidió disfrazarse y partió hacia Endor, acompañado por dos criados. La bruja le dijo: «Tú sabes lo que les hizo Saúl a todos los nigromantes y adivinos». Y continuó: «¿Por qué me has tendido una trampa para llevarme a la muerte?». Saúl ya ni siquiera tenía fuerzas para fingir. Juró que nada malo le sucedería. Sobria y expeditiva, la bruja le preguntó: «¿A quién tengo que llamar?. Saúl respondió: Llama a Samuel». Entonces la bruja estuvo segura de tener delante a Saúl, ya que nada ocurría en la vida de Saúl sin que Samuel se cerniese sobre cada uno de sus gestos. Saúl era rey y al mismo tiempo vivía aterrorizado. ¿Qué otro podría vivir en tal estado de sometimiento a Samuel? Y enseguida surtió efecto la evocación. Apareció «un anciano con un manto». Saúl se postró.

    El espectro hablaba con la misma aspereza y brusquedad que había usado en vida. Dijo a Saúl: «¿Por qué me molestas haciéndome subir de nuevo?». Saúl respondió que ya no conseguía comunicarse con Yahvé y que los filisteos lo atacaban. «No has escuchado la voz de Yahvé y no aplicaste el ardor de su cólera contra Amalec», tal fue la respuesta de Samuel. Agregó unas cuantas palabras aún más aterradoras: «Yahvé se ha alejado de ti y se ha convertido en tu adversario». Era suficiente. Yahvé no respondería más, pero, al mismo tiempo, tampoco perdonaría a Saúl aquel gesto desesperado de recurrir a una nigromante para encontrar el camino de regreso a él. Hiciese lo que hiciese, Saúl estaba condenado y cabía esperar que su cabeza acabara clavada en el templo de Dagón. Cuando la voz de Samuel se desvaneció, Saúl «se desplomó en tierra cuan largo era, aterrorizado por lo que había dicho Samuel. Además, estaba sin fuerzas porque no había comido nada en todo el día y toda la noche». Por fin, la bruja intervino y dijo: «Tu sierva ha escuchado tu voz: he expuesto mi vida y he oído las palabras que me has dicho. Y ahora dígnate escuchar, también tú, la voz de tu sierva, ¡para que pueda servirte un trozo de pan!». Pero Saúl seguía negándose. Luego se levantó y se tendió en un lecho. En ese momento, la bruja cogió un ternero que tenía en casa y «se apresuró a sacrificarlo». Esta vez Saúl accedió a comer, junto con sus sirvientes. Y esa misma noche se fueron.

    «El espíritu de Yahvé se apartó de Saúl y un espíritu maligno, originado por Yahvé, lo estremeció de miedo.» Yahvé da, Yahvé quita. Siempre eran sus espíritus los que actuaban. Pero esto no reconfortaba a quienes los padecían.

    Saúl vivía la realeza como una condena. Le pesaba la maldición de Samuel, el único a quien debía su investidura. Le pesaba la sensación constante de que un día sería derrocado por David, aquel pastor de cabello leonado llegado de Belén, joven y hermoso, quien, sin embargo, era también el único capaz de ahuyentar el «espíritu maligno» cuando tocaba la cítara. Pero en otros momentos el «espíritu maligno» se dirigía contra David, para matarlo. Sucedió varias veces. Cuando David se atrevió a pedir la mano de su hija Mical, Saúl le ordenó desaparecer inmediatamente. Tenía que ir a luchar contra los filisteos y no reaparecer hasta que se hiciera con cien prepucios de los enemigos. Era una manera de conseguir que lo asesinaran. Otro día le arrojó su lanza, mientras David tocaba la cítara. «Clavaré a David a la pared», había dicho Saúl, pero no lo logró. Sin embargo, llamaba a David «hijo mío». Saul presentía que se encaminaba, paso a paso, hacia un final horrendo. En un solo día tres de sus hijos murieron en la batalla, y Saúl se suicidó atravesándose con su espada, por temor a ser hecho prisionero. Cuando lo encontraron, los filisteos le cortaron la cabeza, depositaron sus armas en el templo de Astarté y colgaron su cabeza en el templo de Dagón. El cuerpo poderoso de Saúl fue fijado en los muros de Betsán. Más tarde, los habitantes de Jabes lo descolgaron, lo quemaron y enterraron sus huesos debajo de un tamarisco.

    Existe también otra versión del suicidio de Saúl. Saúl no se habría quitado la vida por sus propios medios, sino que se lo habría pedido a un amalecita fugitivo que más tarde contó la historia a David y le entregó una diadema y un brazalete de Saúl como prueba de lo que contaba. Es como si Saúl hubiera llevado a cabo el ḥerem por delegación, ejecutándolo sobre sí mismo y permitiendo sobrevivir a un amalecita, que contaría la historia. De cerrar la obra se ocuparía David, que haría asesinar a aquel último amalecita que se había atrevido a «levantar la mano para quitar la vida al ungido de Yahvé». Aunque hubiese sido el mismo ungido de Yahvé quien se lo había pedido.

    Cuando Saúl ordenó a David que fuese a combatir a los filisteos, David sabía que aquellas palabras equivalían a una sentencia de muerte. Pero no lo traslució. Y se alejó con sus hombres. Saúl no lo volvió a ver hasta el día en que David se le presentó con doscientos prepucios de filisteos. David había querido exagerar para que fuera evidente cuán grande era su amor por Mical. En una imponente bandeja estaban colocados aquellos jirones de carne desgarrada. Saúl se mostró torvo. Un delirio tenebroso se había apoderado de él hacía tiempo. Había soñado que en esa bandeja se le presentaría la cabeza del propio David. «La mano de los filisteos, la mano de los filisteos...», le habían oído murmurar a menudo. Anhelaba que aquella mano cortase algún día la cabeza de David, tal como David había cortado la de Goliat.

    Los elegidos nunca son los que solo acumulan méritos. Si así fuera, el mundo sería una interminable y tediosa lección moral. Con su obsesiva concentración en lo que implica ser elegido, la Biblia desprende una altísima tensión novelesca. El elegido es el que hace avanzar las historias, y la historia. Pero esto no garantiza que los elegidos hagan siempre el bien ni tampoco que se alíen entre ellos. Saúl y David fueron elegidos, pero Saúl intentó durante mucho tiempo y de varias maneras matar a David. Y al mismo tiempo se sentía irresistiblemente atraído por él.

    Desde el principio, Saúl había mirado a David como a un intruso. No veía claro dónde situar a aquel jovencísimo pastor pelirrojo entre sus hombres, que ya estaban dispuestos en círculos concéntricos a su alrededor, como en cualquier corte. David estaba aislado en una envoltura invisible, gracias a la oculta protección de Samuel. Y, sobre todo, se percibía algo alarmante en él, que nadie se atrevía a nombrar. David no estaba solo. Era ya un linaje.

    También David había amado a Saúl, que había intentado matarlo. Y había amado a su hijo Jonatán, quien amaba a David «como a sí mismo». Cuando padre e hijo murieron el mismo día, combatiendo, David los lloró a ambos y compuso un lamento fúnebre que es uno de los primeros textos poéticos hebreos. Los llamó «amables y queridos, / nunca separados ni en la vida y ni en la muerte». Pero solo de Jonatán dijo: «Tu amor fue para mí más maravilloso / que el amor de las mujeres».

    Entre David y Saúl, y entre sus hijos, nunca estaba claro si prevalecía el amor o el odio. Saúl hacía tiempo que había muerto y David a duras penas había sobrevivido a su hijo Absalón, que había tratado de derrocarlo. Cuando los gabaonitas declararon que todavía esperaban vengarse de Saúl y de su casa, David quiso complacerlos enseguida, porque quería tenerlos como aliados. Mandó capturar a los siete hijos de Saúl y entregarlos a los gabaonitas «que los ahorcaron en la montaña, delante de Yahvé».

    Sin embargo, cuando David supo que Rizpah, concubina de Saúl y madre de dos de sus hijos, estaba preocupada por cubrir los cuerpos de los siete ahorcados, para que las aves de rapiña y los animales nocturnos no los despedazaran, quiso reunir sus huesos con los de su padre Saúl y los de Jonatán. Fue él mismo quien llevó todos aquellos restos al país de Benjamín y los depositó en la tumba del padre de Saúl, Quis, que un día había ordenado a su hijo que partiera en busca de las asnas perdidas.

    3. DAVID

    Samuel seguía afligiéndose cuando pensaba en Saúl, que había perdido la realeza. Pero Yahvé lo sacó de su aflicción. Le dijo que llenara su cuerno con aceite para la unción y que partiera hacia Belén, a la casa de Jesé. «He elegido un rey de entre sus hijos», agregó Yahvé.

    Samuel era escrupuloso.

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