20 Cuentos
20 Cuentos
20 Cuentos
Hubo una vez una princesa increíblemente rica, bella y sabia. Cansada de
pretendientes falsos que se acercaban a ella para conseguir sus riquezas, hizo
publicar que se casaría con quien le llevase el regalo más valioso, tierno y sincero
a la vez. El palacio se llenó de flores y regalos de todos los tipos y colores, de
cartas de amor incomparables y de poetas enamorados. Y entre todos aquellos
regalos magníficos, descubrió una piedra; una simple y sucia piedra. Intrigada,
hizo llamar a quien se la había regalado. A pesar de su curiosidad, mostró estar
muy ofendida cuando apareció el joven, y este se explicó diciendo:
Y como con la piedra, su fuego deshizo la dura corteza del corazón del joven, que
tal y como había prometido, resultó ser tan tierno y justo que hizo feliz a la
princesa hasta el fin de sus días
El cohete de papel.
Había una vez un niño cuya mayor ilusión era tener un cohete y dispararlo hacia la
luna, pero tenía tan poco dinero que no podía comprar ninguno. Un día, junto a la
acera descubrió la caja de uno de sus cohetes favoritos, pero al abrirla descubrió
que sólo contenía un pequeño cohete de papel averiado, resultado de un error en
la fábrica.
El niño se apenó mucho, pero pensando que por fin tenía un cohete, comenzó a
preparar un escenario para lanzarlo. Durante muchos días recogió papeles de
todas las formas y colores, y se dedicó con toda su alma a dibujar, recortar, pegar
y colorear todas las estrellas y planetas para crear un espacio de papel. Fue un
trabajo dificilísimo, pero el resultado final fue tan magnífico que la pared de su
habitación parecía una ventana abierta al espacio sideral.
Desde entonces el niño disfrutaba cada día jugando con su cohete de papel, hasta
que un compañero visitó su habitación y al ver aquel espectacular escenario, le
propuso cambiárselo por un cohete auténtico que tenía en casa. Aquello casi le
volvió loco de alegría, y aceptó el cambio encantado.
Desde entonces, cada día, al jugar con su cohete nuevo, el niño echaba de menos
su cohete de papel, con su escenario y sus planetas, porque realmente disfrutaba
mucho más jugando con su viejo cohete. Entonces se dio cuenta de que se sentía
mucho mejor cuando jugaba con aquellos juguetes que él mismo había construido
con esfuerzo e ilusión.
Y así, aquel niño empezó a construir él mismo todos sus juguetes, y cuando
creció, se convirtió en el mejor juguetero del mundo.
El elefante fotógrafo.
Había una vez un elefante que quería ser fotógrafo. Sus amigos se reían cada vez
que le oían decir aquello:
- Qué tontería - decían unos- ¡no hay cámaras de fotos para elefantes!
- Qué pérdida de tiempo -decían los otros- si aquí no hay nada que fotografíar...
Pero el elefante seguía con su ilusión, y poco a poco fue reuniendo trastos y
aparatos con los que fabricar una gran cámara de fotos. Tuvo que hacerlo
prácticamente todo: desde un botón que se pulsara con la trompa, hasta un
objetivo del tamaño del ojo de un elefante, y finalmente un montón de hierros para
poder colgarse la cámara sobre la cabeza.
Así que una vez acabada, pudo hacer sus primeras fotos, pero su cámara para
elefantes era tan grandota y extraña que paracecía una gran y ridícula máscara, y
muchos se reían tanto al verle aparecer, que el elefante comenzó a pensar en
abandonar su sueño.. Para más desgracia, parecían tener razón los que decían
que no había nada que fotografiar en aquel lugar...
Pero no fue así. Resultó que la pinta del elefante con su cámara era tan divertida,
que nadie podía dejar de reir al verle, y usando un montón de buen humor, el
elefante consiguió divertidísimas e increíbles fotos de todos los animales, siempre
alegres y contentos, ¡incluso del malhumorado rino!; de esta forma se convirtió en
el fotógrafo oficial de la sabana, y de todas partes acudían los animales para
sacarse una sonriente foto para el pasaporte al zoo.
Los juguetes ordenados.
Érase una vez un niño que cambió de casa y al llegar a su nueva habitación vió
que estaba llena de juguetes, cuentos, libros, lápices... todos perfectamente
ordenados. Ese día jugó todo lo que quiso, pero se acostó sin haberlos recogido.
En el cráter de un antiguo volcán, situado en lo alto del único monte de una región
perdida en las selvas tropicales, habitaba el último grupo de grandes dinosaurios
feroces. Durante miles y miles de años, sobrevivieron a los cambios de la tierra y
ahora, liderados por el gran Ferocitaurus, planeaban salir de su escondite para
volver a dominarla.
Ferocitaurus era un temible tiranosaurus rex que había decidido que llevaban
demasiado tiempo aislados, así que durante algunos años se unieron para trabajar
y derribar las paredes del gran cráter. Y cuando lo consiguieron, todos prepararon
cuidadosamente sus garras y sus dientes para volver a atermorizar al mundo.
Pero según se acercaron al pueblecito, las casas se fueron haciendo más y más
grandes, y más y más.... y cuando las alcanzaron, resultó que eran muchísimo
más grandes que los propios dinosaurios, y un niño que pasaba por allí dijo:
"¡papá, papá, he encontrado unos dinosaurios en miniatura! ¿puedo
quedármelos?".
Así las cosas, el temible Ferocitaurus y sus amigos terminaron siendo las
mascotas de los niños del pueblo, y al comprobar que millones de años de
evolución en el cráter habían convertido a su especie en dinosaurios enanos,
aprendieron que nada dura para siempre, y que siempre hay estar dispuesto a
adaptarse. Y eso sí, todos demostraron ser unas excelentes y divertidas
mascotas.
Un papá muy duro.
Ramón era el tipo duro del colegio porque su papá era un tipo duro. Si alguien se
atrevía a desobedecerle, se llevaba una buena.
Hasta que llegó Víctor. Nadie diría que Víctor o su padre tuvieran pinta de duros: eran
delgaduchos y sin músculo. Pero eso dijo Víctor cuando Ramón fue a asustarle.
- Hola niño nuevo. Que sepas que aquí quien manda soy yo, que soy el tipo más duro.
- Puede que seas tú quien manda, pero aquí el tipo más duro soy yo.
Así fue como Víctor se ganó su primera paliza. La segunda llegó el día que Ramón
quería robarle el bocadillo a una niña.
- Esta niña es amiga del tipo más duro del colegio, que soy yo, y no te dará su
bocadillo - fue lo último que dijo Víctor antes de empezar a recibir golpes.
Y la tercera paliza llegó cuando fue él mismo quien no quiso darle el bocadillo.
- Los tipos duros como mi padre y yo no robamos ¿y tú quieres ser un tipo duro? -
había sido su respuesta.
Víctor seguía llevándose golpes con frecuencia, pero nunca volvía la cara. Su valentía
para defender a aquellos más débiles comenzó a impresionar al resto de compañeros,
y pronto se convirtió en un niño admirado. Comenzó a ir siempre acompañado por
muchos amigos, de forma que Ramón cada vez tenía menos oportunidades de pegar
a Víctor o a otros niños, y cada vez menos niños tenían miedo de Ramón.
Aparecieron nuevos niños y niñas valientes que copiaban la actitud de Víctor, y el
patio del recreo se convirtió en un lugar mejor.
Un día, a la salida, el gigantesco papá de Ramón le preguntó quién era Víctor.
- ¿Y este delgaducho es el tipo duro que hace que ya no seas quien manda en el
patio? ¡Eres un inútil! ¡Te voy a dar yo para que te enteres de lo que es un tipo duro!
No era la primera vez que Ramón iba a recibir una paliza, pero sí la primera que
estaba por allí el papá de Víctor para impedirla.
- Los tipos duros como nosotros no pegamos a los niños, ¿verdad? - dijo el papá de
Víctor, poniéndose en medio. El papá de Ramón pensó en atizarle, pero observó que
aquel hombrecillo delgado estaba muy seguro de lo que decía, y que varias familias
estaban allí para ponerse de su lado. Además, después de todo, tenía razón, no
parecía que pegar a los niños fuera propio de tipos duros.
Fue entonces cuando el papá de Ramón comprendió por qué Víctor decía que su
padre era un tipo duro: estaba dispuesto a aguantar con valentía todo lo malo que le
pudiera ocurrir por defender lo que era correcto. Él también quería ser así de duro, de
modo que aquel día estuvieron charlando toda la tarde y se despidieron como amigos,
habiendo aprendido que los tipos duros lo son sobre todo por dentro, porque de ahí
surge su fuerza para aguantar y luchar contra las injusticias.
Y así, gracias a un chico que no parecía muy duro, Ramón y su papá, y muchos otros,
terminaron por llenar el colegio de tipos duros, pero de los de verdad: esos capaces
de aguantar lo que sea para defender lo que está bien.
El gran lío del pulpo.
Había una vez un pulpo tímido y silencioso, que casi siempre andaba solitario porque
aunque quería tener muchos amigos, era un poco vergonzoso. Un día, el pulpo estaba
tratando de atrapar una ostra muy escurridiza, y cuando quiso darse cuenta, se había
hecho un enorme lío con sus tentáculos, y no podía moverse. Trató de librarse con
todas sus fuerzas, pero fue imposible, así que tuvo que terminar pidiendo ayuda a los
peces que pasaban, a pesar de la enorme vergüenza que le daba que le vieran hecho
un nudo.
Muchos pasaron sin hacerle caso, excepto un pececillo muy gentil y simpático que se
ofreció para ayudarle a deshacer todo aquel lío de tentáculos y ventosas. El pulpo se
sintió aliviadísimo cuando se pudo soltar, pero era tan tímido que no se atrevió a
quedarse hablando con el pececillo para ser su amigo, así que simplemente le dió las
gracias y se alejó de allí rápidamente; y luego se pasó toda la noche pensando que
había perdido una estupenda oportunidad de haberse hecho amigo de aquel pececillo
tan amable.
Un par de días después, estaba el pulpo descansando entre unas rocas, cuando notó
que todos nadaban apresurados. Miró un poco más lejos y vio un enorme pez que
había acudido a comer a aquella zona. Y ya iba corriendo a esconderse, cuando vio
que el horrible pez ¡estaba persiguiendo precisamente al pececillo que le había
ayudado!. El pececillo necesitaba ayuda urgente, pero el pez grande era tan peligroso
que nadie se atrevía a acercarse. Entonces el pulpo, recordando lo que el pececillo
había hecho por él, sintió que tenía que ayudarle como fuera, y sin pensarlo ni un
momento, se lanzó como un rayo, se plantó delante del gigantesco pez, y antes de
que éste pudiera salir de su asombro, soltó el chorro de tinta más grande de su vida,
agarró al pececillo, y corrió a esconderse entre las rocas. Todo pasó tan rápido, que el
pez grande no tuvo tiempo de reaccionar, pero enseguida se recuperó. Y ya se
disponía a buscar al pulpo y al pez para zampárselos, cuando notó un picor terrible en
las agallas, primero, luego en las aletas, y finalmente en el resto del cuerpo: y resultó
que era un pez artista que adoraba los colores, y la oscura tinta del pulpo ¡¡le dió una
alergia terrible!!
Así que el pez gigante se largó de allí envuelto en picores, y en cuanto se fue, todos lo
peces acudieron a felicitar al pulpo por ser tan valiente. Entonces el pececillo les contó
que él había ayudado al pulpo unos días antes, pero que nunca había conocido a
nadie tan agradecido que llegara a hacer algo tan peligroso. Al oir esto, los demás
peces del lugar descubrieron lo genial que era aquel pulpito tímido, y no había
habitante de aquellas rocas que no quisiera ser amigo de un pulpo tan valiente y
agradecido.
El hada fea.
Había una vez una aprendiz de hada madrina, mágica y maravillosa, la más lista y
amable de las hadas. Pero era también una hada muy fea, y por mucho que se
esforzaba en mostrar sus muchas cualidades, parecía que todos estaban empeñados
en que lo más importante de una hada tenía que ser su belleza. En la escuela de
hadas no le hacían caso, y cada vez que volaba a una misión para ayudar a un niño o
cualquier otra persona en apuros, antes de poder abrir la boca, ya la estaban chillando
y gritando:
Aunque pequeña, su magia era muy poderosa, y más de una vez había pensado
hacer un encantamiento para volverse bella; pero luego pensaba en lo que le contaba
su mamá de pequeña:
- tu eres como eres, con cada uno de tus granos y tus arrugas; y seguro que es así
por alguna razón especial...
Pero un día, las brujas del país vecino arrasaron el país, haciendo prisioneras a todas
las hadas y magos. Nuestra hada, poco antes de ser atacada, hechizó sus propios
vestidos, y ayudada por su fea cara, se hizo pasar por bruja. Así, pudo seguirlas hasta
su guarida, y una vez allí, con su magia preparó una gran fiesta para todas,
adornando la cueva con murciélagos, sapos y arañas, y música de lobos aullando.
Durante la fiesta, corrió a liberar a todas las hadas y magos, que con un gran hechizo
consiguieron encerrar a todas las brujas en la montaña durante los siguientes 100
años.
Y durante esos 100 años, y muchos más, todos recordaron la valentía y la inteligencia
del hada fea. Nunca más se volvió a considerar en aquel país la fealdad una
desgracia, y cada vez que nacía alguien feo, todos se llenaban de alegría sabiendo
que tendría grandes cosas por hacer.
El pingüino y el canguro.
Había una vez un canguro que era un auténtico campeón de las carreras, pero al que
el éxito había vuelto vanidoso, burlón y antipático. La principal víctima de sus burlas
era un pequeño pingüino, al que su andar lento y torpón impedía siquiera acabar las
carreras.
Pero cuando llegaron a la cima, todos callaron. La cima de la montaña era un cráter
que había rellenado un gran lago. Entonces el zorro dio la señal de salida diciendo:
"La carrera es cruzar hasta el otro lado". El pingüino, emocionado, corrió torpemente a
la orilla, pero una vez en el agua, su velocidad era insuperable, y ganó con una gran
diferencia, mientras el canguro apenas consiguió llegar a la otra orilla, lloroso,
humillado y medio ahogado. Y aunque parecía que el pingüino le esperaba para
devolverle las burlas, este había aprendido de su sufrimiento, y en lugar de
devolvérselas, se ofreció a enseñarle a nadar.
Aquel día todos se divirtieron de lo lindo jugando en el lago. Pero el que más lo hizo
fue el zorro, que con su ingenio había conseguido bajarle los humos al vanidoso
canguro.
Los malos vecinos.
Había una vez un hombre que salió un día de su casa para ir al trabajo, y justo al
pasar por delante de la puerta de la casa de su vecino, sin darse cuenta se le cayó un
papel importante. Su vecino, que miraba por la ventana en ese momento, vio caer el
papel, y pensó:
Pero en vez de decirle nada, planeó su venganza, y por la noche vació su papelera
junto a la puerta del primer vecino. Este estaba mirando por la ventana en ese
momento y cuando recogió los papeles encontró aquel papel tan importante que había
perdido y que le había supuesto un problemón aquel día. Estaba roto en mil pedazos,
y pensó que su vecino no sólo se lo había robado, sino que además lo había roto y
tirado en la puerta de su casa. Pero no quiso decirle nada, y se puso a preparar su
venganza. Esa noche llamó a una granja para hacer un pedido de diez cerdos y cien
patos, y pidió que los llevaran a la dirección de su vecino, que al día siguiente tuvo un
buen problema para tratar de librarse de los animales y sus malos olores. Pero éste,
como estaba seguro de que aquello era idea de su vecino, en cuanto se deshizo de
los cerdos comenzó a planear su venganza.
Y así, uno y otro siguieron fastidiándose mutuamente, cada vez más exageradamente,
y de aquel simple papelito en la puerta llegaron a llamar a una banda de música, o
una sirena de bomberos, a estrellar un camión contra la tapia, lanzar una lluvia de
piedras contra los cristales, disparar un cañón del ejército y finalmente, una bomba-
terremoto que derrumbó las casas de los dos vecinos...
Y así fue, hablando, como aquellos dos vecinos terminaron siendo amigos, lo que les
fue de gran ayuda para recuperarse de sus heridas y reconstruir sus maltrechas
casas.
Eduardo y el dragón.
Eduardo era el caballero más joven del reino. Aún era un niño, pero era tan valiente e
inteligente, que sin haber llegado a luchar con ninguno, había derrotado a todos sus
enemigos. Un día, mientras caminaba por las montañas, encontró una pequeña
cueva, y al adentrarse en ella descubrió que era gigantesca, y que en su interior había
un impresionante castillo, tan grande, que pensó que la montaña era de mentira, y
sólo se trataba de un escondite para el castillo.
Al acercarse, Eduardo oyó algunas voces. Sin dudarlo, saltó los muros del castillo y se
acercó al lugar del que procedían las voces.
-¿hay alguien ahí?- preguntó.
- ¡Socorro! ¡ayúdanos! -respondieron desde dentro-llevamos años encerrados aquí
sirviendo al dragón del castillo.
¿Dragón?, pensó Eduardo, justo antes de que una enorme llamarada estuviera a
punto de quemarle vivo. Entonces, Eduardo dio media vuelta muy tranquilamente, y
dirigiéndose al terrible dragón que tenía enfrente, dijo:
- Está bien, dragón. Te perdono por lo que acabas de hacer. Seguro que no sabías
que era yo
El dragón se quedó muy sorprendido con aquellas palabras. No esperaba que nadie
se le opusiera, y menos con tanto descaro.
- ¡Prepárate para luchar, enano!, ¡me da igual quien seas! -- rugió el dragón.
- Espera un momento. Está claro que no sabes quién soy yo. ¡Soy el guardián de la
Gran Espada de Cristal!.-siguió Eduardo, que antes de luchar era capaz de inventar
cualquier cosa- Ya sabes que esta espada ha acabado con decenas de ogros y
dragones, y que si la desenvaino volará directamente a tu cuello para darte muerte.
Al dragón no le sonaba tal espada, pero se asustó. No le gustaba nada aquello de que
le pudieran cortar el cuello. Eduardo siguió hablando.
- De todos modos, quiero darte una oportunidad de luchar contra mí. Viajaremos al
otro lado del mundo. Allí hay una montaña nevada, y sobre su cima, una gran torre.
En lo alto de la torre, hay una jaula de oro donde un mago hizo esta espada, y allí la
espada pierde todo su poder. Estaré allí, pero sólo esperaré durante 5 días
Y al decir eso, Eduardo levantó una nube de polvo y desapareció. El dragón pensó
que había hecho magia, pero sólo se había escondido entre unos matorrales. Y el
dragón, deseando luchar con aquel temible caballero, salío volando rápidamente
hacia el otro lado del mundo, en un viaje que duraba más de un mes.
Cuando estuvo seguro de que el dragón estaba lejos, Eduardo salió de su escondite,
entró al castillo y liberó a todos los allí encerrados. Algunos llevaban desaparecidos
muchísimos años, y al regresar todos celebraron el gran ingenio de Eduardo.
¿Y el dragón? ¿Pues os podéis creer que en el otro lado del mundo era verdad que
había una montaña nevada, con una gran torre en la cima, y en lo alto una jaula de
oro? Pues sí, y el dragón se metió en la jaula y no pudo salir, y allí sigue, esperando
que alguien ingenioso vaya a rescatarle...
Chocolate y felicidad
Hace tanto tiempo que ya nadie se acuerda de que hubo una época en la que cada niño
vivía con un duendecillo de la felicidad que lo acompañaba desde el día de su nacimiento.
Los duendecillos se alimentaban de la alegría de los niños, y por eso eran expertos
inventores de juguetes y magníficos artistas capaces de provocar las mejores sonrisas.
Con el paso de los años, los duendes mejoraron sus inventos y espectáculos, pero la
alegría que conseguían era cada vez más breve. Por más que hicieran, los niños se
volvían gruñones y exigentes cada vez más temprano. Todo les parecía poco y siempre
querían más. Y ante la escasez de felicidad, los duendes comenzaron a pasar hambre.
Pero cuando pensaban que todo estaba perdido, apareció la pequeña Elsa. Elsa había
sido una niña muy triste, pero de pronto se convirtió en las más poderosa fuente de
alegría. Ella sola bastaba para alimentar cientos de duendes. Pero cuando quisieron
felicitar a su duende, el pequeño Flop, no lo encontraron por ningún sitio. Por más que
buscaron no hubo suerte, y cuando lo dieron por muerto, decidieron sustituirlo por Pin, el
mejor duende de todos.
Pin descubrió enseguida que Elsa era diferente. Ella no disfrutaba mucho con los regalos
y maravillas de su duende. Regalaba a otros niños la mayoría de juguetes que recibía de
Pin, y nunca dejaba que su duende actuase solo para ella. Vamos, que parecía que su
propia alegría le importaba mucho menos que la de los demás niños y a Pin le
preocupaba que con esa actitud se pudiera ir gastando toda su energía.
Una noche, mientras Pin descansaba en su cama de duende, sintió algo extraño bajo el
colchón, y al levantarlo descubrió la ropa de Flop, cubierta de chocolate dorado. Como
todos los duendes, Pin conocía las leyendas sobre el chocolate dorado, pero pensaba que
eran mentira. Ahora, viendo que podían ser ciertas, Pin corrió hacia la cama en que
dormía Elsa y miró a través de sus ojos. ¡Allí estaba Flop, regordete de tanta felicidad! Pin
sabía que desde dentro Flop no podía verle, pero volvió a su cama feliz por haber
encontrado a su amigo, y por haber descubierto el secreto de la felicidad de Elsa: Flop la
había convertido desde dentro en un duendecillo de la felicidad, y ahora que estaba tan
ocupada haciendo felices a otros se había convertido en una niña verdaderamente feliz.
Los días siguientes Pin investigó cuanto pudo sobre el chocolate dorado para enseñar a
los demás duendes cómo hacer el mismo viaje. Bastaba con elegir un niño triste, posarse
en su mano mientras dormía, darle un fuerte abrazo, y desear ayudarlo con todas sus
fuerzas.
Así fue como Pin se convirtió en un bombón dorado. Y a la mañana siguiente aquel niño
triste se lo comió. Aunque sabía que no le dolería, pasó muchísimo miedo, al menos hasta
que le tocó la lengua, porque a partir de ese momento sintió las cosquillas más salvajes y
rió y rió y rió… hasta que estalló de risa. Y entonces apareció en el alma de aquel niño
triste, dispuesto a convertirlo en un auténtico duendecillo de la felicidad ayudando a otros
a ser más felices.
Los demás duendes no tardaron en imitar a Pin y a Flop, y pronto cada niño tuvo en su
interior un duendecillo de la felicidad. El mismo que aún hoy nos habla todos los días para
decirnos que para ser verdaderamente felices hay que olvidarse un poco de las propias
diversiones y hacer algo más por los demás.
El extraño profe que no quería a sus alumnos
Había una vez un ladrón malvado que, huyendo de la policía, llegó a un pequeño pueblo
llamado Sodavlamaruc, donde escondió lo robado y se hizo pasar por el nuevo maestro y
comenzó a dar clases con el nombre de Don Pepo.
Como era un tipo malvado, gritaba muchísimo y siempre estaba de mal humor. Castigaba
a los niños constantemente y se notaba que no los quería ni un poquito. Al terminar las
clases, sus alumnos salían siempre corriendo. Hasta que un día Pablito, uno de los más
pequeños, en lugar de salir se le quedó mirando en silencio. Entonces acercó una silla y
se puso en pie sobre ella. El maestro se acercó para gritarle pero, en cuanto lo tuvo a tiro,
Pablito saltó a su cuello y le dio un gran abrazo. Luego le dio un beso y huyó corriendo,
sin que al malvado le diera tiempo a recuperarse de la sorpresa.
A partir de aquel día, Pablito aprovechaba cualquier despiste para darle un abrazo por
sorpresa y salir corriendo antes de que le pudiera pillar. Al principio el malvado maestro se
molestaba mucho, pero luego empezó a parecerle gracioso. Y un día que pudo atraparlo,
le preguntó por qué lo hacía:
- Creo que usted es tan malo porque nunca le han querido. Y yo voy a quererle para que
se cure, aunque no le guste.
El maestro hizo como que se enfadaba, pero en el fondo le gustaba que el niño le quisiera
tanto. Cada vez se dejaba abrazar más fácilmente y se le notaba menos gruñón. Hasta
que un día, al ver que uno de los niños llevaba varios días muy triste y desanimado,
decidió alegrarle el día dándole él mismo un fuerte abrazo.
Y todos le abrazaban y lo celebraban. Don Pepo estaba tan sorprendido como contento.
Don Pepo no podía creérselo. Todos en el pueblo sabían desde el principio que era un
ladrón y habían estado intentado ayudarle a hacerse bueno. Así que decidió quedarse allí
a vivir, para ayudar a otros a darle la vuelta a sus vidas malvadas, como habían hecho
con la suya. Y así, dándole la vuelta, entendió por fin el rarísimo nombre de aquel pueblo
tan especial, y pensó que estaba muy bien puesto.
Un hueco en el belén
Simón era un pequeña figurita de plástico para poner en cualquier esquina de un belén
navideño. Había nacido en una gran fábrica en china y ni siquiera estaba muy bien
pintado, así que siempre le tocaba estar lejos del portal, rellenando cualquier hueco o
dejándose mordisquear por los niños de la casa. Pero quería mucho al Niño, quien todos
los días le miraba y sonría desde el pesebre. Él solo soñaba con que algún año le
colocaran cerca del portal… Una noche, poco antes de Navidad, María hizo llamar a todo
el mundo.
- Necesitamos vuestra ayuda. Está a punto de empezar una gran guerra y Jesusito ha
tenido que irse para tratar de evitarla. Alguien tiene que sustituirle hasta que vuelva.
- Yo lo haré - dijo un precioso angelito-. No creo que sea difícil hacer de bebé.
El angelito ocupó su puesto en el pesebre, así que otro angelito tuvo que ocupar el lugar
que dejó vacío. A ese otro angelito lo sustituyó un pastorcillo… y así muchas figuritas
tuvieron que cambiar sus puestos. Con los cambios, Simón terminó haciendo de pastor,
mucho más cerca del portal de lo que le había tocado nunca.
Pero no salió bien. El angelito era precioso y lloraba como un bebé, pero se notaba
muchísimo que no era el Niño. José tuvo que pedirle que se marchara y buscaron otro
sustituto. Nuevamente las figuritas cambiaron sus puestos y Simón terminó aún más
cerca del portal.
El nuevo sustituto tampoco supo imitar al Niño. Y tampoco ninguno de los muchos otros
que siguieron probando durante toda la noche. Con los cambios, Simón llegó a estar
bastante cerca del portal. Emocionado, ayudaba en todo lo que podía: cepillaba los
animales, limpiaba el establo, llevaba el agua, charlaba con los ancianos, cantaba con los
angelitos... Lo hizo tan bien que, cuando por fin encontraron un buen sustituto, María y
José le dejaron quedarse por allí cerca.
Era la más feliz figurita del mundo y solo una cosa le intrigaba: había ido por agua cuando
eligieron al sustituto y no había visto quién era. Siempre que miraba estaba cubierto por
las sábanas y, como nadie echaba de menos al verdadero Niño, Simón tenía la esperanza
de que fuera el mismo Jesús quien había vuelto. Un día no pudo más y, aprovechando
que era temprano y todos dormían, miró bajo las sábanas…
Cuando sacó la cabeza una enorme lágrima rodaba por su mejilla. María le miraba
dulcemente.
- No está…
- Lo sé - dijo María-. No hay nadie. El sustituto de Jesús no está en la cuna. Eres tú,
Simón.
- Pero si yo solo soy una figurita mal hecha…
- ¡No estarás tan mal hecha cuando has conseguido que nadie se dé cuenta de que no
estaba! Mira, Simón, tú has hecho lo que mejor se le da a Jesús: querer a todos tanto que
se sientan verdaderamente especiales ¿Verdad que lo sentías cuando Él te miraba cada
día? Y los demás lo sienten gracias a ti.
Simón sonrió. - Jesús me ha pedido que sigas guardándole el secreto. Sigue buscando
sustitutos como tú en cada pequeño rincón del mundo, para convertirlo en un lugar mejor
¿Querrías seguir siendo el niño invisible de este nacimiento? ¡Por supuesto que quería! Y
así fue cómo Simón se unió a la inmensa lista de gente que, como querría Jesús,
celebran la Navidad haciendo que su pequeño mundo sea un poco mejor.
Un agujerito en la luna.
Cuenta una antigua leyenda que en una época de gran calor la gran montaña nevada
perdió su manto de nieve, y con él toda su alegría. Sus riachuelos se secaban, sus pinos
se morían, y la montaña se cubrió de una triste roca gris. La Luna, entonces siempre llena
y brillante, quiso ayudar a su buena amiga. Y como tenía mucho corazón pero muy poco
cerebro, no se le ocurrió otra cosa que hacer un agujero en su base y soplar suave, para
que una pequeña parte del mágico polvo blanco que le daba su brillo cayera sobre la
montaña en forma de nieve suave.
Una vez abierto, nadie alcanzaba a tapar ese agujero. Pero a la Luna no le importó.
Siguió soplando y, tras varias noches vaciándose, perdió todo su polvo blanco. Sin él
estaba tan vacía que parecía invisible, y las noches se volvieron completamente oscuras y
tristes. La montaña, apenada, quiso devolver la nieve a su amiga. Pero, como era
imposible hacer que nevase hacia arriba, se incendió por dentro hasta convertirse en un
volcán. Su fuego transformó la nieve en un denso humo blanco que subió hasta la luna,
rellenándola un poquito cada noche, hasta que esta se volvió a ver completamente
redonda y brillante. Pero cuando la nieve se acabó, y con ella el humo, el agujero seguía
abierto en la Luna, obligada de nuevo a compartir su magia hasta vaciarse por completo.
Todos los superniños se habían reunido con urgencia: la galaxia vecina necesitaba que
eligieran al mejor para enviarlo a luchar contra los malos. Pero estaba resultando difícil.
- Para acabar con los malos hay que verlos a través de las paredes, y pillarles en ese
momento- decían los niños con supervisión.
- Nada de eso. Solo yendo rápido se puede conseguir que los malos no escapen -
respondían los que tenían supervelocidad.
- Siempre escapan volando. Sin volar no se puede ser el mejor súper - decían los que
volaban.
- Nada de eso sirve sin fuerza- respondían los superforzudos.
… y así siguió la discusión por mucho tiempo. Hasta que apareció el niño supersabio
acompañado por otro niño muy normalito. Era pequeño, delgaducho, y además no llevaba
ningún traje especial.
- Este superniño resolverá el problema - dijo muy seguro.
- ¿Sí? Eso no hay quien se lo crea ¿Qué poderes tiene? ¿Es fuerte? ¿Es rápido? ¿Tiene
armas secretas? ¿Pero cómo va a luchar contra los malos? - preguntaban un poco
enfadados.
- Pues no sé qué hace - respondió supersabio- pero funciona.
Todos protestaron, pensando que era una broma, y la discusión prosiguió entre gritos.
Pero algún extraño poder debía tener aquel niño. Porque unas horas más tarde los
superniños ya no discutían y celebraban entre aplausos que se habían puesto de acuerdo
para enviar al niño a la galaxia vecina.
En la galaxia vecina lo recibieron extrañados: nunca habían visto un superniño con tan
pocos poderes. Además, se pasó semanas sin atrapar un solo malo. Entonces decidieron
expulsarlo, pero acudió tanta gente a despedirlo que los jefes pensaron que algo raro
pasaba. Llamaron a las cárceles, donde les contaron que estaban casi vacías. La policía
explicó que casi no había delitos, y por eso no había detenciones.
El superpoder secreto había vuelto a funcionar. Quedaban tan pocos malvados, que la
Liga de los Villanos Incorregibles secuestró al niño para averiguar de dónde salían sus
poderes.
- Yo no tengo ningún poder- dijo el niño.- Solo intento que la gente esté mejor: ayudo
cuanto puedo, comparto mis cosas, perdono rápido, sonrío siempre…
Mientras hablaba con los villanos estuvo haciendo malabares, repartiendo golosinas y
abrazos, contando chistes, curando heridas, preparando la cena, ayudando aquí y allá…
Los villanos se sentían tan a gusto con aquel niño que ninguno de ellos se acordó de salir
a hacer el mal… Pronto todos empezaron a comprender en qué consistía el increíble
superpoder de aquel niño tan normalito.
Y así siguió el niño: cambiando el mundo sin atrapar ningún malvado. Le bastaba con
ayudarlos a sentirse mejor para que dejaran de querer ser malos. Su secreto funcionaba
tan bien que los demás superniños terminaron olvidándose de sus otros poderes para
aprender a usar ese nuevo poder tan especial.
Por eso los niños ya no tenéis superpoderes ¿Qué falta os hacen, si tenéis el más valioso
de todos? Vosotros podéis alegrar el día a cualquiera.
Eso sí. No dejéis de usarlo ¡La galaxia os necesita!
Una paz casi imposible.
Gigantes y dragones eran enemigos desde siempre. Pero habían aprendido mucho. Ya no
eran tan tontos de montar guerras con terribles batallas en las que morían miles de ellos.
Ahora lo arreglaban cada año jugando partidas de bolos. Un gigante contra un dragón.
Quien perdía se convertía en esclavo del ganador. Si un dragón ganaba tendría un
musculoso gigante para todas las tareas pesadas. Si lo hacía el gigante, tendría vuelos y
fuego gratis para todo un año.
Así habían evitado las muertes, pero cada vez se odiaban más. Cada año los ganadores
eran más crueles con los perdedores, para vengarse por las veces que habían perdido.
Llegó un momento en que ya no querían ganar su partida de bolos. Lo que querían era no
perderla.
Y el que más miedo tenía era el gigante Yonk, el mejor jugador de bolos. Nunca había
perdido. Muchos dragones habían sido sus esclavos, y se morían de ganas por verle
perder y poder vengarse. Por eso Yonk tenía tanto miedo de perder. Especialmente desde
la partida del último año, cuando falló la primera tirada de su vida. Y decidió cambiar algo.
Al año siguiente volvió a ganar. Cuando llegó a su casa con su dragón esclavo este
esperaba el peor de los tratos, pero Yonk le hizo una propuesta muy diferente.
- Este año no serás mi esclavo. Solo jugaremos a los bolos y te enseñaré todos mis
secretos. Pero debes prometerme una cosa: cuando ganes tu partida el año que viene, no
maltratarás a tu gigante. Harás lo mismo que estoy haciendo yo contigo.
El dragón aceptó encantado. Yonk cumplió su promesa: pasó el año sin volar ni
calentarse. También cumplió el dragón, y desde entonces ambos hicieron lo mismo cada
año. La idea de Yonk se extendió tanto que en unos pocos años ya eran muchos los
gigantes y dragones que se pasaban el día jugando a los bolos, olvidándose de las luchas
y los malos tratos, tratándose más como compañeros de juegos que como enemigos.
Mucho tiempo después Yonk perdió su primera partida. Pero para entonces ya no tenía
miedo de perder, porque había sido él quien, renunciando a esclavizar a sus dragones,
había terminado con su odio, sembrando la primera semilla de aquella paz casi imposible
entre gigantes y dragones.
Mario era un niño bueno, pero tan impaciente e impulsivo que pegaba a sus compañeros
casi todos los días. Laura, su maestra, decidió entonces pedir ayuda al tío Perico, un brujo
un poco loco que le entregó un frasco vacío.
- Toma esta poción mágica que ni se ve, ni se huele. Dásela al niño en las manos como si
fuera una cremita, y dejará de pegar puñetazos.
La maestra regresó pensando que su locuelo tío le estaba gastando una broma, pero por
si acaso frotó las manos de Mario con aquella crema invisible. Luego esperó un rato, pero
no pasó nada, y se sintió un poco tonta por haberse dejado engañar.
Mario salió a jugar, pero un minuto después se le oía llorar como si lo estuvieran matando.
Cuando llegó la maestra nadie le estaba haciendo nada. Solo lo miraban con la boca
abierta porque… ¡Le faltaba una mano!
- ¡Ha desaparecido! ¡Qué chuli! ¡Haz ese truco otra vez! - decía Lola.
Pero Mario no había hecho ningún truco, y estaba tan furioso que trató de golpear a la
niña. Al hacerlo, la mano que le quedaba también desapareció.
Laura se llevó corriendo a Mario y le explicó lo que había ocurrido, y cómo sus manos
habían desaparecido por usarlas para pegar. A Mario le dio tanta vergüenza, que se puso
un jersey de mangas larguísimas para que nadie se diera cuenta, y ya no se lo volvió a
quitar. Entonces fueron a ver al tío Perico para que deshiciera el hechizo, pero este no
sabía.
- Nunca pensé darle la vuelta. No sé, puede que el primo Lucas sepa cómo hacerlo…
¡Qué horror! El primo Lucas estaba aún más loco que Perico, y además vivía muy lejos.
La maestra debía empezar el viaje cuanto antes.
- Voy a buscar ayuda, pero tardaré en volver. Mientras, intenta ver si recuperas tus manos
aguantando sin pegar a nadie.
Y Laura salió a toda prisa, pero no consiguió nada, porque esa misma noche unas manos
voladoras -seguramente las del propio Mario- se la llevaron tan lejos que tardaría meses
en encontrar el camino de vuelta.
Así que Mario se quedó solo, esperando a alguien que no volvería. Esperó días y días, y
en todo ese tiempo aguantó sin pegar a nadie, pero no recuperó sus manos. Siempre con
su jersey de largas mangas, terminó por acostumbrarse y olvidarse de que no tenía
manos porque, al haber dejado de pegar a los demás niños, todos estaban mucho más
alegres y lo trataban mejor. Además, como él mismo se sentía más alegre, decidió ayudar
a los otros niños a no pegar, de forma que cada vez que veía que alguien estaba
perdiendo la paciencia, se acercaba y le daba un abrazo o le dejaba alguno de sus
juguetes. Así llegó a ser el niño más querido del lugar.
Con cada abrazo y cada gesto amable, las manos de Mario volvieron a crecer bajo las
mangas de su jersey sin que se diera cuenta. Solo lo descubrió el día que por fin regresó
Laura, a quien recibió con el mayor de sus abrazos. Entonces pudo quitarse el jersey,
encantado por volver a tener manos, pero más aún por ser tan querido por todos. Tan feliz
le hacía tanto cariño que, desde aquel día, y ante el asombro de su maestra, lo primero
que hacía cada mañana era untarse las manos con la crema mágica, para asegurarse de
que nunca más las volvería a utilizar para pegar a nadie.
Una vuelta al cole para valientes.
El curso estaba apunto de comenzar, y Cony la conejita estaba asustada porque ese año
iría a una escuela nueva. Tanto, que el día de antes cavó una profunda madriguera y se
encerró en ella.
- Yo no salgo de aquí. Seguro que hay animales malos en el nuevo cole. Y maestros que
asustan. Así que llamaron a la tía Eleonora, su madrina. Ella siempre sabía qué hacer.
- No te preocupes, Cony. Te llevaré a varios colegios para elijas aquel en el que la gente
te parezca más amable.
Convencida la conejita, a la mañana siguiente visitaron una escuela con una pinta
espantosa. Tanto, que junto a la puerta había un vendedor de púas de erizo en llamas,
tufo de mofeta y cuernos de toro.
- No entres ahí sin estas armas -dijo el vendedor-. Podría pasarte cualquier cosa.
Cony compró de todo y entró con mucho cuidado. Efectivamente, ahí no había nadie
amable. Ni siquiera los cervatillos ni los koalas. Nadie le decía nada y Cony sentía que
todos la miraban esperando el momento de atacarla. En toda la visita no tuvo ni un
segundo de tranquilidad.
- ¡Qué escuela tan horrible, tía! - dijo cuando salieron.- Espero que la de mañana sea
mejor.
Sin embargo, la cosa no parecía mejor en la segunda escuela. Otro vendedor vendía
productos para protegerse. Le recomendó los dientes amenazantes y el caparazón
guardaespaldas, y Cony se los puso y entró a la escuela esperando lo peor…
Pero nada más entrar un pequeño erizo se acercó a saludarla y se mostró muy simpático.
Al poco un mono llegó sonriendo y le dio un gran abrazo. Así fue recorriendo la escuela
rodeada de animales encantadores.
Pero Cony era muy lista, y pronto descubrió algo raro.
- Tía. Este lugar se parece mucho a la escuela que visitamos ayer. Y a alguno de estos
animales ya lo he visto antes… Creo que todo esto es una trampa, ¡se hacen los
simpáticos para atacarnos!- Pero qué lista eres, sobrina - dijo Eleonora- no hay forma de
engañarte. Pero no es ninguna trampa… mírate en ese espejo.
La conejita fue a mirarse. Los dientes amenazantes que había comprado no daban ningún
miedo. Al contrario, parecía que Cony tenía una grandísima sonrisa. Además, detrás de
su caparazón había un mensaje que decía “Me encantan los abrazos” y un pulgar hacia
arriba. La verdad es que tenía un aspecto adorable.
- Mira ahora la foto que te hice ayer- siguió su tía, mostrándole la pinta que tenía con sus
púas de erizo encendidas, su cara seria y su cuerno de toro.
- Vaya. Dan ganas de salir corriendo solo de verme - dijo Cony.
- Y eso es lo que pasó, cariño. Ayer no fueron amables porque tú no parecías nada
amable. Pero hoy, esos mismos niños están encantados de estar y jugar contigo porque
pareces mucho más simpática…
Cony entendió enseguida la trampa de su tía, y fue corriendo a ver al vendedor de la
puerta, que no era otro que su papá disfrazado. Le dio un gran beso y le dijo: - Gracias,
papá, ya no tengo miedo de ir al cole. Ahora sé que yo misma puedo ayudar a que todos
sean mucho más amables conmigo. Eso sí, por si acaso, guardó en un bolsillo sus dientes
amenazantes, por si algún día le costaba un poco más sonreír.
A gritos con los mosquitos.
La casa de los señores Gri Tonzio era una casa de locos. La mamá, la señora Bocca Gri
Tonzio, era incapaz de pedir algo sin alzar la voz. Pero sus gritos parecían susurros al
lado de los de su hija, la pequeña Chilla Gri Tonzio: la gente decía que había hecho huir a
todas las cucarachas y bichos del pueblo con un único chillido. No creo que estuvieran
exagerando, porque la verdad es que nadie podía descansar hasta que la niña se dormía:
todo lo pedía a gritos. Y luego estaba el papá, don Cayo Gri Tonzio, un magnífico inventor
chiflado que no había inventado nada en años. Normal; con tanto ruido, no podía
concentrarse.
Por eso tuvo que inventar los mosquizampa: unos increíbles mosquitos modificados
genéticamente para comerse los gritos. Funcionaban tan bien, que nadie se enteró el día
que los inventó: se tragaron todos sus gritos de alegría, y fue como si no hubiera pasado
nada. Eso sí, los gritos están hechos de aire y alimentan poco, así que los mosquizampa
no tardaron es escaparse en busca de comida. Pero no tuvieron que viajar mucho, porque
en la planta de abajo encontraron a Bocca y Chilla, y solo con los gritos de la madre y la
niña tenían para ponerse gordos como moscas. Se pegaban por comerse sus gritos casi
antes de que salieran de sus bocas, así que durante días nadie les oyó decir una sola
palabra. La gente solo las veía rodeadas por una nube de mosquitos, y haciendo como
que gritaban furiosas.
- Pobrecitas - pensaban- al final se han quedado sin voz.
- Pues es un descanso para todos. No hay quien aguante su forma de decir las cosas.
Pero sus gargantas estaban perfectas. La propia Chilla lo descubrió cuando comenzó a
quedarse sin fuerzas después de varios días sin comer. Nadie sabía que tenía hambre,
porque pedía la comida con gritos tan brutales que los mosquizampa que los probaban se
morían del empacho.
- Tengo hambre - dijo muy bajito, ya casi sin fuerzas.
- Vaya, ¡qué voz tan bonita tienes! - dijo la vecina, mientras le hacía un bocadillo - nunca
te había oído hablar.
Aliviada, Chilla descubrió que, cuando hablaba más bajo, las palabras salían perfectas de
su boca, la gente admiraba su bella voz y todos la trataban de una forma mucho más
amable. Y es que, hasta ese día, la gente solo le hacía caso de mala gana para que se
callara. Cuando se lo contó a su mamá, esta también dejó de gritar, y ambas
comprobaron felices que la vida podía ser más alegre y tranquila. Incluso el señor Cayo
Gri Tonzio, gracias a aquella nueva calma, pudo comenzar una increíble colección de
inventos que llegó a ser famosa en todo el mundo.
¿Y los mosquizampa? Bueno, cuando Chilla y Bocca dejaron sus gritos, adelgazaron
hasta hacerse casi invisibles. A punto estuvieron de morir de hambre, pero pronto
descubrieron que el mundo está lleno de gente gritona y nunca les faltará comida. Eso sí,
espero que vosotros seáis listos y no sean vuestros gritos los que los alimenten…