Otros Cuentos Extraños
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La noticia llegó al principio como una leyenda, un rumor. De Asia penetró a los
centros de cultura occidentales, y decía que en Sikkhim, al Sur del Himalaya, unos
penitentes totalmente incultos y semibárbaros, los llamados gosaines, habían hecho un
descubrimiento realmente fabuloso.
Aunque los diarios anglo-hindúes publicaron el rumor, parecían estar peor
informados que los rusos, pero los entendidos no se extrañaban de ello, pues es sabido que
Sikkhim elude con asco a todo lo inglés.
Ese sería, sin duda, el motivo por qué el misterioso descubrimiento llegase a Europa
dando rodeo a través de San Petersburgo-Berlín.
A los círculos científicos de Berlín por poco les dio el baile de San Vito al serles
presentados los fenómenos.
La gran sala, destinada exclusivamente a conferencias científicas, estuvo totalmente
llena.
En el centro, sobre un estrado, estaban los dos experimentadores hindúes: el gosain
Deb Shumsher Dshung, con la cara hundida, cubierta de sagrada ceniza blanca, y el moreno
brahmán Radshendralamitra, sólo identificable como tal por el delgado cordel de algodón
que le colgaba sobre la mitad izquierda del pecho.
Desde el techo de la sala pendían de alambres, a la altura de un hombre, matraces
químicos de vidrio en los que podían verse huellas de un polvo blancuzco,
presumiblemente yoduros, según explicaba el intérprete.
Entre el silencio del auditorio el gosain se acercó a uno de los matraces, ató una
delgada cadenilla de oro al cuello del recipiente y enlazó los extremos alrededor de las
sienes del brahmán. Después se puso detrás de aquél, lanzó los brazos y murmuró los
mantrams, fórmulas mágicas, de su secta.
Las dos ascéticas figuras parecían estatuas, con esa inmovilidad que sólo se
encuentra en los arios asiáticos cuando se entregan a sus meditaciones religiosas.
Los negros ojos del brahmán miraban fijamente al «matraz. La multitud estaba
como hechizada.
Muchos tuvieron que cerrar los ojos o mirar a otra parte para no desmayarse. La
visión de tales figuras petrificadas tiene algo de hipnótico, y más de uno preguntó en un
susurro a su vecino si no le parecía a él también que la cara del brahmán se desvanecía a
veces, como envuelta en niebla.
Esta impresión, sin embargo, la producía tan sólo el aspecto del signo sagrado del
Tilak sobre la oscura piel del hindú, una gran U blanca, que todo fiel lleva en la frente, el
pecho y los brazos, como símbolo de Vichnú, el sostenedor.
De súbito brilló en el matraz de vidrio una chispa que hizo explotar la pólvora. Un
instante: humo, después apareció en el frasco un paisaje indio de indescriptible belleza. ¡El
brahmán había proyectado sus pensamientos!
Era el Tadj-Mahal de Agrá, aquel castillo encantado del Gran Mogol Aurungzeb,
donde éste hizo encerrar a su padre hace cientos de años.
La construcción de la cúpula, de un blanco azulenco como nieve cristalina —con
esbeltos alminares a los lados—, de un esplendor que obliga al hombre a ponerse de
rodillas, se reflejaba en una infinita vía de agua reluciente, entre cipreses mecidos por el
ensueño.
Una imagen que despierta una oscura nostalgia de campiñas olvidadas en el hondo
sueño de la transmigración de las almas.
***
Dos días más tarde hubo otra presentación de los aparatos —esta vez semipopular—
en otra metrópoli europea.
De nuevo la tensión del público, el aliento suspendido y las mismas exclamaciones
de admiración, cuando, bajo la influencia del brahmán, apareció la imagen de la extraña
fortaleza tibetana Taklakot.
De nuevo siguieron las proyecciones del pensamiento de los notables de la ciudad
que, más o menos, no decían nada.
Los médicos sonreían con superioridad, pero esta vez fueron inconmovibles en su
negativa de trasegar su imaginación a la botella.
Cuando, finalmente, se acercó un grupo de oficiales de la milicia, todo el mundo les
hizo sitio respetuosamente. ¡Vaya, es natural!
—Qué te parece, Gustavín, si pensaras algo —dijo un teniente, con peinado de raya,
engominado, a su compañero.
—No, hombre, con todos estos civiles por aquí…
—Pero, caballeros, uno de ustedes… —les conminó, irritado, el mayor.
Un capitán salió al frente:
—A ver, usted, intérprete, ¿se puede pensar algo ideal? ¡Me gustaría pensar algo
ideal!
—¿Y qué será, mi capitán? («A ver, a ver, lo que piensa la fuerza armada», gritó uno
de la multitud.)
—Bueno —dijo el capitán—; pues nada, que voy a pensar en las disposiciones del
nuevo código de honor. ¡Esto es!
—Ejem —el intérprete se sobaba la barbilla—. Ejem, yo, ejem, yo pienso, mi
capitán, ejem, que las botellas, ejem, no sean tal vez lo bastante resistentes para esto.
Un teniente primero se abrió paso:
—Entonces, déjeme a mí, compañero.
—Sí, sí, que vaya Kátchmatchek —gritaron todos—. Es un pensador de primera.
El teniente primero se anudó la cadenilla alrededor del cráneo.
—Por favor —el intérprete, turbado, le alcanzó un paño—, por favor…, es que la
gomina actúa como aislante.
Deb Shumsher Dshung, el gosain, con su taparrabo rojo y la cara embadurnada de
blanco, se puso detrás del oficial. Parecía aún más lúgubre que en Berlín.
Después levantó los brazos.
Cinco minutos…
Diez minutos…, nada.
El gosain apretó los dientes con el esfuerzo. Gotas de sudor le corrían por la cara.
¡Ahora! Por fin. La pólvora, ciertamente, no hizo explosión, pero una esfera de
color negro terciopelo, del tamaño de una manzana, flotaba libremente dentro del frasco.
—Este chisme no sirve para nada —se disculpó, con una risa forzada, el oficial, y
descendió del estrado.
La multitud bramaba de risa.
El estupefacto brahmán tomó el frasco. ¡Ahí va! Apenas lo miró cuando la esfera
que flotaba adentro tocó la pared de vidrio. Esta saltó al instante, y los cascos, cual atraídos
por un imán, volaron hacia la esfera para desaparecer en ella sin dejar rastro.
Ahora el cuerpo redondo de color negro terciopelo flotaba libremente, inmóvil, en el
espacio.
Propiamente dicho, la cosa no parecía en absoluto una esfera, y daba, más bien la
impresión de un agujero. Y, en realidad, no era otra cosa que un agujero.
Era la «nada» absoluta, matemática.
Lo que ocurrió después no fue sino el fenómeno necesariamente consecuente de esa
«nada». Toda cosa colindante con esa «nada» se precipitaba inexorablemente adentro, para
convertirse a su vez en «nada», es decir, desaparecer sin dejar rastro.
Efectivamente se produjo en seguida un fuerte zumbido, que cobraba una violencia
cada vez mayor, ya que el aire de la sala era absorbido por la esfera. Trozos de papel,
guantes, velos de señora, todo lo arrastraba consigo en la succión.
Y cuando uno de los militares pinchó la misteriosa esfera con su sable, la hoja
desapareció como si se hubiese fundido.
—Esto pasa de castaño oscuro —exclamó el mayor, a la vista de ello—. Esto no lo
puedo tolerar. Vámonos, señores, vámonos. Por favor.
—¿Y qué es lo que has pensado, Kátchmatchek? —preguntaron los caballeros al
abandonar la sala.
—¿Quién, yo? Bueno…, lo que uno puede pensar así…
***
La multitud, que no sabía explicarse el fenómeno y sólo oía el terrorífico zumbido
que crecía sin cesar, se apretujaba, asustada, junto a las puertas.
Los únicos que se quedaron fueron los dos hindúes.
—Todo el universo que Brahma creara, que Vichnú sostiene y Siva destruye, se
precipitará, poco a poco, en esta esfera —dijo, solemnemente, Radshendralamitra—. ¡Es la
maldición de haber ido a los países del Occidente, hermano!
***
—¿Qué importa? —murmuró el gosain—. Una vez hemos de llegar todos al reino
negativo del ser.
ENFERMO
La sala de espera del sanatorio estaba concurrida, como siempre; todo el mundo
permanecía quieto, esperando a la salud.
La gente no se hablaba por temor de oír la historia de la enfermedad del otro, o
dudas acerca del tratamiento.
Todo era indeciblemente desolado y aburrido, y las insulsas sentencias y máximas,
fijadas en letras negras de brillo sobre cartulinas blancas, obraban como un emético.
Junto a una mesa, enfrente de mí, estaba sentado un chico, al que yo miraba sin
cesar, pues de otro modo tendría que colocar la cabeza en una postura aun más incómoda.
Vestido con mal gusto parecía infinitamente estúpido, con su frente baja. En sus
bocamangas y pantalones puso la madre adornos de encaje blancos.
***
Sobre el camino de la pagoda azul brilla caluroso el sol indio — caluroso el sol
indio.
La gente canta en el templo y cubre a Buda con flores blancas, y los sacerdotes
rezan solemnemente: om maní padme hum; om maní padme hum.
El camino desierto y abandonado: hoy es día de fiesta.
Las largas gramíneas de kusha formaron una espaldera en los prados junto al
camino de la pagoda azul — al camino de la pagoda azul. Las flores todas esperaban al
milpiés que vivía más allá, en la corteza de la venerable higuera.
La higuera era el barrio más distinguido.
«Soy la venerable —había dicho de sí misma— y con mis hojas pueden hacerse
taparrabos — pueden hacerse taparrabos».
Pero el gran sapo, que siempre estaba sentado en la piedra, la despreciaba por estar
arraigada, y los taparrabos tampoco le importaban gran cosa. Y en cuanto al milpiés, lo
odiaba. No podía devorarlo, porque era muy duro y tenía un jugo venenoso — jugo
venenoso.
—Por eso lo odiaba — lo odiaba.
Quería destruirlo y hacerlo desdichado, y durante toda la noche estuvo celebrando
consultas con los espíritus de los sapos muertos.
Desde el amanecer estaba sentado en la piedra y esperaba y daba a veces golpecitos
con la pata trasera — golpecitos con la pata trasera.
De vez en cuando escupía sobre las gramíneas de kusha.
Todo estaba silencioso: las flores, los escarabajos y las gramíneas. Y el vasto, vasto
cielo. Pues era un día de fiesta.
Sólo las ranas en la charca —las impías— cantaban canciones sacrílegas:
Me cisco en la flor de loto,
Me cisco en mi vida.
Me cisco en mi vida,
Me cisco en mi vida…
En eso algo brilló en la corteza de la higuera y corrió, reluciente, tronco abajo, como
una sarta de perlas negras. Se volvió coquetamente, levantó la cabeza y jugueteó danzando
en la luz fulgurante del sol.
El milpiés — el milpiés.
La higuera batió las hojas de pura fruición, y las gramíneas de kusha susurraron
extasiadas — susurraron extasiadas.
El milpiés corrió hacia la piedra grande: ahí estaba su pista de baile, un claro
arenoso — claro arenoso.
Y dio vueltas y más vueltas en círculos y haciendo ochos, que todo el mundo cerró
deslumbrado los ojos — cerró deslumbrado los ojos.
En esto dio el sapo, la señal y por detrás de la piedra avanzó su hijo mayor, y con
una profunda reverencia le entregó al milpiés un escrito de su padre. El milpiés tomólo con
el pie número 37 y preguntó a la gramínea de kusha si estaba debidamente sellado.
—Somos ciertamente la gramínea más antigua de la tierra, pero esto no lo sabemos:
las leyes cambian cada año; sólo el Indra lo sabrá — sólo el Indra lo sabrá.
Entonces mandaron llamar a la naja y ésta leyó la carta en voz alta:
A Su Excelencia, el señor Milpiés:
Soy sólo algo mojado, resbaladizo y despreciado en la tierra, y mi desove es poco
estimado entre las plantas y los animales. No brillo ni reluzco. Sólo tengo cuatro patas —
sólo cuatro patas — y no mil, como tú — no mil, como tú. ¡Oh Venerable! — ¡A ti
nemeskar, a ti nemeskar!
—A él nemeskar, a él nemeskar —secundaron con embeleso las rosas silvestres de
Schiras el saludo persa — el saludo persa.
Pero hay sabiduría en mi cabeza y profundos conocimientos — profundos
conocimientos. — Conozco las gramíneas, tan numerosas, por su nombre. Sé el número de
las estrellas en el cielo nocturno y el de las hojas de la higuera —la arraigada—. Y mi
memoria no tiene par entre los sapos de toda la India.
Y, sin embargo, sólo puedo contar las cosas cuando están quietas, no cuando se
mueven — no cuando se mueven.
Dime, pues, oh Venerable, ¿cómo puede ser que, al caminar, siempre sepas con qué
pie debes empezar, cuál va a ser el segundo, y después el tercero, cuál llega después como
cuarto, quinto y sexto, y si es el décimo el que sigue, o el centésimo? ¿Qué es lo que hacen
mientras tanto el segundo y el séptimo? ¿Se pararán o seguirán andando? Y cuando llegas
a mover el 917º, ¿debes levantar el 700º y bajar el 39º, doblar el 1,000º o estirar el cuarto
— o estirar el cuarto?
Dime, por favor, a mí, el pobre, mojado, resbaladizo, que sólo tiene cuatro patas —
sólo tiene cuatro patas —; y no mil, como tú — no mil, como tú —, cómo lo haces, ¡oh
Venerable!
De V. E. seguro servidor,
EL SAPO.
—Nemeskar —murmuró la rosa pequeña, que casi se había quedado dormida. Y las
gramíneas de kusha, las flores, los escarabajos y la higuera y la naja miraron con
expectación al milpiés.
Hasta las ranas se callaron — se callaron.
Pero el milpiés se quedó inmóvil, clavado en el suelo, y desde aquel momento no
pudo mover ningún miembro.
Había olvidado cuál de los pies tenía que levantar primero, y mientras más pensaba
en ello, menos podía recordarlo — menos podía recordarlo.
***
Sobre el camino de la pagoda azul brillaba caluroso el sol indio — caluroso el sol
indio.
EL SOLDADO TÓRRIDO
Los médicos militares tuvieron no poca tarea con vendar a todos esos legionarios
heridos. Los anamitas tenían malos fusiles y las balas quedaban casi siempre incrustadas en
los cuerpos de los pobres soldados.
La ciencia médica había hecho grandes progresos en los últimos años; esto era
sabido incluso de aquellos que no sabían leer ni escribir; de modo que, como no les
quedaba otra alternativa, se sometían dócilmente a todas las operaciones.
Es cierto que la mayor parte moría, pero sólo después de la operación, y aun así sólo
porque las balas de los anamitas eran manejadas evidentemente sin asepsia antes de
disparar o bien porque en su trayectoria por el aire habían arrastrado bacterias nocivas para
la salud.
Los informes del profesor Cabezudo, que, por razones científicas y con la
confirmación del gobierno, se había enrolado en la Legión Extranjera, no dejaban lugar a
dudas.
También fue gracias a sus enérgicas disposiciones el que tanto los soldados como
los indígenas sólo se atrevían a hablar en voz baja de las curas milagrosas del piadoso
penitente hindú Mukhopadaya.
***
—El médico mayor manda decirle que vaya sin demora —le espetó el enlace al aún
muy somnoliento sabio, cuando apenas los primeros rayos del sol teñían el borde de las
colinas próximas.
Todo el mundo miró con expectación al profesor, que acudió instantáneamente al
lecho de Zavadil.
—54 grados Réaumur de temperatura, increíble —gimió el médico mayor.
Cabezudo sonrió incrédulo, pero retiró espantado la mano de la frente del enfermo,
pues se había quemado realmente.
—Tome usted los antecedentes de la enfermedad —dijo con vacilación y tras un
desagradable silencio al médico mayor.
—¡Tome ya de una vez los antecedentes de la enfermedad y déjese de pasear tan
indeciso por aquí! —le gritó el médico mayor al médico más joven entre los presentes.
—Bhagavan Sri Mukhopadaya sabría acaso… —se atrevió a insinuar la enfermera
hindú.
—Hable usted cuando le pregunten —la interrumpió el médico mayor—. Siempre
las mismas malditas supersticiones —continuó, dirigiéndose a Cabezudo.
—El profano no piensa sino en cosas secundarias —lo apaciguó el profesor—.
Mándeme, por favor, el informe, que tengo mucho que hacer ahora.
***
—Pero, ¿cómo diablos puede uno explicarse que el sujeto no se convierta en ceniza
él mismo? —preguntó el coronel al profesor Cabezudo.
—Admiro sus aptitudes de estratego, mi coronel —contestó el sabio con
indignación—; pero en lo que respecta a la ciencia médica, tendrá que dejarla a nosotros,
los médicos. Tenemos que sujetarnos a los hechos, y para perderlos de vista no disponemos
de ninguna indicación.
Los médicos celebraban el claro diagnóstico y por la noche todos volvían a
encontrarse en la tienda del capitán, donde siempre había mucha animación.
De Wenceslao Zavadil no hablaban ya sino los anamitas. A veces se le veía en la
otra orilla del lago, sentado junto al templo de piedra de la diosa Parvati, y los botones de
su traje de amianto brillaban al rojo.
Se decía que los sacerdotes del templo asaban sus aves en él; pero había quien
afirmaba que el hombre se estaba enfriando de nuevo y que se proponía regresar a su patria
apenas volviese a los 50 grados.
LA MUERTE MORADA
El tibetano calló.
Su enjuta figura permaneció todavía algún tiempo en pie, erguida e inmóvil;
después desapareció en la yungla.
Sir Roger Thornton miraba fijamente la hoguera: si no fuera un sanyasin —un
penitente— aquel tibetano que, además, iba en peregrinación a Benarés, no le hubiera
creído una sola palabra: pero un sanyasin no miente ni puede ser engañado.
¡Y luego estas contracciones pérfidas y crueles en el rostro del asiático!
¿O sería que se dejó engañar por el resplandor de la fogata que tan extrañamente se
reflejaba en los ojos mongoles?
Los tibetanos odian a los europeos y guardan celosamente sus mágicos secretos, con
los que esperan aniquilar una vez a los altivos extranjeros, cuando llegue el gran día.
Sea como fuere, él, Sir Aníbal Roger Thornton, quiere comprobar con sus propios
ojos si efectivamente existen fuerzas ocultas en manos de este pueblo extraño. Pero necesita
compañeros, hombres valerosos, cuya voluntad no se quiebre, aun cuando los horrores de
un mundo diferente estén detrás de ellos.
El inglés pasó revista a sus acompañantes: aquel afgano sería el único de entre los
asiáticos como para tomarlo en cuenta, ¡intrépido como una fiera, pero supersticioso!
De modo que sólo queda su criado europeo.
Sir Roger le toca con la punta de su bastón. Pompeyo Jaburek está completamente
sordo desde los diez años, pero sabe leer cada palabra de los labios de su amo, por muy rara
que sea.
Sir Roger Thornton le cuenta con gestos expresivos lo que oyó decir al tibetano: a
unas veinte jornadas de aquí, en un valle lateral del Himavat, exactamente señalado, hay un
trozo de tierra sumamente extraño. A los tres lados se elevan paredes rocosas, cortadas a
pico; el único acceso está cerrado por gases ponzoñosos que emanan sin cesar del suelo y
que matan al instante a todo ser viviente que pretenda pasar. En el desfiladero mismo, que
abarca unas cincuenta millas cuadradas, en medio de la vegetación más exuberante, vive, al
parecer, una pequeña tribu de raza tibetana, que, según el rumor, lleva gorras puntiagudas
de color rojo y adora a un ser malvado y satánico en forma de un pavo real. Ese ser
diabólico les enseñó, al parecer, a los habitantes la magia negra, y en el transcurso de los
siglos les ha ido revelando misterios que un día habrán de transformar el globo terrestre. Se
dice que, por ejemplo, les enseñó una especie de melodía capaz de aniquilar en un instante
al hombre más fuerte.
Pompeyo sonrió desdeñosamente.
Sir Roger le explicó que se proponía cruzar los lugares venenosos con ayuda de
escafandras y balones de aire comprimido para penetrar en el interior del misterioso
desfiladero.
Pompeyo Jaburek movió la cabeza en señal de asentimiento y se frotó con
satisfacción las manos sucias.
***
Los cascos de cobre de las escafandras refulgían al sol y arrojaban extrañas sombras
al suelo esponjoso del que ascendían, en innumerables y diminutas burbujas, las mortales
emanaciones. Sir Roger imprimió a la marcha un ritmo muy rápido para evitar el consumo,
del aire comprimido antes de haber cruzado la zona de los gases. Todo lo veía de forma
vacilante, como a través, de una delgada capa de agua. La luz del sol le parecía de un verde
fantasmal, tiñendo los lejanos glaciares, —«el techo del mundo»— con sus perfiles
gigantescos cual un extraño paisaje de muerte.
Pisaron por fin césped fresco, y Sir Roger encendió un fósforo para cerciorarse de la
presencia del aire atmosférico en todos los niveles. Después se quitaron los cascos y
descargaron los balones de aire.
Tras ellos se elevaba la muralla de gas como una temblorosa masa de agua. En el
aire flotaba un perfume embriagador, como de flores de amberia.
Mariposas tornasoladas, del tamaño de una mano, cubiertas de extraños diseños,
descansaban con las alas desplegadas, como libros de magia abiertos, sobre flores
silenciosas.
Caminando a considerable distancia uno del otro, ambos se dirigieron hacia un
islote boscoso que les impedía la libre vista.
Sir Roger hizo, una señal a su sordo criado, porque le parecía haber percibido un
ruido. Pompeyo montó el gatillo de su rifle.
Dieron vuelta a la punta del bosque y una pradera se extendió ante ellos. Apenas a
un cuarto de milla inglesa, unos cien hombres, evidentemente tibetanos, tocados con gorras
rojas, habían formado un semicírculo: estaban ya esperando a los intrusos. Sir Roger
avanzó sin temor hacia la multitud, seguido por Pompeyo a unos pasos de distancia.
Los tibetanos llevaban las habituales zamarras de piel de carnero; pero, a pesar de
ello, apenas parecían seres humanos, tan espantosamente feos y deformes eran sus rostros,
con una expresión de maldad horripilante y sobrehumana. Dejaron que los dos se
acercasen, y después, a una orden de su jefe, levantaron rápidamente, como un solo
hombre, las manos y se oprimieron los oídos con fuerza. Al mismo tiempo gritaron algo a
voz en cuello.
Pompeyo Jaburek miró interrogativamente a su amo y levantó el rifle, porque el
extraño movimiento de la multitud le pareció la señal para algún ataque. Lo que vio ahora
le hizo helarse la sangre: en torno a su amo se había formado una masa gaseosa, agitada y
remolinante, parecida a la que habían atravesado hacía poco. La figura de Sir Roger perdió
los contornos como si fuesen desbastados por el remolino; la cabeza tornóse puntiaguda;
toda la masa se hundió en sí misma, como en fusión, y en el lugar donde hacía un instante
se encontraba el nervudo inglés había ahora un cono color violeta claro, del tamaño de un
pilón de azúcar.
El sordo Pompeyo se estremeció de ira. Los tibetanos seguían gritando y él
observaba intensamente sus labios para descifrar lo que propiamente querían decir.
Era siempre una y la misma palabra.
De pronto el jefe dio un salto adelante y todos se callaron y bajaron las manos de los
oídos. Como panteras se arrojaron sobre Pompeyo. Éste comenzó a disparar, furioso contra
la multitud, que se detuvo por un instante.
Instintivamente les gritó la palabra que antes hubo leído de sus labios:
—¡Emelen, Em-me-len! —rugía, hasta que el desfiladero se estremeció como
agitado por las fuerzas de la naturaleza.
Le dio un vahído, todo lo veía como a través de anteojos muy fuertes y el suelo se
hundía bajo sus pies. Fue sólo un momento; ahora veía de nuevo con claridad. Los
tibetanos habían desaparecido, como antes su amo, y sólo incontables pilones de azúcar
color lila se erigían ante él.
El cabecilla vivía aún. Las piernas se le habían convertido en una papilla azulenca y
el tronco comenzaba también a encogerse: era como si todo el hombre estuviera siendo
digerido por un ser totalmente transparente. No llevaba gorra roja, sino una construcción en
forma de mitra en que se movían vivos unos ojos amarillos.
Jaburek le descargó un culatazo en el cráneo, pero no pudo evitar que el moribundo
le hiriera en el pie con una hoz arrojada en el último momento.
Miró a su alrededor. Ningún ser viviente en toda la extensión.
El perfume de las flores de amberia se intensificó y se hizo casi punzante. Parecía
emanar de los conos color lila, que Pompeyo se puso a observar ahora. Eran iguales uno al
otro y consistían de la misma materia gelatinosa de color morado claro. Era imposible
encontrar los restos de Sir Roger Thornton entre todas esas pirámides moradas.
Pompeyo le dio al muerto cabecilla tibetano un puntapié en la cara y corrió,
rechinando los dientes, de vuelta por el camino por el que hubo llegado. Desde lejos vio ya
en el césped los cascos de cobre brillando al sol. Llenó el balón de aire con una bomba
portátil y entró en la zona gaseosa. El camino parecía no acabar nunca. Al pobre le corrían
las lágrimas por la cara. ¡Oh Dios, oh Dios, su amo estaba muerto! ¡Muerto aquí en la
lejana India! Los helados gigantes del Himalaya bostezaban hacia el cielo. ¡Qué les
importaba la pena de un pequeño corazón humano palpitante!
Pompeyo Jaburek llevó fielmente al papel, palabra por palabra, todo lo que hubo
vivido y observado —pues aún no había podido comprenderlo—, y lo dirigió al secretario
de su amo, a Bombay, calle Adheritollah 17. El afgano se encargó de la expedición.
Después de esto Pompeyo murió, porque la hoz del tibetano estaba envenenada.
«Alá es Uno y Mahoma su profeta», rezó el afgano y tocó el suelo con la frente. Los
cazadores hindúes cubrieron el cadáver con flores y lo incineraron, entre cantos piadosos,
en una hoguera de leña.
Ali Murad Bey, el secretario, palideció al recibir el horrible mensaje, e
inmediatamente mandó el escrito a la redacción de la «Indian Gazette».
El nuevo diluvio llegó.
La «Indian Gazette», que publicó el «caso de Sir Roger Thornton», apareció al día
siguiente tres horas más tarde que de costumbre. Un accidente extraño y horripilante tuvo la
culpa del retraso: Mr. Birendranath Naorodjee, el redactor del periódico, y dos empleados
subalternos, que solían revisar el diario con él a medianoche, antes de salir la edición,
desaparecieron del despacho sin dejar rastro. En lugar de ellos había en el suelo tres
cilindros azulencos y gelatinosos, y entre éstos el diario recién impreso. La policía apenas
acababa de tomar, con la petulancia de siempre, las primeras declaraciones, cuando llegaron
las noticias de innumerables casos similares.
Personas que leían diarios desaparecían por docenas ante la vista de la espantada
multitud que cruzaba las calles, presa de agitación. Innumerables pirámides moradas
quedaban alrededor, en las escaleras, los mercados y las callejuelas hasta donde abarcaba la
vista.
Antes de caer la noche, Bombay quedó medio despoblada. Una orden de las
autoridades sanitarias dispuso la inmediata clausura del puerto, así como de todo tráfico
hacia el exterior, para impedir la propagación de la nueva epidemia, pues sólo podía tratarse
de tal. El telégrafo y el cable zumbaban día y noche mandando la terrible noticia, al igual
que todo el «caso de Sir Thornton», sílaba por sílaba, al mundo entero.
Al día siguiente la cuarentena fue levantada de nuevo, como extemporánea.
Mensajes de terror de todos los países anunciaban que la «muerte morada» estallaba en
todas partes casi simultáneamente y que amenazaba con despoblar la Tierra. Todo el mundo
perdió la cabeza y la sociedad civilizada parecía un gigantesco hormiguero en que un mozo
de aldea había metido su pipa encendida.
En Alemania estalló la epidemia primero en Hamburgo. Austria, donde no se leen
sino las noticias locales, se libró por algunas semanas.
El primer caso en Hamburgo fue particularmente estremecedor. El pastor Stülken,
un hombre al que la edad venerable había vuelto casi sordo, estaba sentado por la mañana a
la mesa del desayuno, rodeado de sus familiares: Teobaldo, el hijo mayor, con su larga pipa
de estudiante: Yette, la fiel esposa; Mina, Tina; en una palabra, todos, todos. El anciano
padre acababa de desplegar un diario inglés recién llegado y leía a los suyos el relato del
«caso de Sir Roger Thornton». Apenas hubo pasado de la palabra Emelen e iba a
fortalecerse con un sorbo de café, cuando notó con horror que sólo le quedaban rodeando
conos de gelatina morada. De uno de ellos sobresalía aún la larga pipa estudiantil.
Todas las catorce almas se las llevó el Señor a su seno.
El piadoso anciano se desplomó sin sentido.
Una semana más tarde, la mayor parte de la humanidad estaba muerta.
Le fue reservado a un sabio alemán el arrojar un poco de luz sobre estos
acontecimientos. La circunstancia de que la epidemia respetase a los sordos y sordomudos
le sugirió la idea justa de que se trataba de un fenómeno puramente acústico.
En su solitaria buhardilla de estudioso llevó al papel una larga conferencia científica
y anunció con algunas frases su lectura pública.
Su exposición consistía más o menos en referirse a ciertos escritos religiosos
hindúes, casi desconocidos —que trataban acerca de la provocación de tormentas de fluidos
astrales remolinantes mediante la pronunciación de ciertas palabras y fórmulas secretas—,
y en fundamentar su relato en las más modernas experiencias del campo de la teoría de las
vibraciones y radiaciones.
Pronunció su disertación en Berlín y fue tal la afluencia del público, que tuvo que
valerse de un tubo acústico mientras leía las largas frases de su manuscrito.
Cerró su memorable discurso con las lapidarías palabras:
—Vayan a ver a un especialista del oído para que les vuelva sordos y cuídense de
pronunciar la palabra… «Emelen».
Un segundo después el sabio y sus oyentes ya no eran sino conos inanimados de
gelatina, pero el manuscrito subsistió, fué conocido y observado con el tiempo y preservó
así a la humanidad de su total exterminio.
Algunos decenios más tarde, estamos en 19…, una nueva generación de
sordomudos puebla el globo terrestre.
Usos y costumbres diferentes, la clase y la propiedad están desplazadas. Un
especialista del oído gobierna al mundo. Las partituras fueron arrojadas al montón junto a
las viejas recetas alquimistas de la Edad Media. Mozart, Beethoven, Wagner se han vuelto
ridículos, como antaño Alberto Magno y Bombasto Paracelso.
En las cámaras de tormento de los museos uno que otro piano polvoriento muestra
los viejos diente!.
Nota del autor: Se le advierte al estimado lector que no pronuncie en voz alta la
palabra «Emelen».
EL SESO ESFUMADO
Hiram Witt era un gigante del espíritu, y como pensador superaba al propio
Parménides, en fuerza y profundidad. Aparentemente, pues ni un solo europeo hablaba
siquiera de sus obras.
La noticia de que había logrado, hace ya veinte años, hacer crecer de células
animales sometidas, sobre discos de vidrio, a la influencia de un campo magnético, junto a
la rotación mecánica, cerebros completamente desarrollados —cerebros que, a juzgar por lo
que se sabía, eran capaces incluso de pensar por sí mismos—, apareció ciertamente acá y
acullá en los diarios, pero sin haber despertado un interés científico más profundo.
Tales cosas no encajan en absoluto en nuestros tiempos. Y, además, en los países de
habla alemana, ¡qué iba a hacerse con cerebros que pensaban por su cuenta!
Cuando Hiram Witt era todavía joven y ambicioso, no transcurría una semana sin
que mandara uno o dos de les cerebros trabajosamente producidos por él a los grandes
institutos científicos. ¡Podían examinarlos, opinar acerca de ellos!
En honor a la verdad, así se hizo concienzudamente.
Los cerebros fueron colocados en recipientes de cristal, de temperatura apropiada.
El famoso profesor de liceo Aureliano Chupatinto les estuvo leyendo, incluso, por
intervención de un alto personaje, conferencias a fondo sobre el enigma del universo de
Häckel. Pero los resultados fueron hasta tal punto desalentadores, que todos se vieron
literalmente forzados a prescindir de toda enseñanza ulterior. Porque, piénsese: ya en la
introducción a la primera conferencia, la mayor parte de los cerebros estallaron entre
sonoros estampidos, mientras que los demás sufrieron unas cuantas contracciones violentas,
para reventar en seguida, sin llamar la atención y apestar más tarde atrozmente.
Decíase, incluso, que uno de ellos, un vigoroso ejemplar color salmón, se había
dado la vuelta como un relámpago, hizo trizas su recipiente de vidrio y se subió a la pared.
Y lo que dijo acerca de los cerebros el gran cirujano profesor Hurgatripa fue
también bastante despectivo.
—Vaya, si al menos se tratara de apéndices cecales, que pudieran operarse —había
dicho el sabio—, pero…, ¡sesos!
—Es sabido que en los sesos no se presentan apéndices cecales.
El nuevo invento quedó liquidado con ello.
Han pasado años desde entonces.
A partir de aquel día, Hiram Witt siguió suministrando sesos únicamente al
hostelero Kempinski —un cincuenta por ciento más baratos que en las carnicerías locales
—, y con la venta sufragaba los gastos de su vida y de los nuevos experimentos.
***
Tanto que se alegraba el párroco con la vuelta del Sur de su hermano Martín, y
cuando éste entró por fin en el anticuado cuarto, una hora más temprano de lo que se
esperaba, toda su alegría se ha desvanecido. No podía comprender la causa, y sólo lo sentía
como se siente un día lluvioso de invierno, cuando el mundo amenaza convertirse en
cenizas. Tampoco Ursula, la vieja, supo decir una palabra al principio.
Martín estaba moreno como un egipcio y sonreía amistosamente al sacudirle la
mano al párroco.
Claro que se quedaría a cenar en casa y no estaba cansado en lo más mínimo, según
dijo. Es cierto que tendría que ir por dos días a la capital, pero después pensaba pasar todo
el verano en el hogar.
Hablaron de su juventud, cuando el padre vivía aún, y el párroco notó que el extraño
rasgo melancólico de Martín se había acentuado aún más.
—¿No te parece a ti también que ciertos acontecimientos sorprendentes, incisivos,
se producen únicamente porque uno no puede reprimir el temor íntimo que le inspiran? —
fueron sus últimas palabras antes de irse a dormir—. Tú recordarás qué espantoso terror me
sobrevino ya cuando niño, al ver una vez en la cocina unos sesos de ternera sanguinolentos
El párroco no pudo dormir: algo como una niebla asfixiante, fantasmal, llenaba la
alcoba tan familiar poco antes.
«Es lo nuevo, lo desacostumbrado», pensó el párroco.
Pero no fue lo nuevo, lo desacostumbrado, fue algo diferente lo que introdujo su
hermano.
Los muebles no parecían los de antes, los viejos cuadros colgaban como oprimidos
contra la pared por fuerzas invisibles. Se tenía el ansioso presentimiento de que el solo
pensar cualquier idea extraña y enigmática tendría que traer a empellones un cambio
inaudito. «Sólo no pensar nada nuevo, quédate con lo antiguo, lo cotidiano», reza la
advertencia interior. ¡Los pensamientos son peligrosos como los rayos!
El párroco no podía olvidar la aventura de Martín después de la batalla de
Omdurmán: cómo había caído en manos de los negros de Obeíd, que le ataron a un árbol.
El brujo Obi sale de su choza, se arrodilla delante de él y pone sobre el tambor sostenido
por una esclava un cerebro humano todavía sangriento.
Ahora pincha con una larga aguja las diversas partes de ese cerebro, y cada vez
Martín lanza un grito salvaje, porque siente cada pinchazo en su propia cabeza.
¿Qué significará esto?
¡El Señor se apiade de él!
Con todos los miembros paralizados, Martín fue llevado entonces por soldados
ingleses al hospital de campaña.
*
Martín Schleiden amaba la soledad, y el jardín con sus flores de alfombra, sus
sillones de ruedas y los caprichosos enfermos, con el aburrido surtidor de agua y las
estúpidas bolas de vidrio, le resultaba inaguantable.
Le atraían la calle silenciosa y el viejo palacio con las oscuras ventanas enrejadas.
¿Cómo estaría por dentro?
Antiguos gobelinos descoloridos, muebles apolillados, arañas enfundadas. Una
anciana con cejas blancas y pobladas, de rasgos ásperos y duros, olvidada por la muerte y
por la vida.
Día tras día paseaba Martín Schleiden por la acera, a lo largo del palacio.
En tales calles desiertas hay que caminar junto a las casas.
Martín Schleiden tenía un paso tranquilo, propio de las personas que habían vivido
largo tiempo en los trópicos. No estorbaba la impresión de la calle; hacían juego una con
otra, estas dos formas de ser divorciadas de la realidad.
Llegaron tres días calurosos y cada vez, en su solitario camino, encontraba a un
viejo que siempre llevaba un busto de yeso.
Un busto de yeso con una cara aburguesada, que nadie podría recordar.
Esta vez tropezaron uno con el otro, el viejo era tan torpe.
El busto se inclinó y cayó lentamente al suelo. Todas las cosas caen lentamente, sólo
que no lo sabe la gente que no tiene tiempo para observar.
La cabeza de yeso se rompió, y de entre los cascos blancos surgió un sangriento
cerebro humano.
Martín Schleiden miró fijamente delante de sí, se estiró y se puso pálido. Después
extendió los brazos y se llevó las manos a la cara.
Se desplomó con un suspiro.
***
Gustav Meyrlnk
PETRÓLEO — PETRÓLEO
—…«Azote de Dios», sí, así se llama la salvación. ¡Oh Todopoderoso, Rey de los
Cielos, déjame que sea un destructor, ¡un Atila! —hervía la ira en el corazón de Delirrabias.
Tamerlán, el Gengis Khan, que renqueando con sus huestes amarillas de mongoles,
asuela los campos de Europa; los caudillos vándalos, que sólo encuentran sosiego en las
ruinas del arte romano; todos ellos son de su raza, mozos crudos, fuertes, nacidos en un
nido de águilas.
Un amor inmenso, desbordante, hacia esas criaturas del dios Siva, despertó en él.
«Los espíritus de estos muertos estarán conmigo», sentía; y un ser nuevo penetró en su
cuerpo, rápido como un rayo.
Si hubiera podido verse en el espejo en aquel momento, los milagros de la
transfiguración dejarían de ser misterios para él.
Así es como los oscuros poderes de la naturaleza penetran en la sangre del hombre,
rápida y profundamente.
***
Una tremenda detonación sacudió a la ciudad. Retumbaba desde lejos, del Sur, y los
marinos dijeron que el origen debería buscarse en la vecindad de la gran lengua de tierra,
aproximadamente entre Tampico y Veracruz.
Nadie vio resplandor alguno, y los faros tampoco daban señales.
¿Un trueno? ¿Ahora? ¡Con el cielo despejado! Imposible. Así que un terremoto,
probablemente.
Todo el mundo se estaba santiguando, y sólo los patrones maldecían como locos,
pues todos los parroquianos salieron corriendo de las tabernas y se fueron a las alturas de la
ciudad, donde pasaron el tiempo contándose cuentos de miedo.
El doctor Delirrabias no prestaba atención a todo aquello; volvió a entrar en su
cuarto tarareando algo como: «¡Adiós, Tirol, patria mía!»
Estaba de un humor excelente; sacó del cajón un mapa, lo estuvo pinchando con el
compás; hizo comparaciones en su libreta de apuntes y se alegró de que todo concordaba:
hasta Omaha, quizás aún más allá, hacia el Norte, se extendía la región petrolífera; de ello
no cabía duda alguna; y este petróleo tenía forzosamente que formar lagos subterráneos
enteros, tan grandes como la Bahía de Hudson; esto lo sabía seguro.
Lo sabía, lo había calculado… durante doce largos años.
En su opinión todo México yacía sobre cavidades rocosas formadas en el seno de la
tierra, que, en su mayor parte, llenas de petróleo, se comunicaban entre sí.
Volar una a una las paredes medianeras existentes se convirtió en la tarea de su vida.
Durante años empleó para ello ejércitos enteros de trabajadores, ¡y qué dineral costaba todo
esto!
Los muchos millones que ganara en el comercio del mezcal se gastaron en la
empresa.
Y si hubiera dado una sola vez con un yacimiento petrolífero, todo estaría perdido.
El gobierno metería inmediatamente baza en las voladuras, que ya desde siempre había
mirado con malos ojos.
Esta noche deberían caer las últimas paredes, las de frente al mar, en la lengua de
tierra, y aquellas más al Norte, cerca de San Luis de Potosí.
La explosión estaba a cargo de instalaciones automáticas.
El doctor Kunibaldo Delirrabias se metió en el bolsillo algunos billetes de a mil
dólares que aún le quedaban y se fue a la estación. A las cuatro de la madrugada salía el
expreso para Nueva York.
¿Qué iba a hacer en México todavía?
***
Ahí estaba, todos los periódicos lo publicaban, el cable original procedente de todos
los puntos costeros del Golfo de México, abreviado según el código telegráfico
internacional:
«Efraín yeyuno riñones», lo cual, traducido, significa más o menos: «Superficie mar
cubierta totalmente petróleo causa desconocida todo apesta alrededor. El gobernador del
Estado».
Los yanquis estaban sobremanera interesados, ya que el acontecimiento tendría, sin
duda, una gran repercusión en la Bolsa, alterando las cotizaciones del petróleo, ¡y bien
sabido es que el desplazamiento de la propiedad significa la mitad de la vida!
Los banqueros de Wall Street, interrogados por el gobierno sobre si el suceso iba a
provocar un alza o una baja de los valores, se encogían de hombros, negándose a opinar
antes de que fuera conocida la causa del fenómeno; entonces, por supuesto, si uno hacía en
la Bolsa todo lo contrario de lo que le ordenaba el buen sentido, entonces podía ganarse
mucho dinero.
En el ánimo de Europa la noticia no produjo mayor impresión; porque, primero, se
estaba a salvo gracias a los aranceles proteccionistas, y, segundo, se estaban gestando
precisamente nuevas leyes que, con la llamada Obligación Numeral Trienal Voluntaria,
combinada con la supresión de los nombres propios de los individuos de sexo masculino,
iba a estimular el amor a la patria y hacer las almas más aptas para el servicio militar.
***
El petróleo fluía mientras tanto sin cesar, desde 1« cuenca subterránea de México
hacia el océano, exactamente como lo había previsto el doctor Delirrabias, y formato en la
superficie del mar una capa opalescente, que se extendía más y más y que, llevada por las
corrientes, parecí; iba a cubrir en poco tiempo las aguas del Golfo entero.
Los litorales se volvieron desiertos y la población se retiró hacia el interior.
¡Lástima de las ciudades florecientes!
Así y todo, el aspecto del mar fue de una terrible belleza, una superficie infinita,
tornasolada y refulgente en todos los colores: rojo, verde y morado; y de nuevo un negro
profundo, profundo, como una fantasía de un mundo de astros fabulosos. El petróleo era
más grueso de lo que suele ser corrientemente y en su contacto con el agua salada no
mostraba ningún cambio, excepto que perdía paulatinamente el olor.
Los sabios pensaban que una investigación precisa de las causas de aquel fenómeno
sería de un gran valor científico, y como quiera que la fama del doctor Delirrabias, al
menos en su calidad de experto conocedor de los yacimientos mexicanos, estaba bien
justificada en el país, se le solicitó también su opinión.
Ésta fue breve y concisa, si bien no trataba el tema en el sentido que se esperaba:
—Si el petróleo sigue fluyendo en la misma proporción que la actual, entonces,
según mi cálculo, dentro de unas 28 a 29 semanas, todos los océanos del mundo quedarán
cubiertos y las lluvias desaparecerán en el futuro para siempre, porque no habrá
evaporación de agua; en el mejor de los casos no lloverá sino petróleo.
Esta frívola profecía despertó una ola de desaprobación, pero su probabilidad iba
ganando terreno día tras día, y como la afluencia del petróleo no mostraba señales de
agotamiento, pareciendo, al contrario, aumentar más y más, un pánico espantoso se apoderó
de la humanidad entera.
Cada hora llegaban nuevos boletines de los observatorios astronómicos de América
y Europa, e incluso el observatorio de Praga, que hasta entonces sólo se había dedicado a
fotografiar la Luna, comenzó paulatinamente a mostrar interés por los extraños fenómenos.
En el Viejo Mundo nadie hablaba ya de la nueva forma de servicio militar, y el
padre del proyecto de ley, el mayor Eunecio Hidalgo de la Trifulca de Tontoverde, del
estado mayor de una potencia europea, cayó en el olvido.
Como ocurre siempre en épocas de confusión, cuando las señales del desastre
aparecen amenazantes en el cielo, se hicieron oír las voces de los espíritus perturbadores
que, nunca satisfechos con lo establecido, tienen la osadía de atentar contra las antiguas y
venerables instituciones:
—¡Fuera con el ejército que devora, devora y devora nuestra riqueza! Más vale que
construyamos máquinas, que inventemos medios para salvar del petróleo a la humanidad,
presa de desesperación.
—Pero si no puede ser —reconvenían los más circunspectos—. ¡No se puede dejar
de pronto sin pan a tantos millones de hombres!
—¿Cómo dejar sin pan? La tropa sólo necesita ser disuelta, cada uno habrá
aprendido alguna cosa, aunque sea el oficio más sencillo —era la respuesta.
—Bueno, la tropa sí. Pero, ¿qué vamos a hacer con tantos oficiales?
Era, desde luego, un argumento de peso.
***
Las opiniones oscilaban largo tiempo de un lado para otro, sin que ningún partido
pudiera imponerse al contrario, hasta que llegó el cable cifrado de Nueva York:
«Puercoespín higuera peritonitis América», lo cual, traducido, significaba:
«Petróleo aumenta, situación extremadamente peligrosa. Cablegrafíen
inmediatamente si allá apesta lo mismo. Saludos, América».
¡Esto hizo reventar el fondo del barril!
Un orador popular, un fanático salvaje, se levantó poderoso como una roca, en
medio de las rompientes, fascinador, y la fuerza de su discurso espoleó al pueblo a los actos
más irreflexivos.
—Licenciemos a los soldados, que se termine esta farsa, que los oficiales se hagan
también una vez útiles. Démosles uniformes nuevos si tanta falta les hacen para ser felices:
por mí pueden ser de color verde-rana con pintas coloradas. Que vayan todos a las costas,
que recojan allí el petróleo con papel secante, mientras la humanidad se pone a pensar en
los medios para conjurar la catástrofe.
La multitud aplaudía.
Las objeciones de que tales métodos no tendrían la menor eficacia, ya que los
agentes químicos serían más adecuados, no hallaban eco.
—Ya lo sabemos, lo sabemos todo —se oía decir—: pero, ¿qué vamos a hacer con
tantos oficiales sobrantes, eh?
LA PREPARACIÓN
Los dos amigos estaban sentados en el rincón del Café Radetzky, al lado de la
ventana, con las cabezas juntas.
—Se ha ido, se marchó esta tarde con su criado a Berlín. La casa está vacía; acabo
de llegar y lo comprobé sin lugar a duda. Los dos persas eran los únicos habitantes.
—¿De modo que cayó en la trampa del telegrama?
—No dudé de ello ni por un momento; cuando oye hablar de Fabio Maríni, no hay
quién le detenga.
—Así y todo, me resulta extraño, pues han vivido juntos durante años, hasta su
muerte; de manera que, ¿qué novedades de él pudo haber esperado encontrar en Berlín?
—¡Oh! Al parecer el profesor Marini se tuvo calladas muchas cosas; él mismo lo
dejó caer una vez en medio de una conversación, hará de eso medio año, más o menos,
cuando el bueno de Axel aún se hallaba entre nosotros.
—¿Hay realmente algo de verdad en ese misterioso método de preparación de Fabio
Marini? ¿Lo crees de veras, Sinclair?
—No es cuestión de «creer». Con estos ojos he visto en Florencia el cadáver de un
niño preparado por Marini. Te aseguro que cualquiera juraría que el niño sólo estaba
dormido; nada de rigidez, nada de arrugas; incluso el cutis estaba sonrosado tal como el de
un ser vivo.
—Hum. Piensas, entonces, que el persa pudo realmente haber asesinado a Axel, y…
—Esto no lo sé, Ottokar, pero creo que es un deber de conciencia para nosotros dos
el asegurarnos de la suerte de Axel. ¡Y si sólo se tratase de un letargo, mediante alguna
droga que le han suministrado! Dios mío, lo que hice por convencer a los médicos del
Instituto de Anatomía, ¡cuánto les imploré que intentaran algo para volverle a la vida!
«Pero, ¿qué quiere usted? —decían—, el hombre está muerto, esto está a la vista, y
cualquiera intervención en el cadáver sin permiso del Dr. Daraschekoh nos está vedada.» Y
me mostraron el contrato del que se desprendía textualmente que Axel cedía su cuerpo al
dueño del mismo después de su muerte y que el día tal y tal había recibido por ello
quinientos florines contrarecibo.
—Increíble, qué asco, ¡y que tal cosa tenga validez en nuestro siglo! Cuando me
pongo a pensar en ello me da una rabia… ¡Pobre Axel! ¡Si hubiera sospechado que ese
persa, su enemigo más furibundo, iba a ser el dueño del contrato! El creía siempre que sería
el propio Instituto de Anatomía… —
Y el abogado, ¿no ha podido hacer nada?
—Todo fue en vano. No han querido considerar siquiera el testimonio de la vieja
lechera de que Daraschekoh estuvo maldiciendo una vez, al amanecer, en su jardín, el
nombre de Axel hasta darle un paroxismo y echar espuma por la boca. Claro que, ¡si
Daraschekoh no fuese doctor en medicina europeo! Pero para qué seguir hablando. ¿Te
vienes o no, Ottokar? Decídete.
—Claro que iré; pero piensa, si nos sorprenden ¡como ladrones! El persa disfruta de
una impecable reputación como hombre de ciencia. El mero alegato de nuestras sospechas
no es, sábelo Dios, prueba suficiente. No me lo tomes a mal, pero ¿estás realmente seguro
de no haberte equivocado al percibir la voz de Axel? No te sulfures, Sinclair, te lo ruego;
dímelo otra vez de cabo a rabo, cómo fue aquello. ¿No estarías agitado ya antes de ocurrir
la cosa?
—¡Pero de ninguna manera! Media hora antes estuve en el Hrádchin, contemplando
una vez más la capilla de Wenceslao y la catedral de Vito, esas antiguas y extrañas
construcciones con sus esculturas como de sangre coagulada, que cada vez de nuevo causan
una impresión tan profunda y extraordinaria en nuestras almas, y también la Torre del
Hambre y el Callejón de los Alquimistas. Después descendí por la escalinata del castillo y
me paré involuntariamente, porque la puertecilla que conduce a través de la muralla, a la
casa de Daraschekoh, estaba abierta. En el mismo momento oigo con toda claridad —debía
haber sonado a través de la ventana— una voz (y te juro por lo más sagrado; era la voz de
Axel) que dice: una…, dos…, tres…, cuatro.
"¡Dios mío, si hubiera penetrado entonces en la casa sin perder el tiempo! Pero
antes de que pudiera ordenar mis pensamientos, el criado turco de Daraschekoh cerró la
puerta de golpe. ¡Te digo que tenemos que entrar en la casa! ¡Tenemos que hacerlo! ¿Qué
dirías si Axel estuviera vivo todavía? Mira, no pueden pillarnos ¿Quién anda de noche por
la vieja escalinata del castillo? Piénsalo, y ahora sé manejar el zapapico que te vas a quedar
turulato.
***
Los dos amigos estuvieron vagando por las calles hasta caer la noche. Después
escalaron el muro y se hallaron por fin en la antigua casa, propiedad del persa.
El edificio solitario, en la elevación del Parque de Fürstenberg, se apoya, como un
vigía muerto, contra ti muro lateral de la escalinata del castillo, entreverada de jaramago.
—Este jardín, estos viejos olmos allá abajo, tienen algo de aterrador —murmuró
Ottokar Dohnal—. ¡Mira qué amenazante se levanta el Hrádchin contra el cielo! ¡Y estas
hornacinas iluminadas allá en el castillo! A fe mía que corre un aire extraño por aquí. Como
si la vida se recogiese hondamente en la tierra, de miedo ante la muerte que acecha. ¿No
tienes tú también la sensación de que este cuadro fantasmal pudiera desaparecer de pronto
un día, como una visión, un espejismo, que esta vida agachada pudiera despertar, como una
fiera espectral, para algo nuevo y horrible?
"Y, fíjate, estos senderos de grijo parecen venas.
—Bueno, vámonos ya —insistió Sinclair—, me tiemblan las rodillas de excitación.
Toma, ten el plano mientras tanto.
Pronto estuvo abierta la puerta y los dos subieron a tientas por una vieja escalera,
apenas iluminada por el resplandor del cielo estrellado, que entraba por las claraboyas.
—No enciendas, podrían ver la luz desde el patio: ¿oyes, Ottokar? Vente pegado
detrás de mí.
¡Cuidado!, aquí falta un peldaño. La puerta del corredor está abierta…, aquí, aquí, a
la izquierda.
Se encontraron súbitamente en una habitación.
—¡No armes tanto ruido!
—No lo pude evitar: la puerta se cerró por sí sola.
—Tenemos que encender la luz. A cada rato me temo tropezar con algo, hay tantas
sillas por aquí.
En ese instante fulguró en la pared una chispa azul y se percibió un ruido como de
un suspiro.
Un leve chisporroteo parecía salir del suelo y de las viejas rendijas.
Un segundo todavía de mortal silencio. Después una voz estertorosa contó
lentamente: una…, dos…, tres…
Ottokar Dohnal lanzó una exclamación; raspó, como enajenado, un fósforo; sus
manos temblaban de espanto. ¡Por fin, luz, la luz! Los dos amigos se miraron en las caras
blancas como la pared:
—¡Axel! —…cuuuatro…, cinco…, ssseiss…, siiiete…
—La voz viene de aquel nicho.
—¡La vela! ¡Pronto, de prisa!
—… ocho…, nueve…, diiiez…, once…
***
En un nicho de la pared pendía de una barra de cobre una cabeza humana de cabello
rubio. La barra penetraba en medio del cráneo. El cuello estaba envuelto debajo del mentón
con una bufanda de seda, y debajo se veían las dos alas rojizas de los pulmones con los
bronquios y las vías respiratorias. En medio se movía rítmicamente el corazón, envuelto en
alambres de oro que llevaban a un pequeño aparato eléctrico en el suelo. Las venas,
tirantes, conducían la sangre desde, dos frascos de cuello delgado.
Ottokar Dohnal puso la vela en una pequeña palmatoria y se agarró del brazo de su
amigo para no caerse.
Era la cabeza de Axel, los labios rojos, el cutis de color saludable, como vivo; los
ojos desmesuradamente abiertos miraban con una expresión horrible a un espejo ustorio en
la pared opuesta, adornada con paños y armas turcomanas y kirguises. Por todas partes
bizarras muestras de tejidos orientales.
La habitación estaba llena de animales disecados; serpientes y monos en raras
posturas se entremezclaban con libros dispersos.
En una cubeta de vidrio, encima de una mesa lateral, flotaba un vientre humano en
medio de un líquido azulenco.
Un busto de Fabio Marini, vaciado en yeso, miraba con seriedad desde un pedestal.
Los amigos no pudieron pronunciar palabra; miraban, hipnotizados, al corazón de
aquel horrible reloj humano, que temblaba y palpitaba como si fuera vivo.
—Vámonos de aquí, por amor de Dios, que me desmayo. Maldito sea este monstruo
persa.
Se dirigieron hacia la puerta.
¡Ya! Otra vez el lúgubre chasquido que parecía salir de la boca de la preparación.
Dos chispas azules fulguraron y fueron reflejadas por el espejo ustorio en la pupilas
del muerto.
Su labios se abrieron, la lengua se movió con dificultad tras los dientes, y la voz dijo
roncamente:
—…un cua… ar… to…
La boca se cerró y la cara quedó otra vez con la mirada fija.
—¡Horroroso! El cerebro funciona, vive. ¡Afuera, afuera, vámonos afuera, al aire
libre! ¡La vela, toma la vela, Sinclair!
"¡Abre ya de una vez, por amor de Dios! ¿Por qué no abres?
—No puedo, mira, ¡mira aquí!
El picaporte interior era una mano humana, adornada de sortijas. La mano del
muerto; los dedos blancos se agarraban al vacío.
—¡Aquí, aquí, toma el paño! ¿Qué es lo que temes? ¡Si es la mano de Axel!
***
Estaban de nuevo en el corredor y vieron cómo la puerta se cerraba lentamente.
Una muestra de vidrio negro rezaba sobre ella:
Dr. Mohammed Daraschekoh ANATOMISTA
La vela parpadeó en la corriente de aire que soplaba por la escalera de ladrillos.
Ottokar se tambaleó hacia la pared y las rodillas se le doblaron.
—¡Mira, mira esto! —gimió, señalando el tirador de la campanilla.
Sinclair acercó la luz.
Retrocedió de un salto, y, lanzando un grito, dejó caer la vela.
La palmatoria de hojalata sonó rodando por los peldaños
***
etc.
Rechinan las llaves y una cuadrilla de presos baja al patio. Son las doce del
mediodía y tienen que ir dando vueltas en círculo, en filas de a dos, para respirar un poco de
aire.
El patio está pavimentado. Sólo en el centro hay unas cuantas manchas de césped
oscuro, como otras tantas tumbas. Cuatro árboles delgados y un seto de ligustro
melancólico.
Alrededor, los viejos muros amarillos con pequeñas ventanas de presidio provistas
de rejas.
Los presos, con sus trajes grises de presidiarios, apenas hablan y sólo dan vueltas en
círculo, uno tras otro. Casi todos están enfermos: escorbuto, articulaciones inflamadas. Los
rostros grises como de masilla, los ojos apagados. Con los corazones sin alegría guardan el
mismo paso. El vigilante con gorra y sable está de pie junto a la entrada y mira
inexpresivamente delante de sí.
A lo largo de los muros la tierra está desnuda. Nada crece allí: la pena se filtra a
través de las paredes amarillas.
—¡Lukawsky acaba de estar con el presidente! —un preso comunica la noticia a
media voz a los demás, asomado a la reja de su ventana.
La cuadrilla sigue dando vueltas.
—¿Qué le pasa a ése? —pregunta un novato a su vecino.
—Lukawsky, el asesino, está condenado a la horca, y hoy, me parece, debe decidirse
si se cumple la sentencia o no. El presidente le leyó en su despacho la confirmación del
fallo. Lukawsky no dijo palabra, sólo se tambaleó. Pero una vez fuera empezó a rechinar
los dientes y le dio un ataque de furia. Los vigilantes le pusieron la camisa de fuerza y le
ataron con correas al banco, de manera que no pueda moverse hasta mañana por la mañana.
También le pusieron un crucifijo al lado. —El preso se lo ha ido diciendo a los demás,
fragmentariamente, a medida que pasaban delante de él.
—Está en la celda 25 el Lukawsky ése —dice uno de los presos más antiguos.
Todos miran hacia arriba, a la ventana enrejada del N.° 25.
El vigilante sigue junto la puerta sin pensar en nada; aparta con el pie un trozo de
pan duro que le estorba en medio del camino.
***
En los estrechos pasillos de la vieja cárcel las puertas de las celdas están muy juntas.
Son puertas bajas de roble, empotradas en el muro, con flejes de hierro y fuertes cerrojos.
Cada puerta tiene una mirilla enrejada, apenas un palmo cuadrado. A través de ellas penetró
la nueva y ahora corre a lo largo de las rejas, de boca en boca:
—¡Mañana le cuelgan!
En los pasillos, como en toda la casa, reina el silencio, pero, sin embargo, se percibe
como un leve ruido. Quedo, inaudible. Sólo puede sentirse. Penetra a través de los muros y
juguetea en el aire, como un enjambre de mosquitos. ¡Es la vida, la vida maniatada,
enjaulada!
En medio del pasillo principal, allá donde éste comienza a ensancharse, hay un arca
vieja y vacía, casi oculta por la oscuridad.
Despacio, sin un ruido, se levanta la tapadera. Algo como un mortal terror atraviesa
a la casa entera. Los presos se quedan con la palabra en la boca. Ningún sonido en los
pasillos: se oye palpitar el corazón y zumbar los oídos.
Los árboles y los arbustos en el patio no mueven ni una hoja; sus ramas otoñales se
estiran en el aire nublado. Es como si se tornasen aún más oscuros.
La cuadrilla de presos se detiene como a una señal dada: ¿No ha gritado alguien?
De la vieja arca se arrastra despacio un gusano asqueroso. Una sanguijuela de
formas gigantescas. De color amarillo oscuro con motas negras, se arrastra, succionando el
suelo, a lo largo de las celdas. Tan pronto se vuelve gruesa, como otra vez delgada. Así
sigue adelante y palpa y busca. A cada lado de la cabeza cinco ojos de mirada fija, muy
juntos, sin párpados e inmóviles. Es el miedo. Se arrastra hacia los condenados y les chupa
la sangre caliente debajo de la laringe, allí donde la gran vena lleva la vida del corazón a la
cabeza. Y con sus anillos escurridizos se enrosca alrededor del tibio cuerpo humano.
Ahora ha llegado a la celda del asesino.
Un grito largo, espantoso, sin interrupción, como un solo sonido sin fin, penetra al
patio.
El vigilante, junto a la entrada, se sobresalta y abre de golpe las dos hojas de la
puerta.
—¡En marcha, todos, a sus celdas! —grita, y los presos suben corriendo, sin
mirarle, las escaleras de piedra. Tap, tap, tap, con sus burdos zapatos claveteados.
Todo vuelve a estar en silencio. El viento baja al patio desierto y arranca un viejo
tragaluz que cae, saltando en pedazos, con un ruido de vidrios rotos, sobre el mugriento
suelo.
El condenado sólo puede mover la cabeza. Mira delante de sí, a la pared encalada de
la prisión. Impenetrable. Mañana, a las siete, vendrán por él. Quedan todavía diez y ocho
horas hasta entonces. Siete horas más y será de noche. Pronto llegará el invierno, después la
primavera y el verano caluroso. Entonces se levantará temprano, ya al amanecer, y saldrá a
la calle, a mirar el viejo carro lechero y al perro delante… ¡La libertad! Como que puede
hacer lo que quiera.
Ahora siente de nuevo un nudo en la garganta: si tan sólo pudiera moverse. ¡Maldita
sea, maldita sea!, y golpear las paredes con los puños. ¡Salir! Romperlo todo, morder las
correas. No quiere morir ahora, no quiere, ¡ahora no! Podrían haberlo colgado entonces,
cuando mató al viejo, que ya estaba con un pie en la tumba. ¡Ahora ya no volvería a
hacerlo! El defensor no lo dijo. ¿Por qué no lo habrá dicho él mismo a los jurados?
Entonces le juzgarían de otro modo, muy distinto. Tiene que decírselo todavía al presidente.
El vigilante tiene que llevarle. Ahora mismo. Mañana será demasiado tarde; mañana estará
el presidente de uniforme y él no podrá acercársele. Y el presidente no le escucharía.
Mañana sería demasiado tarde. ¿Quién les diría a tantos policías que se fueran? El
presidente no haría eso.
El verdugo le ajusta el nudo corredizo, tiene los ojos pardos y le mira severamente a
la boca. Ahora tiran de la cuerda: todo está dando vueltas: paren, paren, él quiere decir
todavía algo, algo muy importante.
¿Vendrá todavía el vigilante a desatarle del banco? El no puede quedarse así las diez
y ocho horas enteras. No puede ser. Claro que no, si todavía tiene que venir el confesor; ha
leído que siempre es así. Es la ley. El no cree en nada, pero lo va a exigir, es su derecho. Y
le romperá la cabeza al fraile descarado: con este botijo se la romperá. Tiene la lengua
como de corcho. Quiere beber, tiene sed. ¡Por Dios Santo! ¿Por qué no le dan nada de
beber? Se quejará. Se saldrá al frente y presentará la reclamación la semana que viene,
cuando pase la inspección. ¡Ya le pondrá él las peras a cuatro al vigilante, al perro piojoso
ése! Se pondrá a gritar y gritará hasta que vengan a desatarle, dará voces y más voces hasta
que se caigan las paredes. Y entonces se pondrá a descansar, al aire libre, arriba, bien alto,
para que no puedan encontrarle cuando estén husmeando y dando vueltas alrededor de él.
Tendrá que haberse caído en alguna parte, piensa; le dio una estrepada el cuerpo…
¿O se habrá dormido? Está anocheciendo.
Quiere agarrarse de la cabeza: sus manos están atadas. Desde la vieja torre retumba
el tiempo, un, dos… ¿Qué hora será? Las seis. ¡Padre en los cielos, sólo quedan trece
horas!, y le quitan el aliento del pecho. Van a ejecutarle, despiadadamente; le van a ahorcar.
Los dientes le castañetean de frío. Algo le está chupando el corazón, no puede verlo. Ahora
le sube al cerebro, negro, negro. Grita y no se oye gritar; todo grita en él: los brazos, el
pecho, las piernas, el cuerpo entero, sin cesar, sin cobrar aliento.
***
Al poco tiempo reinó la comprensión más íntima que cabe imaginar y todos
acordaron permanecer juntos para siempre.
El camello distinguido, que ya ni se acordaba de lo que era miedo, siguió estudiando
todas las mañanas «The Gentleman’s Magazine», con la misma reposada tranquilidad de
antes, en sus días de retiro.
Una que otra vez, de noche, despertaba sobresaltado con un grito de angustia, pero
siempre se disculpaba sonriendo y achacándolo a las consecuencias nerviosas de su agitada
vida anterior.
Son siempre unos pocos elegidos los que estampan el sello en su ambiente y su
época. Es como si sus impulsos y sentimientos se vertiesen, cual torrentes de una misteriosa
y persuasiva elocuencia, de corazón a corazón: surgen de pronto pensamientos e ideas que
sólo ayer hubieran llenado de horror a los ánimos tímidos y virtuosos y que tal vez mañana
mismo se conquisten el derecho de ser considerados verdades de Perogrullo.
Así fue cómo, al cabo de pocos meses, se ha ido reflejando en todos los ámbitos, el
exquisito gusto del camello distinguido.
En ninguna parte ha vuelto a verse el apresuramiento plebeyo.
El león se paseaba a paso mesurado, con el discreto contoneo de un dandy, sin mirar
a la derecha ni a la izquierda. Y, como antaño las damas de la nobleza romana, así tomaba
el zorro a diario su ración de trementina, velando celosamente por que toda su familia
siguiera el ejemplo.
La pantera pasaba horas enteras puliéndose las garras con «Onglissa», hasta que
brillaban al sol con un suave color de rosa, y resultaba sumamente original oír afirmar a las
serpientes cascabel, que eso de que fuesen creación de Dios era pura pamplina, y que, en
realidad, fueron diseñadas en el «Taller de Arte Moderno».
En una palabra: por todos lados brotaba la cultura, y el estilo y el gusto modernos
penetraron hasta en los círculos más conservadores.
Hasta llegó a correr el rumor de que incluso el hipopótamo había despertado de su
flema, que se había hecho la permanente y que se imaginaba ser Rodolfo Valentino.
En esto llegó el invierno tropical.
Chis, pías, chis, pías, chis, pías.
Así, más o menos, llueve en los trópicos en esa estación del año. Sólo que mucho
más tiempo.
Propiamente sin interrupción, de un modo incesante, desde la mañana hasta la
noche, y desde la noche hasta la mañana.
El sol se levanta en el cielo, feo y opaco como una torta de miel.
En una palabra, es como para volverse loco.
En estas condiciones uno se pone de un humor endiablado. Sobre todo cuando se es
una fiera.
En lugar de esforzarse, precisamente ahora, en ser más amable y educado que
nunca, aunque sólo fuese por precaución, el camello adoptó, al contrario, un tono de irónica
superioridad, particularmente en cuestiones de moda, elegancia y otras por el estilo, lo cual
tuvo que provocar, naturalmente, disgustos y producir mala sangre.
Así llegó el cuervo una noche vestido de frac y con corbata negra y el camello
aprovechó la oportunidad para una observación petulante.
—La corbata negra con el frac puede llevarse entre gentes de raza sajona sólo en
una ocasión —dejó caer Chitrakama, sonriendo con suficiencia.
Se produjo una prolongada pausa; la pantera, desconcertada, comenzó a tararear una
canción, y nadie quiso ser el primero en romper el silencio, hasta que el cuervo no pudo
aguantar más y preguntó con voz ahogada de qué ocasión se trataba.
—Sólo cuando uno se hace enterrar —fue la irónica respuesta, que provocó una risa
general, pero tanto más ofensiva para el cuervo.
Sus apresuradas explicaciones, a saber; luto familiar, círculo estrecho de amistades,
sepelio en privado, etc., sólo han empeorado la cosa.
Pero, por si fuera poco, otra vez —el asunto anterior fue olvidado tiempo ha—,
cuando el cuervo volvió a aparecer con corbata blanca, pero de smoking, el camello acechó
literalmente la ocasión para dirigirle la capciosa pregunta:
—¿De smoking? ¿Con corbata blanca? Hum, esto se lleva sólo en una cierta
ocupación.
—¿Qué es…? —espetó el cuervo, sin contenerse.
Chítrakarna carraspeó impertinentemente:
—Cuando se afeita a alguien.
Esto le llegó al cuervo a lo vivo.
En aquel instante le juró venganza al camello distinguido. Un desquite mortal.
***
Y esta «espina en el ojo» estaba otra vez aquí, y paraba en el «Sol Rojo», junto con
su servidumbre india.
—¿Está sólo de paso? —le preguntó un viejo conocido.
—Naturalmente: de paso, porque no puedo mudarme a mi casa hasta el 15 de
agosto. Debo decirle que me he comprado una casa en la calle Fernando.
La faz de la ciudad se alargó en algunas pulgadas:
—¡Una casa en la calle Fernando! ¿De dónde habrá sacado el dinero el aventurero
ése? Y, para el colmo, toda servidumbre india. Bueno, ya veremos lo que va a durar…
***
Makintosh traía, por supuesto, otra novedad: una máquina eléctrica, con la cual
podía olfatearse, por decirlo así, las vetas de oro debajo de la tierra, una especie de varita
mágica moderna y científica.
Los más no lo creyeron, naturalmente:
—¡Si fuera buena, otros la habrían inventado hace tiempo!
Pero no se podía negar que el americano tenía que haberse hecho inmensamente
rico en los últimos cinco años. Así lo afirmaba, al menos, la agencia de informes de
Husmeas y Cía.
Y, en efecto, no dejaba de transcurrir una sola semana sin que el hombre adquiriera
una casa nueva.
Por acá y acullá, sin plan alguno: una en el Mercado de Frutas, otra en el Callejón
de Caballeros, pero todas ellas en el centro de la ciudad.
—¿Qué es lo que se propone? ¿Piensa, a lo mejor, llegar a alcalde?
Nadie podía sacar nada en limpio.
***
—¿Ha visto usted ya su tarjeta de visita? Aquí, mire, ¡qué desfachatez! Sólo un
monograma, ¡ningún nombre! Dice que ya no necesita llamarse, ¡que le sobra dinero!
***
Makintosh se había ido a la capital y, según los rumores, alternaba allí con una serie
de diputados que le rodeaban continuamente.
Nadie ha logrado enterarse de qué trataba con ellos, pero, al parecer, estaba en juego
un nuevo proyecto de ley acería de la modificación de los derechos de cateo.
Cada día traían los periódicos alguna novedad: debates parlamentarios en pro y en
contra, y todo parecía indicar que pronto quedarían autorizados, por supuesto que sólo en
casos especiales, los cáteos libres en medio de las ciudades.
Todo eso parecía muy raro, y la opinión general era que seguramente había una gran
compañía carbonera detrás de ello.
El propio Makintosh no podría tener tanto interés en la cosa; probablemente no era
sino el testaferro de algún grupo.
***
Así las cosas, el hombre regresó prontamente a su casa y parecía estar de excelente
humor. Nunca antes se le había visto tan sociable.
—Debe de irle muy bien; sólo ayer se ha comprado un nuevo inmueble, el
décimotercero —contaba en la tertulia del casino el inspector general de catastros—.
Ustedes la conocen: la casa de la esquina, la de la «virgen desesperada», frente a los «tres
tontos de hierro», allá donde funciona la Oficina Municipal de Partes de la Comisión
Provincial de Control de Aguas Crecidas.
—Si sigue especulando así, terminará arruinado —observó el consejero de obras—.
¿Saben ustedes lo que acaba de solicitar? Quiere derribar tres de sus casas, la de la calle de
la Perla, después la cuarta a la derecha del polvorín, y la número de conscripción 47184/II.
¡Los nuevos planos de construcción están ya aprobados!
*
—Habrá oído mal, señor Schebor. ¿Qué? ¿Que no va a edificar nada? ¿Es que se ha
vuelto loco? ¿Para qué entonces ha presentado los planos?
—¡Sólo para conseguir por ahora la autorización para los derribos!
—? ? ? ? ? ?
***
Algunos días más tarde, George Makintosh era el hombre más celebrado de la
ciudad. En todas las tiendas se exhibían sus fotografías, con el perfil anguloso y el irónico
rasgo en los labios estrechos.
Los diarios publicaban su biografía, los redactores deportivos sabían de pronto
exactamente su peso, la envergadura de su tórax y de sus bíceps, e incluso la cantidad de
aire que contenían sus pulmones.
Tampoco era difícil entrevistarle.
Paraba de nuevo en el «Sol Rojo», recibía a todo el mundo, ofrecía los cigarros más
exquisitos y explicaba con encantadora amabilidad cómo fue que se decidiera a derribar sus
casas y a buscar el oro en los solares despejados: dueño del nuevo aparato de su invención,
que mediante alzas y bajas de la tensión eléctrica indica exactamente la presencia del oro en
el subsuelo, se puso a explorar de noche, no sólo las bodegas de sus propios inmuebles,
sino también las de las casas vecinas, donde se las había arreglado para penetrar en secreto.
—Vean ustedes, aquí tienen los informes oficiales de la Dirección de Minas y el
dictamen pericial del eminente experto profesor Verticali, de la capital, que, dicho sea de
paso, es buen amigo mío.
Y, efectivamente, aquí decía, por escrito, avalado por el sello oficial, que «en cada
uno de los trece solares adquiridos mediante compra por el americano George Makintosh,
se había encontrado oro, en forma de habitual mezcla con arena, y cuyo cociente permitía
asegurar la existencia de una cantidad inconmensurable de dicho elemento, sobre todo en
las capas más profundas. Esta forma de presencia del metal ha quedado comprobada hasta
la fecha únicamente en América y en Asia, no obstante lo cual la opinión de Mr. Makintosh
en el sentido de que en este caso se trata, evidentemente, de un antiguo cauce de río
prehistórico, merece nuestra aprobación sin reparos. La rentabilidad exacta no puede,
naturalmente, expresarse en números, pero no subsiste duda alguna de que la riqueza del
metal es de primera magnitud y de que se trate, tal vez, de un yacimiento sin paralelo».
Particularmente interesante era el plano de la supuesta extensión de la mina,
esbozado por el americano, y que mereció el pleno asentimiento de la comisión de expertos.
En él podía verse claramente que el cauce prehistórico partía de una de las casas del
americano, siguiendo un complicado meandro a través de las demás, para desaparecer
nuevamente en el subsuelo, debajo de otra propiedad de Makintosh, en la esquina de la
calle de los Tolderos.
La demostración de que tenía que ser así y no de otro modo era tan sencilla y tan
clara, que cualquiera, aun cuando desconfiara de la precisión de la máquina catametales
eléctrica, tenía que quedar convencido.
Fue una suerte que la nueva ley de cateo hubiese ya entrado en vigor.
¡Con qué circunspección y cuánta reserva lo había previsto todo el americano!
Los dueños de las casas en cuyo suelo se descubrieron de pronto tales riquezas se
sentaban en los cafés, henchidos de orgullo y haciéndose lenguas de su ingenioso vecino, al
que hacía poco se le denigraba tan gratuitamente.
—¡Vergüenza debía darles a los calumniadores!
Cada día celebraban los señores largas asambleas y consultaban con el abogado del
comité reducido qué era lo que procedía hacer.
—¡Muy sencillo! Imitar exactamente y en todo a Mr. Makinstosh —dijo el jurista
—; presentar nuevos planos de construcción, tal como la ley lo exige, y después derribar,
derribar y derribar, para llegar al subsuelo cuanto antes. No hay otro procedimiento, porque
hacer cateos de inmediato, en los sótanos, sería inútil, aparte de estar prohibidos, según el
art. 47 a, inciso Y, partido por XXIII romano.
Y así se hizo.
La advertencia de un ingeniero extranjero, que quería pasarse de listo, en el sentido
de convencerse primero si acaso Makintosh no introdujo clandestinamente arena aurífera en
los presuntos yacimientos, con el objeto de engañar a la comisión, fue recibida con risas.
***
En las calles reinaba un estrépito infernal: golpeteo de los martillos, crujido de las
maderas, caídas de las vigas, gritos de los obreros, chirridos de los carros conduciendo
escombros, y a todo esto, ¡el maldito viento que soplaba el polvo en nubes espesas! Era
como para perder la razón.
Toda la ciudad andaba con los ojos inflamados, los vestíbulos de la clínica
oftalmológica estaban repletos de pacientes, y el nuevo folleto del profesor Grafomani
sobre «la extraña influencia de la actividad constructora moderna en la córnea humana» se
agotó a los pocos días.
Las cosas iban de mal en peor.
El tránsito se había paralizado. Un gentío enorme sitiaba al «Sol Rojo», y todo el
mundo quería hablar con el americano, a ver si Mr. Makintosh no creía que también en
otros edificios, no señalados en el plano, tenía que haber oro.
Patrullas militares recorrían la ciudad, y en todas las esquinas se leían avisos de las
autoridades prohibiendo severamente todo nuevo derribo antes de la publicación de los
decretos del Gobierno.
La policía iba equipada con armas blancas: de nada servían.
Se dieron casos horripilantes de enajenación: una viuda trepó de noche y en
camisón al tejado de su propia casa, en el suburbio, y arrancó, entre chillidos estridentes,
las tejas de la techumbre.
Madres jóvenes vagaban como ebrias por las calles, mientras que los niños de
pecho, abandonados, perecían lentamente en las alcobas solitarias.
Sobre la ciudad tendíase una neblina oscura, como si el demonio del oro extendiera
sobre ella sus alas de murciélago.
***
Por fin, por fin llegó el gran día. Los magníficos edificios de antes habían
desaparecido como borrados del suelo, y un ejército de mineros relevó a los albañiles.
Palas y zapapicos resonaban por doquier.
***
Del oro…, ¡ni rastro! La veta yacía, sin duda, a mayor profundidad de lo que se
había supuesto.
¡De pronto!: un enorme y extraño anuncio en los diarios:
GEORGE MAKINTOSH SE DIRIGE A SUS QUERIDOS AMIGOS Y A LA
CIUDAD QUE TANTO HA LLEGADO A QUERER
Circunstancias imprevistas me obligan a decirles a todos adiós para siempre.
Con la presente me complazco en obsequiar a la ciudad con el gran globo cautivo, que
todos podréis ver ascender esta tarde en la Plaza de San José y el que todos podéis
usar gratuitamente en recuerdo de mi estancia en ésta. Me resulta imposible rendir
visitas de despedida a cada uno de ustedes, por lo cual me permito dejar en la ciudad
una… gran tarjeta de visita.
[1]
Alusión a la famosa estafa de que fue víctima el ayuntamiento de la ciudad
nombrada. La cometió un inculto zapatero, disfrazado de oficial y valiéndose del respeto
servil que inspiraba el uniforme militar en Alemania. (N. del T.) <<
[2]
Alusión a la guerra de 1905, que terminó con la victoria japonesa sobre el imperio
ruso de los zares. (N. del T.) <<