Triptico
Triptico
Triptico
La vida humana es una larga cadena de encuentros que nos permiten ir coleccionando
nombres en la agenda del alma. Una lista entrañable que, de vez en cuando, repasamos y
acariciamos.
Mi nombre es Agustín –más conocido como san Agustín, obispo de Hipona–, pensador,
escritor fecundo, hombre inquieto que se propuso vivir deprisa porque la vida es corta
cuando uno se siente acompañado por un puñado de sueños. Como no es cosa de que
para conocer mi biografía tengas que entrar en el Google, prefiero contarte yo lo que fue
la aventura tensa de mi vida.
Nací en TAGASTE –que ahora se llama Souk Ahras, en la que entonces era la provincia
romana de Numidia y hoy pertenece a Argelia, cerca de la frontera con Túnez– el día
13 de noviembre del año 354. Con este carné de identidad en la mano, quiere decir que
mi piel era entre gris y morena, según corresponde a un bereber. Hoy me señalarían
como un inmigrante.
PATRICIO –mi padre–, MÓNICA –mi madre–, dos hermanos –una hermana y un
hermano– y yo, formábamos la foto de familia. Mis padres se querían por encima de sus
diferencias. Mónica era de espíritu dulce y enérgico al mismo tiempo, mujer que nunca
escondió su fe. Mi padre, más áspero y calculador, no se sentía especialmente atraído
por lo religioso. Uno y otro estaban convencidos de que yo era apasionado, agudo e
ingenioso. Total que decidieron enviarme a MADAURA porque las posibilidades de
formación eran mayores que en Tagaste. En Madaura se podían cursar estudios
superiores. Mi retrato de entonces no correspondía al de un muchacho que se comía los
libros y sumiso en todo a los profesores.
Me identificaba, más bien, con ese joven crítico e insatisfecho, muy seguro de sí mismo,
que rechaza toda imposición. Y como hijo del suelo africano, con un temperamento
impulsivo y ardiente.
Cartago era sinónimo de esplendor, refinamiento cultural, fiestas que unían el día con la
noche –teatro, diversiones… Todo lo que podía deslumbrarme al alcance de la mano. Y
te cuento que me propuse probarlo todo.
Mientras mi padre soñaba con tener un hijo orador brillante en los tribunales, mi madre
contemplaba preocupada aquellos años en que yo vivía sin freno, como quien rompe
todas las ataduras para ensayar el misterio de la libertad. Mi familia quedaba lejos, a
más de cien kilómetros, y a mucha mayor distancia los consejos y recomendaciones de
mi madre.
La aventura inquieta por encontrar la verdad y el sentido de la vida eran dos brasas
encendidas que me quemaba por dentro. Llegué a aficionarme a la astrología y los
horóscopos, buscando en las ciencias humanas respuestas que saciaran mi curiosidad.
Volví a Tagaste con mi título universitario bajo el brazo, una mujer y un hijo. A pesar
de tener tanto, no era feliz. Además tuve que hacer con un amigo íntimo la travesía del
dolor hasta su inesperada muerte. ¡Vaya golpe! La muerte rompió una vida en dos
mitades, un aliento compartido. Sólo me veía rodeado de angustia y soledad. ¿Cómo
entender que alguien muera cuando está comenzando a vivir? Con él desaparecía parte
de mi vida porque habíamos crecido juntos. El mundo aparecía más deshabitado y frío.
De Tagaste otra vez a Cartago para borrar recuerdos amargos, reencontrarme con
amigos de los tiempos de estudiante y dedicarme al estudio. A pesar de frecuentar
tertulias filosóficas y escuchar a unos y otros maestros, me veía metido en un túnel
interminable. Estaba hecho un lío, andaba como un peregrino sin rumbo y veía muy
lejanas la luz y la felicidad.
El 25 de abril del año 387, en la noche de Pascua, recibí el bautismo de manos del
obispo Ambrosio, acompañado de algunos amigos y de mi hijo. Con la mujer
compañera de mi juventud ya había roto. No fue fácil porque, si el amor es verdadero,
tiene vocación de eternidad, nada tiene que ver con una sombra fugitiva y tampoco se
puede sepultar de un día para otro.
Este mismo año 387 murió mi madre Mónica en Ostia, antes de finalizar agosto. Lo
relato así en mi libro Confesiones: «A los cincuenta y seis años de edad y treinta y tres
de la mía, aquella alma fiel y piadosa quedó liberada de su cuerpo». Había llorado
mucho por mí y ahora era yo quien le regalaba la oración y las lágrimas.
Embarqué para África –donde tenía mis raíces– acompañado de Adeodato y con la idea
de fundar un monasterio y dedicarme al estudio de la Biblia y a escribir algunos libros.
En este tiempo, la muerte entró en mi casa y se llevó a mi hijo de repente. Otra vez, y a
destiempo, la visita terca de la muerte sin fijarse en la cifra de los años. En poco tiempo
había heredado el último suspiro de mi madre y veía ahora convertida en tierra la carne
de mi hijo. Yo, que quería vivir del todo, sentir la vida plenamente, me sentía huérfano
y desarmado ante el destino. Dios cubrió mi soledad con el paño de oro de la esperanza
para que pudiera salir de aquel abismo.
Años más tarde, recibí la llamada de un funcionario de HIPONA que quería conocerme.
Hipona se llama hoy Annaba o Bona. Como en el resto de las ciudades romanas del
norte de África, allí se hablaba el latín.
El obispo de la ciudad era anciano y de origen griego. Un día el obispo comentaba a los
fieles la conveniencia de ordenar un sacerdote que conociera el latín y el pueblo
comenzó a apuntarme con el dedo y citar mi nombre en voz alta, porque sabían que
había sido catedrático en Cartago, Roma y Milán. Rompí a llorar porque, de verdad, yo
nunca había pensado en ser sacerdote. El obispo Valerio, por el contrario, aprobó la
decisión de la asamblea porque se veía aliviado en el trabajo, sobre todo en la
predicación. El año 391 fui ordenado sacerdote. Nos fuimos conociendo mutuamente el
obispo y yo, y, poco tiempo después, no dudó en escribir al Primado de Cartago para
que me nombrara obispo auxiliar de Hipona. Consiguió su propósito y el año 395 fui
consagrado obispo. Mis planes eran otros, desde luego, pero la conversión había sido
como firmar un talón en blanco al servicio de Dios y de los demás.
¿Cuáles fueron mis ocupaciones de obispo?
Tuve una agenda muy llena y mi vida –
desde los primeros años, como ya has
podido ver– tuvo un argumento muy denso.
Estudio, predicación y diálogo con los
fieles de Hipona –que principalmente se
dedicaban a la agricultura, la pesca y el
comercio–, problemas con algunos
maestros vendedores de engaños que
utilizaban la violencia para imponer sus
doctrinas, atención a los monjes de los
monasterios que yo había fundado…La
Iglesia de África estaba dividida y eran
frecuentes los enfrentamientos entre los
miembros de las sectas de los maniqueos,
arrianos, donatistas y pelagianos con los
católicos. No voy a calentarte la cabeza
explicando qué defendía cada grupo. De
noche, a la luz de una lámpara de aceite, me
sentaba a la mesa para despachar cartas,
preparar la intervención en alguna asamblea
de obispos o retomar el códice del libro que
estaba escribiendo. Quise dedicar mi tiempo Álvarez de Sotomayor, San Agustín y Santa Mónica. Colegio Valdeluz-Madrid
a servir a la Iglesia, nuestra madre, y
pregonar sin descanso el perdón y la misericordia de un Dios Padre que no sabe de
venganzas y rencores.
En agosto del año 410, las tropas de Alarico saquearon la ciudad de Roma durante seis
días. Aquel imperio casi sin límites se venía abajo y con él sus templos y sus muros
levantados a fuerza de siglos y de esclavos. Más tarde, el 429, los bárbaros pasaron de
España a África dejando en todas partes la huella de la destrucción. Nada se podía hacer
para frenar aquellas turbas que sembraban la crueldad y la miseria. Escribí entonces:
«Habéis de saber que yo, en este tiempo de angustia, pido a Dios, o que libre a la
ciudad del cerco de los enemigos, o, si es otro su deseo, dé fortaleza a sus siervos para
cumplir su voluntad, o me arrebate a mí de este mundo para llevarme consigo».
Tuyo, amigo.
AGUSTÍN