El Seminario de Jacques Lacan - Libro 3
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El Seminario de Jacques Lacan - Libro 3
EL FENÓMENO PSICÓTICO Y SU
MECANISMO
Certeza y realidad.
Schreber no es poeta.
La noción de defensa.
Verdichtung, Verdrängung, Verneinung y Verwerfung.
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edípica, defensa, que consisten en no sacar ninguna de las
consecuencias auténticas que entrañan, y en considerar que
ese es un asunto que concierne a los demás, pero que no
afecta el fondo de las relaciones de uno con el mundo. Hay
que reconocer que para ser psicoanalistas no están forzados en
modo alguno, a menos que se sacudan un poco, a tener pre-
sente que el mundo no es exactamente como cada quien lo
concibe, sino que está tramado por esos mecanismos que uste-
des pretenden conocer.
Ahora bien, no se engañen, tampoco se trata de que yo
haga aquí la metafísica del descubrimiento freudiano, de que
saque las consecuencias que entraña en lo tocante a lo que po-
demos llamar, en el sentido más amplio, el ser. Mi intención
no es esa. No sería inútil, pero creo que le podemos dejar eso
a otros, y que lo que aquí hacemos indicará la forma de acce-
so. No crean que les esté prohibido probar alas en esa di-
rección; nada perderán preguntándose acerca de la metafísica
de la condición humana tal como la revela el descubrimiento
freudiano. Pero, a fin, esto no es lo esencial, ya que esa meta-
física le cae a uno encima de la cabeza, podemos confiar en
las cosas tal como están estructuradas: ya están ustedes allí,
en su seno.
Si el descubrimiento freudiano se llevó a cabo en nuestra
época, y si por una serie harto confusa de casualidades, uste-
des resultan ser personalmente sus depositarios, no es en
balde. La metafísica en cuestión puede inscribirse por entero
en la relación del hombre con lo simbólico. Están inmersos en
ella hasta un punto que rebasa con mucho vuestra experiencia
como técnicos y, como a veces se los indico, encontramos sus
huellas y su presencia en toda suerte de disciplinas e interro-
gaciones cercanas al psicoanálisis.
Ustedes son técnicos. Pero técnicos que existen en el seno
de este descubrimiento. Puesto que esta técnica se desen-
vuelve a través de la palabra, el mundo en que les toca mover-
se en su experiencia está incurvado por dicha perspectiva. In-
tentemos, al menos, estructurarla correctamente.
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A esta exigencia responde mi pequeño cuadrado, que va
del sujeto al otro, y en cierto modo de lo simbólico a lo real,
sujeto, yo, cuerpo y en sentido inverso, hacia el Otro con ma-
yúscula de la intersubjetividad, el Otro que no aprehenden en
tanto es sujeto, es decir, en tanto puede mentir, el Otro, en
cambio, que siempre está en su lugar, el Otro de los astros, o
si prefieren el sistema estable del mundo, del objeto, y entre
ambos, de la palabra con sus tres etapas, del significante, de la
significación y del discurso.
No es un sistema del mundo, es un sistema de orientación
de nuestra experiencia: ella se estructura así, y en su seno po-
demos situar las diversas manifestaciones fenoménicas con
que nos encontramos. Si no tomamos en serio esta estructura,
no las podemos entender.
Por supuesto, esta historia de seriedad toca también el me-
ollo del asunto. Un sujeto normal se caracteriza precisamente
por nunca tomar del todo en serio cierto número de realidades
cuya existencia reconoce. Ustedes están rodeados de toda cla-
se de realidades de las que no dudan, algunas especialmente
amenazantes, pero no las toman plenamente en serio, porque
piensan, como dice el subtítulo de Claudel, que lo peor no
siempre es seguro, y se mantienen en un estado medio, funda-
mental en el sentido de que se trata del fondo, que es feliz in-
certidumbre, y que les permite una existencia suficientemente
sosegada. Indudablemente, para el sujeto normal la certeza es
la cosa más inusitada. Si se hace preguntas al respecto, se
percatará de que es estrictamente correlativa de una acción en
la que está empeñado.
No me extenderé al respecto, porque nuestro objetivo aquí
no es hacer la psicología y la fenomenología de lo más cerca-
no. Como ocurre siempre, tenemos que alcanzarla dando un
rodeo, por lo más lejano, que hoy es el loco Schreber.
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objeto de su certeza puede muy bien conservar una ambigüe-
dad perfecta, en toda la escala que va de la benevolencia a la
malevolencia. Pero significa para él algo inquebrantable.
Esto constituye lo que se llama, con o sin razón, fenómeno
elemental, o también —fenómeno más desarrollado— la cre-
encia delirante.
Pueden hacerse una idea de ello hojeando la admirable
condensación que Freud nos da del libro de Schreber, a la par
que lo analiza. A través de Freud, pueden tener el contacto, la
dimensión del fenómeno.
Un fenómeno central del delirio de Schreber, que puede
considerarse incluso inicial en la concepción que se hace de
esa transformación del mundo que constituye su delirio, es lo
que llama la Seelenmord, el asesinato del alma. Ahora bien, él
mismo lo presenta como completamente enigmático.
Es cierto que el capítulo II de las Memorias, que explicaba
las razones de su neuropatía y desarrollaba la noción de asesi-
nato del alma, está censurado. Sabemos, empero, que incluía
comentarios respecto a su familia, que probablemente nos
aclararían su delirio inaugural en relación a su padre o a su
hermano, o a alguno de sus familiares, y los así llamados ele-
mentos transferenciales significativos. Pero no tenemos por
qué lamentar demasiado, después de todo, esta censura. A ve-
ces un exceso de detalles impide ver las carácterísticas forma-
les fundamentales. Lo fundamental no es que nosotros haya-
mos perdido, a causa de esa censura, la oportunidad de
comprender tal o cual de sus experiencias afectivas en rela-
ción a sus familiares, sino que él, el sujeto, no la comprenda,
y que, sin embargo, la formule.
La distingue como un momento decisivo de esa nueva di-
mensión a la cual accedió, y la comunica mediante el relato
de los diferentes modos de relación cuya perspectiva le fue
dada progresivamente. Considera este asesinato del alma
como un resorte cierto, que a pesar de su certeza conserva por
sí mismo un carácter enigmático. ¿Qué podrá ser asesinar un
alma? Por otra parte, saber diferenciar el alma de todo lo que
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tiene que ver con ella no le es dado a cualquiera, pero sí en
cambio a este delirante, con un matiz de certeza que confiere
a su testimonio un relieve esencial.
Debemos reparar en estas cosas, y no perder de vista su ca-
rácter distintivo, si queremos comprender lo que sucede
verdaderamente, y no sacarnos de encima el fenómeno de la
locura con ayuda de una palabra clave o de esa oposición en-
tre realidades y certeza.
Deben adiestrarse a encontrar esa certeza delirante en
cualquier parte que esté. Descubrirán entonces, por ejemplo,
la diferencia que existe entre el fenómeno de los celos cuando
se presenta en un sujeto normal y cuando se presenta en un
delirante. No es necesario evocar en detalle lo que tienen de
humorístico, inclusive de cómico, los celos de tipo normal
que, por así decirlo, rechazan la certeza con la mayor naturali-
dad, por más que las realidades se la ofrezcan. Es la famosa
historia del celoso que persigue a su mujer hasta la puerta de
la habitación donde está encerrada con otro. Contrasta sufi-
cientemente con el hecho de que el delirante, por su parte, se
exime de toda referencia real. Esto debería inspirarnos cierta
desconfianza a propósito de la transferencia de mecanismos
normales, como la proyección, para explicar la génesis de los
celos delirantes. Y, sin embargo, verán hacer muy a menudo
esta extrapolación. Basta leer el texto de Freud sobre el presi-
dente Schreber para darse cuenta de que, a pesar de no tener
tiempo para abordar el asunto en toda su extensión, él muestra
los peligros que se corren, a propósito de la paranoia, ha-
ciendo intervenir de modo imprudente la proyección, la rela-
ción de yo a yo, o sea del yo al otro. Aunque esta advertencia
esté escrita con todas sus letras, el término de proyección se
usa a diestra y siniestra para explicar los delirios y su génesis.
Diré aún más: a medida que el delirante asciende la escala
de los delirios, está cada vez más seguro de cosas planteadas
como cada vez más irreales. La paranoia se distingue en este
punto de la demencia precoz: el delirante articula con una
abundancia, una riqueza, que es precisamente una de sus ca-
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racterísticas clínicas esenciales, que si bien es una de las más
obvias, no debe sin embargo descuidarse. Las producciones
discursivas que caracterizan el registro de las paranoias flore-
cen además, casi siempre, en producciones literarias, en el
sentido en que literarias quiere decir sencillamente hojas de
papel cubiertas de escritura. Observen que este hecho aboga a
favor del mantenimiento de cierta unidad entre los delirios
quizá prematuramente aislados como paranoicos, y las forma-
ciones que la nosología clásica llama parafrénicas.
Conviene sin embargo que adviertan lo que le falta al loco
en este caso, por más escritor que sea, incluyendo a este presi-
dente Schreber, que nos brinda una obra tan cautivante por su
carácter completo, cerrado, pleno, logrado.
El mundo que describe está articulado en conformidad con
la concepción alcanzada luego del momento del síntoma inex-
plicado que perturbó profunda, cruel y dolorosamente su
existencia. Según dicha concepción, que le brinda por lo de-
más cierto dominio de su psicosis, él es el correlato femenino
de Dios. Con ello todo es comprensible, todo se arregla, y di-
ría aún más, todo se arreglará para todo el mundo, ya que él
desempeña así el papel de intermediario entre una humanidad
amenazada hasta lo más recóndito de su existencia, y ese po-
der divino con el que mantiene vínculos tan singulares. Todo
se arregla en la Versöhnung, la reconciliación que lo sitúa
como la mujer de Dios. Su relación con Dios, tal como nos la
comunica es rica y compleja; con todo, no puede dejar de
impactarnos el hecho de que su texto nada entraña que indi-
que la menor presencia, la menor efusión, la menor comunica-
ción real, nada que dé idea de una verdadera relación entre
dos seres.
Sin apelar, lo cual sería discordante a propósito de un texto
como éste, a la comparación con un gran místico, abran de to-
dos modos —si la experiencia les provoca— abran cualquier
página de San Juan de la Cruz. Él también, en la experiencia
del ascenso del alma, se presenta en una actitud de recepción
y ofrenda, y habla incluso de esponsales del alma con la pre-
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sencia divina. Ahora bien, nada hay en común en el acento
que encontramos en cada uno de ellos. Diría incluso que el
más mínimo testimonio de una experiencia religiosa auténtica
les permitiría ver la enorme diferencia. Digamos que el largo
discurso con que Schreber da fe de lo que finalmente resolvió
admitir como solución de su problemática, no da en lado algu-
no la impresión de una experiencia original en la que el sujeto
mismo esté incluido: es un testimonio, valga la palabra,
verdaderamente objetivado.
¿Sobre qué versan estos testimonios delirantes? No diga-
mos que el loco es alguien que prescinde del reconocimiento
del otro. Si Schreber escribe esa enorme obra es realmente
para que nadie ignore lo que experimentó, e incluso para que,
eventualmente, los sabios verifiquen la presencia de los
nervios femeninos que penetran progresivamente en su
cuerpo, objetivando así la relación única que ha sido la suya
con la realidad divina. Es algo que de hecho se propone como
un esfuerzo por ser reconocido. Tratándose de un discurso pu-
blicado, surge el interrogante acerca de qué querrá decir re-
almente, en ese personaje tan aislado por su experiencia que
es el loco, la necesidad de reconocimiento. El loco parece
distinguirse a primera vista por el hecho de no tener necesidad
de ser reconocido. Sin embargo, esa suficiencia que tiene en
su propio mundo, la auto-comprehensibilidad que parece ca-
racterizarlo, no deja de presentar algunas contradicciones.
Podemos resumir la posición en que estamos respecto a su
discurso cuando lo conocemos, diciendo que es sin duda
escritor mas no poeta. Schreber no nos introduce a una nueva
dimensión de la experiencia. Hay poesía cada vez que un
escrito nos introduce en un mundo diferente al nuestro y
dándonos la presencia de un ser, de determinada relación
fundamental, lo hace nuestro también. La poesía hace que no
podamos dudar de la autenticidad de la experiencia de San
Juan de la Cruz, ni de Proust, ni de Gerard de Nerval. La poe-
sía es creación de un sujeto que asume un nuevo orden de re-
lación simbólica con el mundo. No hay nada parecido en las
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Memorias de Schreber.
¿Que diríamos, a fin de cuentas, del delirante? ¿Está solo?
Tampoco es esa nuestra impresión, porque está habitado por
toda suerte de existencias, improbables sin duda, pero cuyo
carácter significativo es indudable, dato primero, cuya articu-
lación se vuelve cada vez más elaborada a medida que su deli-
rio avanza. Es violado, manipulado, transformado, hablado de
todas las maneras, y, diría, charloteado. Lean en detalle lo que
él dice sobre los pájaros del cielo, como los llama, y su chilli-
do. Realmente de eso se trata: él es sede de una pajarera de fe-
nómenos, y este hecho le inspiró la enorme comunicación que
es la suya, ese libro de alrededor de quinientas páginas, re-
sultado de una larga construcción que fue para él la solución
de su aventura interior.
Al inicio, y en tal o cual momento, la duda versa sobre
aquello a lo cual la significación remite, pero no tiene duda
alguna de que remite a algo. En un sujeto como Schreber, las
cosas llegan tan lejos que el mundo entero es presa de ese de-
lirio de significación, de modo tal que puede decirse que, le-
jos de estar solo, él es casi todo lo que lo rodea.
En cambio, todo lo que él hace ser en esas significaciones
esta, de alguna manera, vaciado de su persona. Lo articula de
mil maneras, y especialmente por ejemplo, cuando observa
que Dios, su interlocutor imaginario, nada comprende de todo
cuanto está dentro, de todo lo que es de los seres vivos, y que
sólo trata con sombras o cadáveres. Por eso mismo todo su
mundo se transformó en una fantasmagoría de sombras de
hombres hechos a la ligera, dice la traducción.
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de producirse en un sujeto.
Los caminos más fáciles son los caminos ya conocidos. La
defensa es una categoría —introducida muy tempranamente
en análisis— que ocupa hoy el primer plano. Se considera al
delirio una defensa del sujeto. Las neurosis, por otra parte, se
explican de igual modo.
Saben hasta qué punto insisto en el carácter incompleto y
escabroso de esta referencia, que se presta a todo tipo de in-
tervenciones precipitadas y nocivas. Saben también hasta qué
punto es difícil desprenderse de ella. Este concepto es tan in-
sistente, tan sostenido, porque responde verdaderamente a
algo objetivable. El sujeto se defiende, pues bien, ayudémosle
a comprender que no hace sino defenderse, mostrémosle con-
tra qué se defiende. Una vez que se colocan en esta perspecti-
va, enfrentan múltiples peligros y, en primer término, el de
marrar el plano en que debe hacerse vuestra intervención. En
efecto, deben distinguir siempre severamente el orden en que
se manifiesta la defensa.
Supongamos que esa defensa es manifiestamente del orden
simbólico, y que pueden elucidarla en el sentido de una pala-
bra en sentido pleno, vale decir, que atañe en el sujeto al sig-
nificante y al significado. Si el sujeto presentifica ambos sig-
nificante y significado, entonces, en efecto, pueden intervenir
mostrándole la conjunción de ese significante y ese significa-
do. Pero tan sólo si ambos están presentes en su discurso. Si
no están los dos, si ustedes tienen la sensación de que el suje-
to se defiende contra algo que ustedes ven y él no, es decir,
que ven de manera clara que el sujeto distorsiona la realidad,
no basta la noción de defensa para permitirles enfrentar al su-
jeto con la realidad.
Recuerden lo que dije en una época ya pasada acerca de la
bella observación de Kris sobre ese personaje habitado por la
idea de que era un plagiario, y la culpabilidad aferente. Kris
considera genial su intervención en nombre de la defensa.
Desde hace algún tiempo, no tenemos más que esa noción de
defensa, y como el yo debe luchar en tres frentes, es decir, en
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el del id, en el del superyó y en el del mundo exterior, nos cre-
emos autorizados a intervenir en cualquiera de estos tres pla-
nos. Cuando el sujeto alude al trabajo de uno de sus colegas al
que nuevamente habría plagiado, nos permitimos leer ese tra-
bajo, y, percatándonos de que nada hay en ese colega que me-
rezca ser considerado como una idea original que el sujeto
plagiase, se lo señalamos. Se considera que una intervención
de esta índole forma parte del análisis. Por suerte, somos sufi-
cientemente honestos y ciegos como para considerar como
prueba de lo bien fundado de nuestra interpretación el hecho
de que el sujeto traiga la vez siguiente esta linda historieta: sa-
liendo de la sesión, fue a un restaurante, y saboreó su plato
preferido, sesos frescos.
Estamos encantados, la cosa funcionó. ¿Pero qué quiere
decir? Quiere decir que el sujeto no entendió nada del asunto
y tampoco entendió lo que nos trae, de modo que no se ve
muy bien cuál sería el progreso realizado. Kris apretó el botón
adecuado. Apretar el botón adecuado no basta. El sujeto sen-
cillamente hace un acting-out.
Confirmo el acting-out como equivalente a un fenómeno
alucinatorio de tipo delirante que se produce cuando uno
simboliza prematuramente, cuando uno aborda algo en el
orden de la realidad, y no en el seno del registro simbólico.
Para un analista, abordar el problema del plagiarismo en el re-
gistro del orden simbólico debe centrarse en primer término
en la idea de que el plagiarismo no existe. No hay propiedad
simbólica. La verdadera pregunta es: si el símbolo es de to-
dos, ¿por qué las cosas del orden del símbolo adquirieron ese
matiz, ese peso para el sujeto?
El analista debe esperar frente a eso lo que el sujeto le pro-
porcionara, antes de hacer intervenir su interpretación. Como
se trata de un gran neurótico que resiste una tentativa de análi-
sis por cierto nada despreciable —ya había tenido un análisis
antes de ver a Kris— tienen todas las probabilidades de que
ese plagiarismo sea fantasmático. Si, en cambio, llevan la in-
tervención al plano de la realidad, es decir, si vuelven a la más
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primaria de las psicoterapias, ¿qué hace el sujeto? Responde
del modo más claro, en un nivel más profundo de la realidad.
Da fe de que algo surge en la realidad, que es obstinado, que
se le impone, frente a lo cual nada que pueda decírsele
cambiara en lo más mínimo el fondo del problema. Uno le de-
muestra que ya no es plagiario, y el demuestra de qué se trata
haciéndole comer a uno sesos frescos. Reitera su síntoma, y
en un punto que no tiene ni mayor fundamento ni mayor
existencia que el que mostró primero. ¿Acaso muestra algo?
Iré más lejos: diré que no muestra nada, que algo se muestra.
Estamos aquí en el núcleo de lo que intentaré demostrar
este año respecto al presidente Schreber.
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no reprimido, sino rechazado.
Esto no está demostrado. Tampoco es una hipótesis. Es
una articulación del problema. La primera etapa no es una eta-
pa que tengan que ubicar en algún momento en la génesis. No
niego, por supuesto, que lo que sucede a nivel de las primeras
articulaciones simbólicas, la aparición esencial del sujeto,
suscite preguntas, pero no se dejen fascinar por ese momento
genético. El niñito al que ven jugando a la desaparición y re-
torno de un objeto, ejercitándose así en la aprehensión del
símbolo, enmascara, si se dejan fascinar, el hecho de que el
símbolo ya está ahí, enorme, englobándolo por todas partes,
que el lenguaje existe, que llena las bibliotecas, las desborda,
rodea todas vuestras acciones, las guía, las suscita, los
compromete, puede en cualquier momento requerir que se
desplacen y llevarlos a no importa dónde. Ante el niño que se
está introduciendo en la dimensión simbólica olvidan todo
esto. Coloquémonos, entonces, a nivel de la existencia del
símbolo en cuanto tal, en tanto estamos sumergidos en él.
En la relación del sujeto con el símbolo, existe la posibili-
dad de una Verwerfung primitiva, a saber, que algo no sea
simbolizado, que se manifestará en lo real.
Es esencial introducir la categoría de lo real, es imposible
descuidarla en los textos freudianos. Le doy ese nombre en
tanto define un campo distinto al de lo simbólico. Sólo con
esto es posible esclarecer el fenómeno psicótico y su evolu-
ción.
A nivel de esa Bejahung, pura, primitiva, que puede o no
llevarse a cabo, se establece una primera dicotomía: aquello
que haya estado sometido a la Bejahung, a la simbolización
primitiva, sufrirá diversos destinos; lo afectado por la Ve-
rwerfung primitiva sufrirá otro.
Hoy voy a avanzar, y les alumbro el camino para que se-
pan adónde voy. No consideren mi exposición como una
construcción arbitraria, tampoco fruto simplemente de un so-
metimiento al texto de Freud, aún cuando eso fue exactamen-
te lo que leíamos en ese extraordinario texto de la Verneinung
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que Hyppolite tuvo a bien comentar para nosotros hace dos
años. Si digo lo que digo, se debe a que es la única manera de
introducir rigor, coherencia y racionalidad, en lo que sucede
en las psicosis, y especialmente en aquella de que aquí se tra-
ta, la de presidente Schreber. Les mostraré luego las dificulta-
des que la comprensión del caso presenta, y la necesidad de
esta articulación inicial.
En el origen hay pues Bejahung, a saber, afirmación de lo
que es, o Verwerfung.
Obviamente, no basta con que el sujeto haya elegido en el
texto de lo que hay que decir, una parte, tan sólo una parte, re-
chazando lo demás, para que al menos con ésa las cosas enca-
jen bien. Siempre hay cosas que no encajan. Es algo evidente,
si no partimos de la idea que inspira a toda la psicología clási-
ca, académica, a saber, que los seres vivos son seres adapta-
dos, como suele decirse, ya que viven, y que por ende todo
debe encajar bien. Si piensan así no son psicoanalistas. Ser
psicoanalista es, sencillamente, abrir los ojos ante la evidencia
de que nada es más disparatado que la realidad humana. Si
creen tener un yo bien adaptado, razonable, que sabe navegar,
reconocer lo que debe y lo que no debe hacer, tener en cuenta
las realidades, sólo queda apartarlos de aquí. El psicoanálisis,
coincidiendo al respecto con la experiencia común, muestra
que no hay nada más necio que un destino humano, o sea, que
siempre somos embaucados. Aun cuando tenemos éxito en
algo que hacemos, precisamente no es eso lo que queríamos.
No hay nada más desencantado que quien supuestamente
alcanza su ensueño dorado, basta hablar tres minutos con él,
francamente, como quizá sólo lo permite el artificio del diván
psicoanalítico, para saber que, a fin de cuentas, el sueño es
precisamente la bagatela que le importa un bledo, y que ade-
más esta muy molesto por un montón de cosas. El análisis es
darse cuenta de esto, y tenerlo en cuenta.
Si por una suerte extraña atravesamos la vida encontrándo-
nos solamente con gente desdichada, no es accidental, no es
porque pudiese ser de otro modo. Uno piensa que la gente fe-
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liz debe estar en algún lado. Pues bien, si no se quitan eso de
la cabeza, es que no han entendido nada del psicoanálisis.
Esto es lo que yo llamo tomar las cosas en serio. Cuando les
dije que era preciso tomarse las cosas en serio, era precisa-
mente para que se tomaran en serio el hecho de que nunca las
toman en serio.
Entonces, en el seno de la Bejahung, ocurren toda clase de
accidentes. Nada indica que la primitiva sustracción haya sido
realizada de manera adecuada. Por otra parte, lo más probable
es que de aquí a mucho tiempo, seguiremos sin saber nada de
sus motivos, precisamente porque se sitúa más allá de todo
mecanismo de simbolización. Y si alguien sabe algo de ello
algún día, es difícil que ese alguien sea el analista. En todo
caso, con lo que queda el sujeto se forja un mundo, y, sobre
todo, se ubica en su seno, es decir, se las arregla para ser apro-
ximadamente lo que admitió que era, un hombre cuando re-
sulta ser del sexo masculino, o, a la inversa, una mujer.
Si lo coloco en primer plano, es porque el análisis subraya
claramente que este es uno de los problemas esenciales. Ja-
más olviden que nada de lo tocante al comportamiento del ser
humano en tanto sujeto, nada de aquello, sea lo que fuere, en
que se realiza, en que es, lisa y llanamente, puede escapar del
sometimiento a las leyes de la palabra.
El descubrimiento freudiano nos enseña que las adaptacio-
nes naturales están, en el hombre, profundamente desbara-
justadas. No simplemente porque la bisexualidad desempeña
en él un papel esencial. Desde el punto de vista biológico esa
bisexualidad no es extraña, dado que las vías de acceso a la
regularización y a la normalización son en él más complejas,
y distintas, en comparación con lo que observamos en general
en los mamíferos y en los vertebrados. La simbolización, en
otras palabras, la Ley, cumple allí un papel primordial.
Si Freud insistió tanto en el complejo de Edipo que llegó
hasta construir una sociología de tótemes y tabúes, es, mani-
fiestamente, porque la Ley esta ahí ab origine. Está excluido,
en consecuencia, preguntarse por el problema de los orígenes:
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la Ley esta ahí justamente desde el inicio, desde siempre, y la
sexualidad humana debe realizarse a través de ella. Esta Ley
fundamental es sencillamente una ley de simbolización. Esto
quiere decir el Edipo.
En su seno, entonces, se producirá todo lo que puedan
imaginar, en los tres registros de la Verdichtung, de la
Verdrängung y de la Verneinung.
La Verdichtung es simplemente la ley del malentendido,
gracias a la cual sobrevivimos, o hacemos varias cosas a la
vez, o también gracias a la cual podemos, por ejemplo,
cuando somos un hombre, satisfacer completamente nuestras
tendencias opuestas ocupando en una relación simbólica una
posición femenina, a la par que seguimos siendo cabalmente
un hombre, provisto de su virilidad, en el plano imaginario y
en el plano real. Esta función que, con mayor o menor intensi-
dad es de feminidad, puede satisfacerse así en esa receptivi-
dad esencial que es uno de los papeles existentes fundamenta-
les. No es metafórica: cuando recibimos la palabra de verdad
recibimos algo. La participación en la relación de la palabra
puede tener múltiples sentidos a la vez, y una de las significa-
ciones involucradas puede ser justamente la de satisfacerse en
la posición femenina, en cuanto tal esencial a nuestro ser.
La Verdrängung, la represión, no es la ley del malentendi-
do, es lo que sucede cuando algo no encaja a nivel de la cade-
na simbólica. Cada cadena simbólica a la que estamos ligados
entraña una coherencia interna, que nos fuerza en un momen-
to a devolver lo que recibimos a otro. Ahora bien, puede ocu-
rrir que no nos sea posible devolver en todos los planos a la
vez, y que, en otros términos, la ley nos sea intolerable. No
porque lo sea en sí misma, sino porque la posición en que
estamos implica un sacrificio que resulta imposible en el pla-
no de las significaciones. Entonces reprimimos: nuestros
actos, nuestro discurso, nuestro comportamiento. Pero la ca-
dena, de todos modos, sigue circulando por lo bajo, expre-
sando sus exigencias, haciendo valer su crédito, y lo hace por
intermedio del síntoma neurótico. En esto es que la represión
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es el mecanismo de la neurosis.
La Verneinung es del orden del discurso, y concierne a lo
que somos capaces de producir por vía articulada. El así lla-
mado principio de realidad interviene estrictamente a este ni-
vel. Freud lo expresa del modo más claro en tres o cuatro lu-
gares de su obra, que recorrimos en distintos momentos de
nuestro comentario. Se trata de la atribución, no del valor de
símbolo, Bejahung, sino del valor de existencia. A este nivel,
que Freud sitúa en su vocabulario como el de juicio de
existencia, le asigna, con una profundidad que se adelanta mil
veces a lo que se decía en su época, la siguiente característica:
siempre se trata de volver a encontrar un objeto.
Toda aprehensión humana de la realidad está sometida a
esta condición primordial: el sujeto está en busca del objeto
de su deseo, más nada lo conduce a él. La realidad en tanto el
deseo la subtiende es, al comienzo alucinada. La teoría freu-
diana del nacimiento del mundo objetal, de la realidad, tal
como es expresada al final de la Traumdeutung, por ejemplo,
y tal como la retoma cada vez que ella está esencialmente en
juego, implica que el sujeto queda en suspenso en lo tocante a
su objeto fundamental, al objeto de su satisfacción esencial.
Esta es la parte de la obra, del pensamiento freudiano, que
retoman abundantemente todos los desarrollos que actualmen-
te se llevan a cabo sobre la relación pre-edípica, y que con-
sisten, a fin de cuentas, en decir que el sujeto siempre busca
satisfacer la primitiva relación materna. En otros términos,
donde Freud introduce la dialéctica de dos principios insepa-
rables, que no pueden ser pensados el uno sin el otro, princi-
pio de placer y principio de realidad, escogen a uno de los
dos, el principio del placer, y ponen todo el énfasis en él,
postulando que domina y engloba al principio de realidad.
Pero desconocen en su esencia al principio de realidad,
que expresa exactamente lo siguiente: el sujeto no tiene que
encontrar al objeto de su deseo, no es conducido hacia él por
los canales, los rieles naturales de una adaptación instintiva
más o menos preestablecida, y por lo demás más o menos
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trastabillante, tal como la vemos en el reino animal; debe en
cambio volver a encontrar el objeto, cuyo surgimiento es
fundamentalmente alucinado. Por supuesto, nunca lo vuelve a
encontrar, y en esto consiste precisamente el principio de rea-
lidad. El sujeto nunca vuelve a encontrar, escribe Freud, más
que otro objeto, que responderá de manera más o menos sa-
tisfactoria a las necesidades del caso. Nunca encuentra sino
un objeto distinto, porque, por definición, debe volver a en-
contrar algo que es prestado. Este es el punto esencial en tor-
no al cual gira la introducción, en la dialéctica freudiana, del
principio de realidad.
Lo que es preciso concebir, porque me lo ofrece la expe-
riencia clínica, es que en lo real aparece algo diferente de lo
que el sujeto pone a prueba y busca, algo diferente de aquello
hacia lo cual el aparato de reflexión, de dominio y de investi-
gación que es su yo —con todas las alienaciones que supone
— conduce al sujeto; algo diferente, que puede surgir, o bien
bajo la forma esporádica de esa pequeña alucinación que rela-
ta el Hombre de los lobos, o bien de modo mucho más
amplio, tal como se produce en el caso del presidente Schre-
ber.
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sión psicótica. Verán hasta qué punto lo que la determina es
diferente de lo que determina la invasión neurótica, son
condiciones estrictamente opuestas. En el caso del presidente
Schreber, esa significación rechazada tiene la más estrecha re-
lación con la bisexualidad primitiva que mencioné hace poco.
El presidente Schreber nunca integró en modo alguno, inten-
taremos verlo en el texto, especie alguna de forma femenina.
Resulta difícil pensar cómo la represión pura y simple de
tal o cual tendencia, el rechazo o la represión de tal o cual
pulsión, en mayor o menor grado transferencial, experimenta-
da respecto al doctor Flechsig, habría llevado al presidente
Schreber a construir su enorme delirio. Debe haber en reali-
dad algo un poco más proporcionado con el resultado obteni-
do.
Les indico por adelantado que se trata de la función feme-
nina en su significación simbólica esencial, y que sólo la po-
demos volver a encontrar en la procreación, ya verán por qué.
No diremos ni emasculación ni feminización, ni fantasma de
embarazo, porque esto llega hasta la procreación. En un mo-
mento cumbre de su existencia, no en un momento deficitario,
esto se le manifiesta bajo la forma de la irrupción en lo real de
algo que jamas conoció, de un surgimiento totalmente extra-
ño, que va a provocar progresivamente una sumersión radical
de todas sus categorías, hasta forzarlo a un verdadero reorde-
namiento de su mundo.
¿Podemos hablar de proceso de compensación, y aún de
curación, como algunos no dudarían hacerlo, so pretexto de
que en el momento de estabilización de su delirio, el sujeto
presenta un estado más sosegado que en el momento de su
irrupción? ¿Es o no una curación? Vale la pena hacer la pre-
gunta, pero creo que sólo puede hablarse aquí de curación en
un sentido abusivo.
¿Qué sucede pues en el momento en que lo que no está
simbolizado reaparece en lo real? No es inútil introducir al
respecto el término de defensa. Es claro que lo que aparece,
aparece bajo el registro de la significación, y de una significa-
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ción que no viene de ninguna parte, que no remite a nada,
pero que es una significación esencial, que afecta al sujeto. En
ese momento se pone en movimiento sin duda lo que intervie-
ne cada vez que hay conflicto de órdenes, a saber, la repre-
sión. Pero, ¿por qué en este caso la represión no encaja, vale
decir, no tiene como resultado lo que se produce en el caso de
una neurosis?
Antes de saber por qué, primero hay que estudiar el cómo.
Voy a poner bastante énfasis en lo que hace la diferencia de
estructura entre neurosis y psicosis.
Cuando una pulsión, digamos femenina o pasivizante, apa-
rece en un sujeto para quien dicha pulsión ya fue puesta en
juego en diferentes puntos de su simbolización previa, en su
neurosis infantil por ejemplo, logra expresarse en cierto nú-
mero de síntomas. Así, lo reprimido se expresa de todos mo-
dos, siendo la represión y el retorno de lo reprimido una sola
y única cosa. El sujeto, en el seno de la represión, tiene la po-
sibilidad de arreglárselas con lo que vuelve a aparecer. Hay
compromiso. Esto caracteriza a la neurosis, es a la vez lo más
evidente del mundo y lo que menos se quiere ver.
La Verwerfung no pertenece al mismo nivel que la Vernei-
nung. Cuando, al comienzo de la psicosis, lo no simbolizado
reaparece en lo real, hay respuestas, del lado del mecanismo
de la Verneinung, pero son inadecuadas.
¿Qué es el comienzo de una psicosis? ¿Acaso una psicosis
tiene prehistoria, como una neurosis? ¿Hay una psicosis in-
fantil? No digo que responderemos esta pregunta, pero al me-
nos la haremos.
Todo parece indicar que la psicosis no tiene prehistoria. Lo
único que se encuentra es que cuando, en condiciones espe-
ciales que deben precisarse, algo aparece en el mundo exterior
que no fue primitivamente simbolizado, el sujeto se encuentra
absolutamente inerme, incapaz de hacer funcionar la Vernei-
nung con respecto al acontecimiento. Se produce entonces
algo cuya característica es estar absolutamente excluido del
compromiso simbolizante de la neurosis, y que se traduce en
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otro registro, por una verdadera reacción en cadena a nivel de
lo imaginario, o sea en la contradiagonal de nuestro pequeño
cuadrado mágico.
El sujeto, por no poder en modo alguno restablecer el
pacto del sujeto con el otro, por no poder realizar mediación
simbólica alguna entre lo nuevo y él mismo, entra en otro
modo de mediación, completamente diferente del primero,
que sustituye la mediación simbólica por un pulular, una pro-
liferación imaginaria, en los que se introduce, de manera de-
formada y profundamente a-simbólica, la señal central de la
mediación posible.
El significante mismo sufre profundos reordenamientos,
que otorgan ese acento tan peculiar a las intuiciones más sig-
nificantes para el sujeto. La lengua fundamental del presiden-
te Schreber es, en efecto, el signo de que subsiste en el seno
de ese mundo imaginario la exigencia del significante.
La relación del sujeto con el mundo es una relación en
espejo. El mundo del sujeto consistirá esencialmente en la re-
lación con ese ser que para él es el otro, es decir, Dios mismo.
Algo de la relación del hombre con la mujer es realizado su-
puestamente de este modo. Pero verán, cuando estudiemos en
detalle este delirio, que por el contrario, los dos personajes, es
decir Dios, con todo lo que supone —el universo, la esfera ce-
leste— y el propio Schreber por otra parte, en tanto lite-
ralmente desarticulado en una multitud de seres imaginarios
que se dedican a sus vaivenes y transfixiones diversas, son
dos estructuras que se acoplan estrictamente. Desarrollan, de
modo sumamente interesante para nosotros, lo que siempre
está elidido, velado, domesticado en la vida del hombre
normal: a saber, la dialéctica del cuerpo fragmentado con
respecto al universo imaginario, que en la estructura normal
es subyacente.
El estudio del delirio de Schreber presenta el interés emi-
nente de permitirnos captar de manera desarrollada la dialécti-
ca imaginaria. Si se distingue manifiestamente de todo lo que
podemos presumir de la relación instintiva, natural, se debe a
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una estructura genérica que hemos indicado en el origen, y
que es la del estadio del espejo. Esta estructura hace del
mundo imaginario del hombre algo descompuesto por adelan-
tado. La encontramos aquí en su estado desarrollado, y éste es
uno de los intereses del análisis del delirio en cuanto tal. Los
analistas siempre lo subrayaron, el delirio muestra el juego de
los fantasmas en su carácter absolutamente desarrollado de
duplicidad. Los dos personajes a los que se reduce el mundo
para el presidente Schreber, están hechos uno en referencia al
otro, uno le ofrece al otro su imagen invertida.
Lo importante es ver cómo esto responde a la demanda,
indirectamente realizada de integrar lo que surgió en lo real,
que representa para el sujeto ese algo propio que nunca
simbolizó. Una exigencia del orden simbólico, al no poder ser
integrada en lo que ya fue puesto en juego en el movimiento
dialéctico en que vivió el sujeto, acarrea una desagregación en
cadena, una sustracción de la trama en el tapiz, que se llama
delirio. Un delirio no carece forzosamente de relación con el
discurso normal, y el sujeto es harto capaz de comunicárnos-
lo, y de satisfacerse con él, dentro de un mundo donde toda
comunicación no está interrumpida.
En la junción de la Verwerfung y de la Verdrängung con la
Verneinung continuaremos la próxima vez nuestro examen.
11 DE ENERO DE 1956
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