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Magia en el corazón
Magia en el corazón
Magia en el corazón
Libro electrónico193 páginas2 horas

Magia en el corazón

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Información de este libro electrónico

Iba a disfrutar de aquel encuentro al máximo.
Tess Montoya estaba decidida a disfrutar de una noche de sexo y pasión con el mujeriego Eli Garrett, su antiguo novio del instituto. Después de haber sido abandonada por su infiel marido, ¿por qué no desahogarse con el hombre que mejor la conocía? Además, de ninguna manera planeaba entregarle su corazón a aquel hombre tan atractivo…
De todos los errores de juventud que Eli había cometido, dejar a Tess era el que más lamentaba. Por eso, y a pesar de que lo tenían todo en contra, Eli juró que haría cualquier cosa que ella le pidiera, excepto dejarla de nuevo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 sept 2016
ISBN9788468786629
Magia en el corazón
Autor

Karen Templeton

Since 1998, three-time RITA-award winner (A MOTHER'S WISH, 2009; WELCOME HOME, COWBOY, 2011; A GIFT FOR ALL SEASONS, 2013),  Karen Templeton has been writing richly humorous novels about real women, real men and real life.  The mother of five sons and grandmom to yet two more little boys, the transplanted Easterner currently calls New Mexico home.

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    Vista previa del libro

    Magia en el corazón - Karen Templeton

    Editado por Harlequin Ibérica.

    Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

    Núñez de Balboa, 56

    28001 Madrid

    © 2009 Karen Templeton-Berger

    © 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

    Magia en el corazón, n.º 9 - septiembre 2016

    Título original: A Marriage-Minded Man

    Publicada originalmente por Silhouette® Books.

    Publicada en español en 2010

    Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

    Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

    ® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

    ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

    Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

    I.S.B.N.: 978-84-687-8662-9

    Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

    Índice

    Portadilla

    Créditos

    Índice

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Capítulo 11

    Capítulo 12

    Epílogo

    Si te ha gustado este libro…

    Capítulo 1

    LAS hojas secas crujían bajo las ruedas de la ranchera mientras Eli Garrett conducía por la carretera de la montaña, con una mano sobre el volante y la otra repiqueteando en el salpicadero, al son de una melodía de Willie Nelson. En el remolque, como acompañamiento, sonaban con los baches una escalera y un montón de herramientas de trabajo.

    Eran buenos tiempos, se dijo Eli, acercándose a la última curva que conducía a su casa. Tenía un cheque de uno de sus clientes en el bolsillo, una película de 007 esperándolo en casa y, en el asiento del copiloto, una bandeja con las enchiladas de pollo de Evangelista Ortega. La noche se le presentaba muy prometedora, con nada más que hacer que pasar el rato con James Bond y saborear las mejores enchiladas de todo Santa Fe, pensó, mientras llegaba a lo alto de la colina donde se encontraba su casa.

    –¡Qué diablos!

    Eli tuvo que dar un volantazo para no atropellar a una pequeña y fantasmagórica figura que había aparecido de la nada, haciendo jogging por el lado incorrecto de la carretera. La persona gritó y se lanzó contra unos arbustos, maldiciendo a voz en grito.

    Las herramientas que había en el remolque hicieron un gran estruendo al chocar unas con otras, y Eli paró y saltó del coche.

    –¡Lo siento, no te he visto! –gritó Eli, corriendo hacia la persona con la que casi había chocado, que ya estaba poniéndose en pie–. ¿Estás bien?

    Iluminada por los faros del coche, una mujer se giró y, al verla, Eli sintió que su buen humor se evaporaba como el humo en una ventisca.

    Se quedó petrificado, sin saber qué hacer. Al reconocerlo, Teresa Morales, mejor dicho, Montoya, también se quedó rígida. Entonces, ella soltó una carcajada seca, burlona.

    –Santo cielo, Tess, me has dado un susto de muerte –dijo Eli, relajándose un poco.

    Sacudiéndose las hojas y el polvo de los pantalones, Tess le lanzó una mirada asesina.

    –Sí, bueno –dijo ella–. Tú sí que me has asustado. Idiota.

    Tess se agachó para mirarse un corte con muy mal aspecto en la espinilla.

    –¿Estoy sangrando? No veo nada con esta luz.

    –Si te echo un vistazo, ¿me prometes no lanzarme ningún objeto punzante?

    –Hoy es tu día de suerte –repuso ella, mirándolo con furia–. No voy armada.

    –¿Estás segura? Esa cinta del pelo que llevas parece peligrosa.

    –Diablos, Eli. Échame un vistazo a la herida y calla.

    Eli se agachó a su lado, intentando ignorar su aroma, el mismo que solía excitarlo cuando era adolescente. Unas sensaciones que amenazaban con apoderarse de él una vez más, sobre todo cuando tomó la pierna de Tess entre las manos y sintió su piel fresca y suave.

    –¡Eh!

    –Lo siento –murmuró él y, al tocarle la pantorrilla, se dio cuenta de que ella se había depilado hacía poco–. Sí, estás sangrando bastante. Una rama o algo te ha hecho un buen rasguño. ¿Qué demonios estabas haciendo corriendo a estas horas de la noche? ¿Y por qué justo aquí?

    –Todavía había luz cuando empecé a correr –replicó Tess, sacando un pañuelo de papel del bolsillo–. Y no tenía intención de alejarme tanto. En realidad, no había pensado correr, sino dar un paseo nada más, pero se me fue de las manos.

    Eli se dio cuenta de que le temblaba la mano mientras se limpiaba la sangre, como si su ánimo beligerante la estuviera abandonando.

    Como si fuera una mujer aún resentida por su reciente divorcio.

    –Espera –dijo Eli, suspirando–. Tengo toallitas húmedas y agua en la ranchera.

    Eli se sorprendió de que Tess no se moviera del sitio. Cuando regresó con las toallitas, ella se había hecho un ovillo, con los brazos alrededor de las piernas dobladas y la frente apoyada en las rodillas. Conociéndola, había esperado verla alejándose, rezongando y asegurando que no necesitaba ninguna ayuda.

    –Toma –indicó él y le tendió una toallita húmeda.

    Tess levantó la cabeza, tomó la toallita y se la puso sobre la herida, haciendo una mueca. Una lágrima rodó por su mejilla, y ella se la limpió de inmediato.

    –¿Estás bien?

    –Estoy bien –repuso ella–. De verdad.

    Eli se sentó a su lado, intentando conciliar lo que estaba viendo con la imagen de la rebelde chica de dieciséis años de la que él había estado locamente enamorado y la ejecutiva agresiva en que se había convertido en los últimos años. Aunque lo cierto era que no se habían visto mucho en ese tiempo y apenas habían intercambiado una docena de palabras desde el día en que él había cometido su mayor equivocación.

    Pero en un pueblo como Tierra Rosa era posible pasarse años sin hablar con alguien y, aun así, conocer su vida al detalle. O bien se oían rumores, o algún alma caritativa le tenía al corriente o bien veía las cosas con sus propios ojos.

    –¿Dónde están los niños? –preguntó él, cambiándole la toallita ensangrentada por una limpia.

    –En Albuquerque. Con su padre –respondió Tess con otra mueca. Luego, miró a Eli con los ojos llenos de rabia y volvió a bajar la vista hacia la herida–. Ayer hubiera sido nuestro noveno aniversario.

    –Lo siento.

    Tess se encogió de hombros y levantó la toallita.

    –¿Crees que ha dejado de sangrar?

    –No estoy seguro. No veo muy bien. ¿Puedes caminar?

    –Claro que puedo –replicó ella y se puso en pie.

    –Vamos, te llevaré a mi casa y te curaré.

    Apretando los dientes por el dolor, Tess dio otro paso y maldijo.

    –¿Por qué no me llevas a mi casa mejor?

    –Porque algo me dice que no deberías estar sola en estos momentos.

    Eli sintió cómo ella le clavaba la mirada. Se dio cuenta, también, de que estaba muy dolorida, y no solo por la pierna.

    –No recuerdo haberte pedido ayuda –señaló Tess–. Si no quieres llevarme a casa, volveré a mi propio ritmo.

    –¿Para llegar la semana que viene?

    Ella lo miró con rabia y Eli tuvo que contenerse para no reír.

    –Mira, ¿qué te parece si vamos a mi casa, te limpio la herida y, luego, te llevo a la tuya? –propuso Eli y, al ver que ella seguía titubeando, añadió–: Incluso puede que encuentre un poco de whisky por algún sitio.

    –¿Para qué? ¿Por si tienes que amputar?

    –No está de más estar preparado.

    Murmurando algo, Tess empezó a caminar hacia la ranchera. Eli intentó agarrarla de la cintura para ayudarla, pero recibió un palmetazo en la mano como negativa. Ella caminó cojeando los cinco metros que había hasta el coche y se agarró a la puerta cuando llegó, intentando recuperar el aliento.

    Eli quitó las enchiladas del asiento del copiloto y, cuando Tess se hubo sentado, emitió un sonido que era mezcla de suspiro y gemido.

    –¿Son las enchiladas de Eva? –preguntó ella.

    –Así es –respondió él–. ¿Hace mucho que no comes?

    –Hace un poco.

    Pensando que las mujeres eran un engorro, Eli cerró la puerta de un portazo y dio la vuelta al coche, para sentarse en su asiento.

    –No me importa compartirlas.

    –No hace falta, estoy bien.

    Meneando la cabeza, Eli puso el coche en marcha.

    –Puede que tu estómago no esté de acuerdo.

    Tess se cruzó de brazos. Le rugían los intestinos.

    –Tengo comida en casa –replicó ella.

    Eli decidió no insistir.

    Llegaron a su casa en menos de dos minutos. Era una pequeña construcción de ladrillo, cómoda y poco pretenciosa, junto a un edificio mayor que albergaba el taller de carpintería familiar. Y, a unos cuarenta metros, estaba la casa de sus padres.

    Tess salió del coche y se quedó mirando la casa.

    –No se ve muy bien en la oscuridad –comentó él, sacando las enchiladas del coche y esperando que ella comenzara a cojear tras él cuando estuviera lista.

    –Claro –murmuró ella y empezó a caminar.

    Al fin, llegó hasta la casa.

    –¡Vaya! –exclamó Tess al entrar. El espacio abierto estaba limpio y despejado.

    –Sí, la señora de la limpieza ha venido hoy –replicó él, con tono sarcástico.

    –¿Señora de la limpieza?

    Eli dejó la bandeja de enchiladas en la cocina y se quitó la chaqueta.

    –No, Tess, no tengo criada. Quizá el suelo no esté tan limpio como para comer en él, pero sé lavar los platos y sacar la basura.

    –Bueno, yo… –balbuceó Tess y suspiró–. ¿El baño?

    –De frente, a la derecha. El botiquín de primeros auxilios está debajo del lavabo. Supongo que no quieres que te ayude, ¿no?

    –No –dijo ella y comenzó a cojear hacia el baño.

    Diez segundos después, Eli oyó un grito. Corrió al baño y se encontró con Tess mirándose al espejo con una mueca.

    –¿Por qué no me habías dicho que tengo medio bosque en el pelo? –protestó ella, sacudiéndose ramitas y hojas.

    A la luz, Eli se fijó en que diez años y dos hijos le habían añadido un par de kilos de más.

    –Estaba oscuro –repuso él–. No me di cuenta –explicó y se apoyó en la puerta, observándola–. Nunca antes te había visto con el pelo corto.

    Tess lo miró a los ojos un segundo antes de volver la cara al espejo.

    –Me cansé de tenerlo largo –indicó ella con suavidad, peinándoselo con los dedos y dejando caer las ramitas y hojas al suelo del baño.

    –Te queda bien –observó él y se dio media vuelta y se fue, dejándola sola.

    Tess se abrazó a sí misma, apoyada en el lavabo, que estaba más limpio de lo que había esperado. En su repisa, solo tenía un vaso con una cuchilla de afeitar.

    Intentó calmar los latidos acelerados de su corazón. ¿En qué diablos había estado pensando?, se dijo, ¿por qué no había dado media vuelta antes de alejarse tanto de su casa? Quizá, lo único que había querido había sido escapar. De todo. No para siempre. Solo durante un tiempo.

    Pero ¿cómo había acabado en el baño de Eli?

    Eso sí que era raro.

    No se habían visto más de una docena de veces después de su ruptura, recordó Tess. Lo cierto era que habían terminado bastante mal. Al mirar atrás, pensó que, tal vez, se había pasado un poco de la raya al perseguirlo por la avenida Principal con una fregona. Aunque lo más probable era que no le hubiera hecho ningún daño serio, en el supuesto de que hubiera podido alcanzarlo. Pero eso había sido hacía mucho tiempo y ella ya no sentía nada por él. No después de doce años, un matrimonio roto y un par de hijos.

    Suspirando, Tess sacó el botiquín y, por primera vez, se examinó la herida. Vaya. No iba a quedar coja, pensó, pero tendría que prescindir de llevar minifalda durante un tiempo.

    Se sentó en el váter y humedeció una gasa con limpiador antiséptico para aplicársela en la herida. Silbó y maldijo. Y se le saltaron las lágrimas, de dolor y, sobre todo, de rabia y frustración, coronadas por algo de tristeza. Se había pasado todos aquellos años temiendo perder a Ricky y, al final, lo había perdido de todos modos.

    Tess podía soportar el dolor de la pérdida. La gente cambiaba, los matrimonios se separaban y seguían adelante cada uno por su lado.

    Sin embargo, la rabia era algo nuevo para ella. Y eso la asustaba, porque no conocía sus límites. La rabia era lo que le había impulsado a salir corriendo de su casa hacía dos horas y haberse alejado más de lo debido.

    Sumida en sus pensamientos, se puso una pomada antibiótica y se vendó la herida. Poco a poco, estaba sobreponiéndose al susto del accidente. Cuando apoyó la pierna en el suelo, no le dolió tanto. Guardó el botiquín en su sitio y se dirigió al salón comedor, amueblado al estilo rústico, cómodo, limpio y espacioso.

    No parecía el hogar de un soltero, a excepción de las dos baldas llenas de videojuegos y las consolas que había junto a la televisión.

    –¿Cuál es el diagnóstico? –preguntó Eli desde la mesa del comedor.

    Tess se dio cuenta, entonces, de que él había puesto la mesa para dos. Y observó, por primera vez, al hombre que tenía delante. Eli parecía más alto. Más sólido. Llevaba el cabello rubio y rizado, igual que hacía años, demasiado largo para su gusto. Y una camiseta ancha y pantalones gastados, como siempre. También seguía pareciendo muy seguro de sí mismo. Y muy atractivo.

    Tess se encogió de hombros, con las manos en los bolsillos de la

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