Pasión escondida
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Pero los negocios no pasaban por un buen momento, su vida personal era un caos y su atractiva secretaria volvía a estar libre… y disponible. ¿Había llegado el momento de ir tras aquello que deseaba?
Sarah M. Anderson
I spent my childhood wandering through the woods behind our house, pretending to be an Indian. Later, when I fully discovered horses, it prompted my mother the history teacher to put anything and everything about the High Plains tribes into my hands. This infatuation lasted for over a decade. At some point, I got away from Indians. My mother blames boys. I discovered Victorian novels and didn't look back - not for almost two decades. I got a Bachelor's of Arts in English from Truman State University and a Master's of Arts in English from The Ohio State University. And through it all, I knew I wanted to write novels. I just had no idea how to do it. It took a caffeine-fueled car trip with my 92-year-old grandmother and two-year-old son in July of 2007 to awaken my Muse. That story would become my first book as I figured out how, exactly, one writes a novel. Let's just say the learning curve was steep. One character led to another, and before long, I found my characters out in South Dakota, among the Lakota Sioux tribe. Modern-day cowboys, who are the Indians - without planning it this way, I find myself writing about the people and places that held my imagination throughout my childhood. In 2010, I sold my first novel, the award-winning Indian Princess, to Stacy Boyd of Harlequin Desire. The book will be released in 2012. Stay tuned for more updates! I live in Illinois with my husband, son, Jake the Three-Legged Wonder Wiener dog, and Gater the Four-Legged Mutt. I am a writer and editor at Mark Twain Media, Inc., an educational publishing company. I am a member of Romance Writers of America, the Chicago-North RWA, Women Writing the West, and the International Association for the Study of Popular Romance. When not chasing my son around or tweaking my books, I attempt to read, knit, and occasionally complete a home improvement project in my historical 1895 Queen Anne house. Sarah loves to hear from readers via her email: message@sarahmanderson.com
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Pasión escondida - Sarah M. Anderson
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2014 Sarah M. Anderson
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Pasión escondida, n.º 142 - junio 2017
Título original: Not the Boss’s Baby
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-9773-1
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Si te ha gustado este libro…
Capítulo Uno
–Señorita Chase, ¿podría venir a mi despacho?
Serena se sobresaltó al oír la voz del señor Beaumont desde el interfono de su escritorio. Parpadeó y miró a su alrededor.
¿Cómo se las había arreglado para llegar al trabajo? Se miró el traje que llevaba y que no recordaba haberse puesto y se acarició el pelo. Todo parecía estar en su sitio. Todo parecía estar bien.
Excepto por el hecho de que estaba embarazada.
Estaba segura de que era lunes. Miró la hora en su ordenador. Sí, eran las nueve de la mañana, la hora en la que habitualmente se reunía con Chadwick Beaumont, presidente de la compañía cervecera Beaumont. Hacía siete años que era la secretaría del señor Beaumont, después de haber pasado en la compañía un año en prácticas y otro trabajando en recursos humanos. En ese tiempo, podía contar con los dedos de una mano las veces que se habían saltado las reuniones de los lunes por la mañana. No estaba dispuesta a permitir que un embarazo accidental alterara aquella rutina.
Durante el fin de semana, todo había dado un cambio. Ya sabía que no era cansancio ni estrés. Tampoco que estuviera pillando la gripe. Según sus cuentas, estaba embarazada de dos meses y dos o tres semanas. Lo sabía con seguridad porque esas habían sido las últimas veces que se había acostado con Neil.
Neil. Tenía que hablar con él para decirle que estaba embarazada. Tenía derecho a saberlo, a pesar de que no quería volver a verlo y sentirse rechazada de nuevo. Pero aquello era más importante que sus deseos.
–Señorita Chase, ¿pasa algo?
La voz del señor Beaumont sonó seria, pero no hostil.
–No, señor Beaumont –dijo apretando el botón del interfono–. Es solo un pequeño imprevisto. Enseguida voy.
Estaba en el trabajo y tenía que cumplir con su cometido. Necesitaba aquel empleo más que nunca.
Serena envió un mensaje a Neil diciéndole que tenía que hablar con él. Después, tomó su tableta y abrió la puerta del despacho de Chadwick Beaumont. Chadwick era el cuarto Beaumont que dirigía la cervecera, y su despacho apenas había cambiado desde los años cuarenta, poco después de que tras la derogación de la Ley Seca su bisabuelo John construyera la fábrica. A Serena le agradaba aquella habitación por su opulencia y su historia. Los únicos cambios que evidenciaban la llegada del siglo XXI eran la pantalla plana de televisión y los aparatos electrónicos. Al otro lado del escritorio, casi escondida, había una puerta que daba a un cuarto de baño privado. Serena sabía que Chadwick había instalado una cinta de correr y varias máquinas de hacer ejercicio, además de una ducha, pero nunca en siete años había entrado en la zona privada de Chadwick.
Aquella era el contrapunto de la pobreza que había marcado su infancia. Representaba todo lo que siempre había deseado: protección, estabilidad y seguridad, metas por las que luchar. Trabajando con tenacidad, dedicación y lealtad, ella también disfrutaba de cosas buenas. Quizá no tan buenas como aquellas, pero desde luego que mejores que las casas de acogida y las caravanas desvencijadas en las que había crecido.
Chadwick estaba sentado en su mesa, con la vista fija en el ordenador. Serena sabía que no debía referirse a él por su nombre de pila porque resultaba demasiado familiar. El señor Beaumont era su jefe. Nunca se le había insinuado. Trabajaba incansablemente para él y hacía horas extra siempre que era necesario. Su esfuerzo se veía recompensado. Para una niña acogida al programa de comidas gratuitas en el colegio, conseguir un bono de diez mil dólares y contar con una subida de salario del ocho por ciento anual eran regalos caídos del cielo.
No era ningún secreto que Serena haría cualquier cosa por aquel hombre. Lo que sí era un secreto era lo mucho que lo admiraba por su dedicación a la compañía. Chadwick Beaumont era un hombre muy apuesto, de dos metros de altura, que siempre llevaba su pelo rubio impecablemente cortado. Probablemente sería uno de esos hombres que, como el buen vino, mejoraría con el paso de los años. En ocasiones, Serena se quedaba absorta mirándolo, como si quisiera saborearlo.
Pero aquella admiración la mantenía en secreto. Tenía un trabajo estupendo y no estaba dispuesta a arriesgarlo por algo tan poco profesional como enamorarse de su jefe. Había estado con Neil casi diez años. Chadwick también había estado casado. Trabajaban juntos y su relación era exclusivamente laboral.
No sabía si el hecho de estar embarazada cambiaría las cosas. Si ya antes necesitaba aquel trabajo y el seguro médico que conllevaba, en adelante iba a necesitarlo mucho más.
Como de costumbre, Serena tomó asiento en una de las dos sillas que había ante la mesa de Chadwick y encendió la tableta.
–Buenos días, señor Beaumont.
–Señorita Chase –dijo Chadwick a modo de saludo, y recorrió su rostro con la mirada, antes de volverse al ordenador–. ¿Está bien?
Serena apenas tuvo tiempo de contener la respiración, antes de que Chadwick Beaumont fijara su atención en ella.
No, no se encontraba bien. Así que irguió los hombros y trató de esbozar una amable sonrisa.
–Estoy bien. Ya sabe, es lunes por la mañana.
Chadwick arqueó una ceja, mientras sopesaba su comentario.
–¿Está segura?
No le gustaba mentirle a él ni a nadie. Ya había tenido una buena dosis de mentiras gracias a Neil.
–Se me pasará.
Los ojos castaños de Chadwick permanecieron observándola durante largos segundos.
–Está bien –dijo por fin–. ¿Cómo se presenta la semana, aparte de las consabidas reuniones de siempre?
Como de costumbre, Serena sonrió ante su pregunta. Era el único comentario jocoso que le conocía.
Chadwick tenía reuniones con los vicepresidentes, almuerzos de trabajo y cosas por el estilo. Era un jefe que se implicaba mucho en la compañía. Serena tenía que asegurarse de que sus reuniones habituales no coincidieran con otros asuntos que surgieran.
–El martes a las diez tiene una reunión con los abogados para intentar llegar a un acuerdo. He pasado su reunión con Matthew a la tarde.
Serena tuvo la delicadeza de no mencionar que aquellos abogados eran los que llevaban su divorcio y que el acuerdo era con la que pronto sería su exexposa, Helen. El divorcio duraba ya muchos meses, más de trece según sus cálculos. Pero no conocía los detalles. ¿Quién sabía lo que pasaba en una familia de puertas para adentro? Lo que sí sabía era que todo aquel proceso estaba acabando con él.
Chadwick dejó caer los hombros y suspiró.
–Como si esta reunión fuera a ser diferente de las cinco últimas –comentó y, rápidamente, añadió–: ¿Qué más?
Serena carraspeó. Aquella era toda la información personal que intercambiaban.
–El miércoles a la una es la reunión del consejo de administración en el hotel Mónaco –dijo–, para estudiar la oferta de AllBev. La reunión de la tarde con los directores de producción ha sido cancelada. En su lugar, todos mandarán un informe.
AllBev era un conglomerado internacional especializado en fabricar cerveza. Habían comprado compañías en Inglaterra, Sudáfrica y Australia, y ahora habían puesto los ojos en Beaumont. Eran conocidos por apartar a los directivos, colocar a su propio ejército de directores y obtener el último céntimo de beneficios a costa de los trabajadores.
Chadwick gruñó y se recostó en su asiento.
–¿Es esta semana?
–Sí, señor.
Chadwick le lanzó una mirada significativa al oír aquel «señor» y Serena rápidamente se corrigió.
–Sí, señor Beaumont. Se cambió para ajustarla a la agenda del señor Harper.
Además de ser el propietario de uno de los mayores bancos de Colorado, Leon Harper era también uno de los miembros del consejo que más insistía en aceptar la oferta de AllBev.
Si Chadwick aceptaba o se imponía la decisión del consejo, se quedaría sin trabajo. Probablemente, la dirección de AllBev no querría mantener en su puesto a la secretaria personal del anterior presidente de la compañía. La invitarían a marcharse con una caja llena con sus pertenencias como único recuerdo de sus nueve años en la empresa. Y si no estuviera embarazada, no le costaría encontrar otro trabajo. Chadwick le podría facilitar una carta de recomendación. Era buena en su trabajo.
No quería volver a la vida que había tenido antes de empezar a trabajar en Beaumont. Volver a sentir que no tenía el control de su vida, que la gente volviera a tratarla como a un parásito. No quería criar a un hijo como se había criado ella, alimentándose gracias a la caridad o a lo que su madre encontraba en la basura a su vuelta de su turno en la cafetería, o sintiéndose inferior al resto de los niños del colegio sin saber muy bien por qué.
No, aquello no iba a ocurrir. Tenía suficiente para vivir dos años, incluso más si se mudaba a un apartamento más pequeño y cambiaba de coche. Chadwick no vendería el negocio familiar. Protegería la compañía y la protegería a ella.
–Harper, ese viejo zorro –murmuró Chadwick, devolviendo a Serena al presente–. Todavía no ha enterrado el hacha con mi padre. No parece entender que el pasado, pasado está.
Era la primera vez que Serena oía hablar de aquello.
–¿Se la tiene jurada?
Chadwick agitó la mano en el aire, quitándole importancia a su comentario.
–Todavía busca vengarse de Hardwick por acostarse con su mujer dos días después de que volvieran de su luna de miel, según cuentan las malas lenguas –dijo, y volvió a mirarla de nuevo–. ¿Está segura de que está bien? Está muy pálida.
–Yo… –comenzó, y decidió agarrarse a un clavo ardiendo–. Nunca antes había escuchado esa historia.
–Hardwick Beaumont era, en sus mejores tiempos, un fanático del sexo, tramposo y mentiroso –recitó Chadwick del tirón como si lo llevara grabado en su memoria–. Estoy convencido de que lo que ocurrió es lo que cuentan o algo muy parecido. Pero han pasado más de cuarenta años y Hardwick lleva muerto diez. Harper…
Suspiró y se quedó mirando por la ventana. A lo lejos, las Montañas Rocosas destacaban bajo la luz del sol primaveral. La nieve coronaba las montañas, pero no había llegado hasta Denver.
–Me gustaría que Harper se diera cuenta de que no soy Hardwick.
–Sé que usted no es así.
Sus miradas se cruzaron. Había algo diferente en sus ojos, algo que Serena no supo reconocer.
–¿De veras lo piensa?
Estaba adentrándose en territorio peligroso.
Lo cierto era que no lo sabía. No tenía ni idea de si el motivo por el que se estaba divorciando era por haber engañado a su esposa. Lo único que sabía era que nunca había flirteado con ella y que la trataba con respecto.
–Sí –contestó sintiéndose segura–, lo pienso.
Un amago de sonrisa asomó a sus labios.
–Siempre he admirado eso de usted, Serena. Es capaz de ver lo mejor de cada persona.
Sintió que se ruborizaba, aunque no estaba segura de si era por el cumplido o por la forma en que había pronunciado su nombre. Normalmente se refería a ella como señorita Chase.
Necesitaba cambiar de tema cuanto antes.
–El sábado a las nueve