Estamos casados
Por Corín Tellado
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Corín Tellado
Corín Tellado es la autora más vendida en lengua española con 4.000 títulos publicados a lo largo de una carrera literaria de más de 56 años. Ha sido traducida a 27 idiomas y se considera la madre de la novela de amor. Además, bajo el seudónimo de Ada Miller, cuenta con varias novelas eróticas. Es la dama de la novela romántica por excelencia, hace de lo cotidiano una gran aventura en busca del amor, envuelve a sus protagonistas en situaciones de celos, temor y amistad, y consigue que vivan los mismos conflictos que sus lectores.
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Estamos casados - Corín Tellado
CAPITULO PRIMERO
—La palabra es fuerte, Susan.
—Un indeseable.
—No te refieras en esos términos a mi marido, Susan — indicó Martha, serenamente—. Quizá Burt no lo merece.
Susan —menuda, delgadita y atractiva con sus ojazos enormemente grandes — miró a un lado y a otro y después se inclinó hacia su hermana.
—Eres demasiado dócil, Martha. Burt no merece tu bondad. Cuando te casaste con él todos nos dimos cuenta de lo que iba a pasar. Si nuestros padres hubieran vivido... —suspiró—. Recuerda cuando a tu regreso del colegio te pusiste en relaciones con él. Mamá se opuso rotundamente; Burt no era el hombre que encajaba en tu temperamento.
—Estoy enamorada de él —repuso Martha con sencillez.
Susan se revolvió en la silla. De nuevo miró a un lado y otro como si temiera ser vista u oída, y luego cogió entre sus manos las finas y aladas de Martha.
—Pequeña —susurró—, es preciso que pongas coto a este estado de cosas. Burt no se porta contigo como debiera portarse. Eres demasiado joven, Martha. No tienes experiencia de la vida y Burt abusa de tu bondad.
—Estamos casados, Susan —musitó calladamente—. Hace dos años, ¿comprendes? Cuando me casé con Burt Dors, sabía muy bien a lo que me exponía. Debo dar a Burt mi bondad, mi amor y mi comprensión. Quiero defender la felicidad de mi hogar, Susan, igual que tú defiendes la tuya.
Susan se puso en pie. Estaba enojada y sus facciones bonitas parecían alteradas.
—No hablaré nunca más de todo, esto, Martha. Allá tú y tu marido. Es la última vez que intento abrirte los ojos.
Martha también se puso en pie y sonrió al mirar a su hermana.
—Conozco a Burt mejor que vosotros, Susan —dijo sin alterarse—. He vivido a su lado momentos de dulce y turbadora intimidad, hemos reñido y hemos hecho las paces. Ningún repliegue del temperamento de Burt me es desconocido. Cierto que yo soy una niña a su lado, pero le amo mucho.
—Por esa misma razón trato de hacerte ver lo que está pasando. No quiero decir que Burt se haya casado contigo por tu dinero, sería un agravante más que añadir a los grandes defectos de tu esposo y...
—No tienes derecho a decir eso, Susan.
—Y no lo digo —exclamó la aludida con cierta violencia—; pero cuando Burt se casó contigo no tenía un centavo, lo sabe muy bien todo el que nos conoce. Llegó a esta ciudad como un simple médico, instaló un despacho en un cuchitril y se dedicó a matar a la gente.
—¡Susan! —reprochó Martha, dolida.
—Bueno, perdona mi brusquedad. En realidad, Burt no es ninguna lumbrera. Aquel despacho, una vez casado contigo, se convirtió, como por arte de magia o de tu dinero, en un sanatorio maravilloso...
—¡Oh, calla, calla!
—Duelen las verdades. —Hizo una pausa, dio algunas vueltas por la estancia y después se detuvo frente a su hermana—. Burt tiene dos personalidades, Martha. Una que tú conoces y otra que conoce todo el mundo. Sería cruel por su parte hacerte sufrir cuando tanto le diste: tu hermosa juventud, el bienestar y tu bondad de chiquilla. Por esa razón conoces de Burt la parte buena. La otra... — sonrió entre dientes —. La otra la conocen las mujeres de mala nota y los garitos indecentes donde por las noches, mientras tú lo crees en el sanatorio, se juega el capital de su esposa.
—No lo consiento, Susan —opuso Martha sin gritar—. Es inhumano por tu parte hablarme así de mi esposo.
—Tus veinte años son demasiado inocentes, Martha — dijo Susan, quejosa—. Cuando tengas treinta como yo, comprenderás muchas cosas. No te hablo por lo que haya oído aquí y allí, no. En la ciudad somos demasiado conocidas las hermanas Murphy y nuestros maridos muy respetados; pero saben apreciar los defectos de éstos y a tu marido se los han sacado todos. Te hablo por boca de mi esposo. William ha visto a Burt en lugares poco recomendables. Y tanto Will como yo sabíamos que tú lo creías en el sanatorio.
—Se lo preguntaré a Burt.
Susan se echó a reír.
—¡A Burt! ¡Qué ingenua eres! ¿Crees, acaso, que Burt te lo va a decir?
—Notaré si me miente.
La hermana mayor se dirigió hacia la puerta y salió sin mirar hacia atrás.
—Susan.
—Adiós, Martha —repuso Susan, enojada—. Cuando seas una mujer, comprensible, volveré a verte.
Martha sintió el auto de Susan rodar por la grava del jardín y se dejó caer en una butaca. Quedó pensativa.
Era una preciosidad de muchacha. Delgada, esbeltísima. Tenía los ojos muy negros, muy grandes, de expresión melancólica; roja la boca húmeda y muy blancos los dientes. El pelo negro y brillante cortado a la moda, enmarcando la cara de óvalo perfecto. Pero lo que más llamaba la atención en su rostro era el mate limpio de su piel y el brillo melancólico de su mirada. Vestía una simple bata de casa de fina tela, y sus formas se acusaban turgentes y bellas.
Sentada ahora en la butaca con la vista clavada en la alfombra, sus pies menudos calzados en chinelas, se movían inquietos, como si: su nerviosismo se exteriorizara allí.
Pensó en Burt. Era su marido. Hacía dos altos que se casaron una mañana de invierno. Susan se opuso, Mabel también, los esposos de ambas nada dijeron. Ella se casó con Burt por encima de todo.
Lo conoció cuando tenía diecisiete años. Aún vivía su madre. Susan y Mabel se habían casado bastantes años antes y a ella seguían considerándola una chiquilla. Burt era médico y vino a ver a su madre...
—Señorita — dijo la doncella, desde el umbral —. La señora Blondell pide verla.
Martha se puso rápidamente en pie con los ojos ilusionados a causa de la alegría.
—Hágala pasar aquí, Mary —indicó.
Su hermana Mabel apareció tras la doncella y corrió hacia Martha, a quien abrazó y besó repetidas veces.
—¡Cuánto tiempo sin verte, querida mía! —exclamó Martha, besándola a su vez—. Siéntate, Mabel, y cuéntame algo de tu vida.
—Sales poco de casa, Martha. Nunca te veo en el club ni en las salas de fiesta.
Se sentaron frente a frente y Mary cerró la puerta y se alejó pasillo adelante. Ambas hermanas se miraron. Mabel era también delgada y bonita como la menor. Tendría aproximadamente veintisiete años y Martha siempre se consideró un poco hija de ambas, tal vez debido a que Susan le llevaba diez años y Mabel siete.
—Burt tiene mucho trabajo —explicó Martha con sencillez—. Cuando regresa es tarde y viene cansado.
El rostro de Mabel se oscureció.
—¿Sabes, Martha? Venía a hablar de Burt.
—Oh, no; no lo hagas. Susan se ha ido hace un instante...
—¿Acaso ella también pretendió hablarte?
—Me habló con claridad.
—Entonces, sólo me queda por añadir que estoy de acuerdo con Susan.
—Tienes un esposo que se llama Tony Blondell y Susan está casada con Will Gates... Mi esposo se llama Burt Dors... Sois felices con vuestros maridos, Mabel, déjame a mí serlo con el mío.
—Ayer noche, Burt no vino a dormir, ¿verdad?
—Lo es, pero no sé a qué viene eso...
—Te dijo que tenía mucho trabajo en el sanatorio.
—Y fue cierto.
—No lo fue, Martha. Querida mía —suspiró—, sabes muy bien que hemos velado por ti desde que murió papá, cuando tú tenías apenas siete años... Mamá nunca disfrutó de mucha salud y procuramos libertarla de sus pesadas obligaciones de ama de casa. Tú, más que hermana, para nosotras fuiste una hija y debido a ello velamos aún por tu felicidad. Ayer noche salí con Tony; fuimos al cine y después a un cabaret...
—Mabel —susurró Martha, desalentada— no quisiera que me inquietaras más de lo que ya lo estoy. Susan puso mis nervios a flor de piel y ahora tú intentas decirme que Burt estaba en aquel cabaret.
—No intento decírtelo, Martha, te lo digo con claridad. Estaba allí con Josi Levy.
—¿Josi Levy?
—Sí. Esa mujer que nadie sabe de dónde ha venido y que hace las funciones de enfermera en su brillante sanatorio.
—No, no, Mabel. Es injusto lo que hacéis. He vivido tranquila hasta ahora y vosotras... Dios mío, querida, me siento tan..., ¡tan desconcertada!
—Se murmura mucho a causa de esa Josi, querida mía. Y nosotros no podemos consentir que tu esposo, por muy atractivo que sea, te ponga en ridículo y nos humille a todos. Es