Mi frívola esposa
Por Corín Tellado
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Corín Tellado
Corín Tellado es la autora más vendida en lengua española con 4.000 títulos publicados a lo largo de una carrera literaria de más de 56 años. Ha sido traducida a 27 idiomas y se considera la madre de la novela de amor. Además, bajo el seudónimo de Ada Miller, cuenta con varias novelas eróticas. Es la dama de la novela romántica por excelencia, hace de lo cotidiano una gran aventura en busca del amor, envuelve a sus protagonistas en situaciones de celos, temor y amistad, y consigue que vivan los mismos conflictos que sus lectores.
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Mi frívola esposa - Corín Tellado
CAPITULO PRIMERO
—De modo que has huido de tu hogar —dijo Alfredo, irónicamente—. ¿Sin permiso de tus padres? —preguntó seguidamente, acentuando su ironía.
María Dolores Doney (Maridol para los amigos) le miró furiosa.
—Nunca he visto —gruñó— que una persona huyera de su hogar advirtiendo a sus padres.
—Caray, joven. Eso está mal.
—¿Y a usted qué le importa?
Alfredo, que se había sentado en la cuneta, se puso en pie con indolencia. Sacudió la pipa en la suela de la alpargata y procedió a llenarla de nuevo con mucha parsimonia.
Era un hombre alto y flaco. Excesivamente flaco, a juicio de la joven. Tenía el cabello negro, con grandes entradas, anunciando la próxima calvicie. Moreno de piel, con unos ojos rabiosamente azules. Maridol nunca vio ojos semejantes en un hombre. Y lo gracioso era que pese al intenso color azul, miraban con fijeza, penetraban como estiletes.
Le miró de nuevo con curiosidad. Vestía un pantalón de dril algo manchado de polvo, y no precisamente nuevo. Camisa verde por fuera del pantalón y un poco abierta por los lados. Calzaba simples y vulgares alpargatas.
«Apuesto —pensó Maridol, un tanto malhumorada—, a que es un labriego.» Pero hablaba bien. Tenía acento de ciudad...
—Yo en tu lugar —dijo él deteniendo sus pensamientos— tomaba de nuevo el auto y me iba a casa. Pedía perdón a mis padres y me casaba con el hombre que ellos eligieran.
—¡Y un cuerno! —bramó Maridol furiosa—. No me casaré nunca con ese tipo. ¿Lo conoce usted? —se sentó en el estribo del descapotable, encendió un cigarrillo, encogió un poco las esbeltísimas piernas y añadió—: Se llama Samuel Villarterín de Mirelister. ¿Qué le parece? Es todo un marqués.
Alfredo se echó a reír. La chiquilla era una monada, pero muy frívola, la pobrecita. No pasaría de los veinte años, y, no obstante, huía de su hogar como si tal cosa. ¡Samuelín! Sin un céntimo y con unos deseos locos de tomar esposa rica que lo sacara de sus apuros.
Volvió a reír entre dientes, al tiempo de meter el dedo en la cazoleta de la pipa.
—¿De qué se ríe?
—De ti.
—¡Óigame...!
—Hay que ser valiente, mujer. ¿De qué te sirve escapar? Tus padres te cazarán tan pronto se lo propongan, y será mucho peor.
Maridol se puso en pie. Él la miró con los párpados un poco entornados. ¡Maravillosamente femenina! ¡Extraordinariamente hermosa! Esbelta, con un talle brevísimo, unos ojos melados, grandes, orlados por espesas pestañas negras... Un pelo brillante y rojizo y abundante, cayéndole un poco por la mejilla...
Se sentó en el estribo del auto y la invitó con un mudo ademán a que ella le imitara.
—No quiero —gritó la joven rebelde—. Sigo mi camino.
—¿Sin gasolina?
—Hum.
—Mi nombre es Alfredo Gómez —dijo.
—¿Es usted criado de alguna casa de ésas?
Alfredo se la quedó mirando, después lanzó una indolente mirada en torno a «las casas ésas».
—No, soy secretario de un escritor famoso.
—Tonterías —lo miró de arriba abajo—. ¡Qué va a ser usted secretario con esa pinta!
Alfredo se miró a sí mismo.
—Diantre, pues no la tengo tan mala.
—Lo mejor —exclamó ella de pronto— es que me largue. Supongo que encontraré gasolina cerca de aquí.
—No lo creas. En esta parte de las afueras, no hay autos. Todo el mundo vive al día —lanzó una breve mirada sobre el descapotable—. En cambio tú... debes tener mucho dinero.
—Si yo tuviera mucho dinero —gruñó Maridol malhumorada— no tendría necesidad de huir de casa. Haría lo que me pareciera. El dinero lo tienen mis padres. —De súbito se sentó a su lado, encendió un cigarrillo y añadió—: Mi padre es Andrés Doney. ¿Nunca oyó usted hablar de él? Es un tipo campanudo. Con mucho dinero. Tiene una cadena de carnicerías que se extienden por todo Madrid. Desde el barrio más bajo al más elegante. Y ahora, como él tiene mucho dinero y carece de título de nobleza, se empeña en casarme con un marqués calvo y arruinado. ¡Ca! Antes me mato.
—Huyendo —aconsejó Alfredo, divertido— no conseguirás nada. ¿Por qué no le hablas sensatamente? Puedes decirle... que estás enamorada de otro.
—Si no lo estoy...
—Puedes engañarlo. Tal vez tu padre sea un sentimental.
—¿Conoció usted a algún carnicero sentimental?
Alfredo se echó a reír.
Era más guapo riendo. Maridol se le quedó mirando un poco impresionada. Era un tipo estupendo, pese a su delgadez, a su pipa, a sus ropas deslucidas.
—Supongo que tu padre no despachará carne ahora.
—Claro que no —gruñó sacudiendo la cabeza—. Tiene un «Mercedes» impresionante, que le costó más de un millón. Un palacio en la Castellana y un chalet precioso en Torremolinos. Pero no tiene amigos aristócratas, y eso... le ofende muchísimo. Dice que yo soy una frívola porque me paso la vida divirtiéndome, dice que necesito casarme para sentar la cabeza... ¡Tonterías! Y no se le ocurre mejor cosa que presentarme a Samuel Villarterín, como posible pretendiente y esposo. No, yo seré muy frívola y todo eso, pero casarme por dinero...
—¿No has dicho que no tenía un céntimo?
—Bueno, por su nombre. Yo tengo bastante nombre con llamarme Maridol Doney.
Se puso en pie y miró a un lado y a otro.
—¿Dónde consigo yo gasolina para seguir mi camino? —gritó desesperada.
* * *
De pronto, sin que Alfredo respondiera, le miró.
—Oiga —dijo presurosa—. ¿Es usted casado?
—No.
—¿Tiene familia?
—No.
—¿No le gustaría ganar unos miles de duros?
Alfredo mojó los labios con la lengua. ¿Qué iría a proponerle aquella loca?
—¿A quién amarga un dulce?
—Le compro a usted.
Alfredo dio un respingo. La chiquilla era más audaz de lo que él creyó en un principio.
—¿Qué dices?
—Voy a tratarte de tú —rió Maridol, feliz—. Creo que tú y yo nos entenderemos.
—Supongo que no irás a proponerme que mate a tu padre.
Maridol que, dicho en verdad, tenía tanto sentido como un chorlito, se echó a reír de buena gana. Ya no se sentía amargada. Por su mente había cruzado una idea genial. Que dijeran después que las hijas de los carniceros no eran inteligentes.
Se sentó en el estribo del auto, junto a Alfredo, lo miró fijamente y preguntó bajísimo:
—¿Es usted decente?
Alfredo volvió a mojar los labios con la lengua. Él nunca vivió aventura semejante. La chica era guapísima, y además... muy mal educada la pobre, muy consentida.
—Naturalmente que soy decente —se enfadó—. Pobre, pero honrado —añadió solemnemente.
—Magnífico.
—¿Qué te propones?
—Huir con usted.
—¿Eh...? Pero... —frenando el sobresalto—. ¿No has dicho que ibas a tratarme de tú?
—Es verdad. Como tienes calva y arrugas en torno a los ojos, me das un poco de respeto.
—Tengo veintiocho años.
—¿Tan pocos? Por tu aspecto se diría que ya no cuentas los treinta.
—Al grano. ¿De qué se trata? Has dicho huir contigo. ¿Y después?
—Llamo a papá por conferencia. Y le digo que me he casado.
Alfredo se puso en pie de un salto. ¿Casarse? No. Él no era hombre para casarse.
—Un momento, un momento —gritó ella, indignada, adivinando sus pensamientos—. He dicho casada, pero sin certificado matrimonial.
—Niña, no soy un muñeco.
—¿No dijiste que querías ganar unos miles de duros?
—¿Y quién me los va a dar, si tú, según dijiste, no tienes un céntimo?
—Algún día tendrán que entregarme mi dote. Nada más natural que me la entreguen cuando me case.
Alfredo se sentó de nuevo.
—El asunto se pone interesante —dijo cínico. Y mirándola de soslayo añadió—: Pero ten presente que no me conoces de nada. Igual te abandono cuando me hayas entregado el dinero.
—Eso es precisamente lo que yo deseo. Cuando papá hable conmigo desde... —se alzó de hombros—. Bueno, desde donde sea. A lo mejor desde esta misma aldea. Le digo que estoy casada. Papá y mamá se pondrán por las nubes. Armarán el gran alboroto. Pero al fin se darán cuenta de que conmigo no se puede. Soy hija única, y ellos, los dos, me adoran.
—Y tú abusas de esa adoración.
Le miró ceñuda. Estaba guapísima con aquel mohín de enojo.
—¿No abusan ellos de mí? ¡Pretender casarme con un marqués...! ¿Sabes lo que me asustaría a mí un marqués!
—Es que no eres valiente.
—Mucho —se enfadó—. Si no lo fuera, no huiría de casa. Bueno —añadió sin transición—. Vamos al objetivo. Tú te casaste conmigo...
—Engañando a tus padres, pues no creo que estés dispuesta a casarte de verdad.
—Claro que no. Les diré que estoy casada. Mamá y papá se desplazarán a donde sea, donde los dos nos encontremos, y tratarán de ponerte verde. Te dirán que eres un aprovechado, un cazadotes y todo eso... —observando que él la escuchaba sin decir palabra ni pestañear, preguntó de súbito—. ¿Estás de acuerdo?
—¡Huy! Soy un hombre libre. Me fastidia casarme.
—Te he dicho que nada de matrimonio.
—¿Crees que tus padres lo van a creer?
—¿Y por qué no? No lo dudarán, te lo aseguro. ¿Estás dispuesto?
—Déjame pensarlo —se puso en pie—. ¿Qué ventajas ofreces?
—Dinero cuando me abandones.
—Pero tú no podrás volver a casarte.
—Claro que sí. Cuando me enamore de un chico...
—¿Eres enamoradiza? —preguntó Alfredo.
El tonillo de su voz indicaba burla. Maridol le miró fijamente, pero no dijo nada, porque le vio muy serio.
—No soy enamoradiza. ¡Qué más quisiera yo! —gruñó—. Nunca fui capaz de enamorarme de un hombre.
—Te ríes de ellos.
—Eso no. Me impresionan, pero de ahí no pasa.
—¿Nunca has tenido novio?
—¿A qué fin esas