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Personalidad

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DIRECCIÓN DE FORMACION INICIAL DOCENTE

DIRECCION REGIONAL DE EDUCACION PUNO


ESCUELA DE EDUCACIÓN SUPERIOR PEDAGÓGICA PÚBLICA JULIACA

¿Qué es la personalidad y cómo se configura?


La personalidad es un constructo psicológico que delimita un conjunto de características psíquicas que definen al
individuo. Contiene elementos del Yo, rasgos temperamentales, procesos afectivos, cognitivos y motivacionales.
La personalidad puede definirse como las causas internas que subyacen al comportamiento individual y a la experiencia
de la persona.
Es decir, las personas no actúan o reaccionan al azar, las personas responden o se comportan según su propio patrón de
características psicológicas, llamado personalidad, que lo diferencian de los demás.
Además, la personalidad se configura y se cristaliza según los elementos de la identidad, la herencia biológica, el
desarrollo fisiológico y cognitivo, la inteligencia, la autorregulación emocional, la influencia del entorno, pero, sobre todo
en la asimilación positiva o negativa de las experiencias del entorno.
¿Qué es la Personalidad?
Muchas veces oímos a la gente comentar sobre otros: “tiene mucha personalidad”, o “le falta personalidad”. Pero
¿sabemos qué es realmente la personalidad? Primero de todo deberemos diferenciar entre el hecho de tener mucho
carácter y lo que realmente es la personalidad.
La personalidad es un constructo hipotético que inferimos de la conducta de las personas. Comprende una serie de
rasgos característicos del individuo, además de incluir su forma de pensar, ser o sentir. La psicología de la personalidad
se ocupa de estudiarla.
Personalidad: ¿qué es?
La personalidad engloba una serie de características comunes incluidas en sus diferentes definiciones. Se trata de un
constructo hipotético inferido de la observación de la conducta. Es decir, pensamos que “X” persona se comporta de “X”
forma porque así es su personalidad, o porque así es ella.
Dicho constructo no implica connotaciones de valor, sino que más bien recoge una serie de elementos relativamente
estables y consistentes en el tiempo, llamados rasgos. Además, incluye otros elementos como cogniciones, motivaciones
y estados afectivos.
La personalidad abarca tanto la conducta manifiesta como la experiencia privada de la persona (sus pensamientos,
deseos, necesidades, recuerdos…). Se trata de algo distintivo y propio de cada persona, pues, aunque existan algunos
“tipos de personalidad”, lo cierto es que cada persona es única, como también lo es su personalidad.
Por otro lado, refleja la influencia en la conducta de elementos psicológicos y biológicos de las experiencias. La finalidad
de la personalidad es la adaptación exitosa del individuo al entorno.
Existen muchas definiciones de la personalidad, y una de las más completas es la de Bermúdez (1996), que la define
como una “organización relativamente estable de características estructurales y funcionales, innatas y adquiridas bajo las
especiales condiciones de su desarrollo, que conforman el equipo peculiar y definitorio de conducta con que cada
individuo afronta las distintas situaciones”.
No debemos confundir esta definición de la personalidad, con las frases hechas que cotidianamente usamos, como
“Fulanita tiene mucha personalidad” o “Fulanito no tiene personalidad”. Aunque puedan relacionarse ambas ideas, no es
exactamente lo mismo.
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Cuando usamos estas frases nos estamos refiriendo (o imaginando) a personas con un carácter fuerte o con las ideas
muy claras; es decir, utilizamos la personalidad como sinónimo de carácter. Incluso, si matizáramos más aún, veríamos
que el carácter es un constructo más biológico o innato; sería como la manera en la que una persona reacciona
habitualmente frente a una situación.
Por contra, cuando hablamos de alguien “sin personalidad”, pensamos en personas con las ideas poco claras, con falta
de iniciativa, influenciables o incluso dependientes. Es decir, atribuimos no tener personalidad a la falta de ciertas
características que no siempre tiene que tener una persona para que sigamos considerando que tiene una personalidad u
otra. Todo esto forma parte del lenguaje común o de las expresiones verbales; no podemos considerarlo erróneo
propiamente dicho, pero sí que es cierto que no coincide con el concepto de personalidad que aquí estamos describiendo.
Así, vemos como la personalidad en realidad es mucho más que “tener o no carácter”, y que además engloba muchas
características de la persona: incluye su forma de pensar, de sentir, de comunicarse, de vivir, de emocionarse, etc.
Rasgos de la Personalidad.
La personalidad permite construir una identidad propia y adaptarse al mundo y al entorno. Caracteriza a las personas y
las hace únicas. Incluye rasgos tanto positivos como negativos (o más bien, considerados socialmente así), como por
ejemplo la empatía, la solidaridad, la ira, el optimismo, el pesimismo, la alegría, el malhumor, la sinceridad, la honestidad,
el rencor, etc.
También podemos hablar de “rasgos” de personalidad; los conjuntos de rasgos comunes constituyen los diferentes tipos
de personalidad. Así, podemos hablar de personas con tendencias depresivas, personas dependientes, y hasta un sinfín
más.
Es decir, la personalidad está formada por los rasgos que definen a la persona. Ésta es bastante estable en el tiempo, así
como transituacionalmente (en diferentes situaciones), si bien es cierto que, con matices, ya que hay situaciones más
extremas que otras, y que pueden llevar a la persona a comportarse de maneras nunca pensadas o nunca antes vividas.

Enfoque Psicosocial de la personalidad

En 1950 Erik Erikson, psicoanalista estadounidense, propone la teoría de las ocho edades del hombre que marca las
bases de la psicología evolutiva. En ella argumenta que, desde el nacimiento hasta la vejez, pasamos por ocho conflictos
que permiten el desarrollo psicosocial y personal. Cuando nos enfrentamos al conflicto y lo resolvemos
satisfactoriamente, «crecemos mentalmente». Sin embargo, si no logramos superar estos conflictos, es posible que no
fomentemos las habilidades necesarias para afrontar lo que viene en un futuro.
Las cuatro primeras etapas están centradas en la niñez, mientras que las cuatro últimas abordan desde la adolescencia a
la vejez.

 Etapa 1. Confianza versus desconfianza (0 – 18 meses de edad)


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Durante esta fase el bebé crea confianza hacia su entorno y sus padres. Esta va a depender del vínculo que
construya con ellos, sobre todo con la madre, ya que suele ser con la que más tiempo pasa el niño.
Esto es lo que se conoce como “vínculo del apego” y va a determinar el desarrollo psicosocial del niño a lo largo
de su vida. Si los padres no le ofrecen un entorno seguro y no satisfacen sus necesidades básicas y afectivas, el
menor crecerá entre sentimientos de frustración y sospecha, así como sin esperar nada de los demás, ni del
mundo.
 Etapa 2. Autonomía versus vergüenza y duda. (18 meses – 3 años)
En este periodo el niño comienza a ser más independiente, aprende a caminar y a hablar, empieza a controlar
los esfínteres, sabe expresar lo que le gusta y lo que no le gusta. Este mayor «poder» sobre su cuerpo y sobre lo
que le rodea hace que empiece a obtener un sentido de autonomía.
Durante esta etapa es importante brindar ocasiones en las que poder tomar decisiones, por ejemplo, que elija su
ropa del día entre dos opciones, establecer los primeros límites y normas en el hogar o proponerle pequeños
retos adaptados a su edad. Al superar con éxito esta fase, los menores desarrollan una mayor autoestima, más
sana y fuerte.
 Etapa 3. Iniciativa versus culpa (3 – 5 años)
Esta es la etapa en la que crece el interés por todo lo que le rodea y por relacionarse con sus iguales. El juego
adquiere una gran importancia y a través de él explorará sus habilidades y capacidades. Los niños sienten
curiosidad por absolutamente todo. Todo lo tocan, lo miran y lo tratan como un juguete, así que aquí aparecen
las típicas roturas de jarrones, pintadas en la pared y demás ingeniosidades que muchas veces cuesta creer
cómo pueden aparecer en mentes tan jóvenes.
La culpa es buena, en el sentido de que sirve para reconocer que algo se ha hecho mal, sin embargo, este
sentimiento en exceso es uno de los mayores nutrientes del miedo.
 Etapa 4. Laboriosidad versus inferioridad (5 – 13 años)
En este periodo aparecen las comparaciones con los demás, el querer hacer infinidad de actividades y planes.
Los niños ya son capaces de reconocer sus habilidades y las de sus compañeros y quieren ponerlas a prueba
continuamente. Insisten en enfrentarse a tareas más desafiantes, quieren apuntarse a todos las actividades
habidas y por haber, surgen los “te echo una carrera hasta…” y los enfados cuando pierden un juego o una
competición.
Es importante ofrecerles una estimulación positiva por parte de padres y también profesores y amigos, reconocer
los logros y ayudarles a calibrar desde el realismo hasta dónde pueden llegar en sus desafíos para que no se
afiancen en el sentimiento de inferioridad

 Etapa 5. Exploración de la Identidad versus difusión de la identidad (13 – 21 años)


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Durante esta fase el adolescente se pregunta continuamente una sola cosa: “¿Quién soy?». Es el momento en
que comienza a moldear su propia personalidad, elige a quién quieren parecerse y qué rol quiere desempeñar
en la sociedad. Para ello, la vida social adquiere un papel muy relevante.
 Etapa 6. Intimidad versus aislamiento (21 – 40 años)
El entorno y la vida social empiezan a dejar de ser tan importantes, durante estas edades se empiezan a trazar
ciertas líneas invisibles sobre aspectos que la persona ya no está dispuesta a sacrificar por agradar al resto. Se
priorizan las relaciones más íntimas que requieren un compromiso mutuo.
 Etapa 7. Generatividad versus estancamiento (40 – 60 años)
Este es el momento en que la persona empieza a dedicar más tiempo a su familia. Se intenta ser productivo para
poder ofrecer un buen futuro a los seres queridos, se busca ser y sentirse útil de esta forma. Pero a la vez nos
persigue la eterna pregunta de «¿Qué hago aquí, realmente sirve para algo?».
 Etapa 8. Integridad del yo versus desesperación (a partir de los 60 años)
La forma de vivir se altera completamente, el individuo ya no es tan productivo como antes y no se puede evitar
echar la vista al pasado. Esta mirada hacia tiempos anteriores puede evocar nostalgia y desesperación o, por el
contrario, sensación de que ha merecido la pena lo logrado. Tener una visión u otra nos hará afrontar los
cambios físicos de la vejez y los duelos propios de esta etapa de una forma más o menos positiva

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