Suely Rolnyk Los Mapas Movedizos de OEyvind Fahlstroem
Suely Rolnyk Los Mapas Movedizos de OEyvind Fahlstroem
Suely Rolnyk Los Mapas Movedizos de OEyvind Fahlstroem
Suely Rolnik
Öyvind Fahlström: una vida entre mundos. Vida de paso. Nunca la tierra natal, el reposo
de una familiaridad: de lengua, de cultura, de gestos, de creencias. Imprescindible la
construcción de puentes sobre abismos de sentido, territorios inventados entre paisajes.
Como un patchwork infinito, que se rehiciese por completo a cada nuevo paisaje que se
agrega. Mapa del mundo continuamente rediseñado. La urgencia de la creación. Una
cuestión de supervivencia.
En un primer nivel, obvio y visible: entre Suecia, Brasil, París, Roma y Nueva York.
Niño sueco en el Brasil de los años treinta. Preadolescente que deja a sus padres en
Brasil para unas breves vacaciones en Suecia y a quien, inesperadamente, ante la
eclosión de la II Guerra Mundial, le resulta imposible volver, y allí permanece hasta
finales de los años cuarenta. El trauma en dosis doble —alejamiento de la familia a los
once años y la guerra como entorno— será seguido por una sucesión de migraciones,
acompañando los vientos de la producción de sentido en el globo terráqueo, distintos
paisajes culturales imponiéndose como brújula en dos momentos de la segunda mitad
del siglo: el París de los años cincuenta y la Nueva York de los años sesenta y setenta.
Siempre volviendo a pasar por Suecia, siempre cruzando Roma. Muere prematuramente
a los cuarenta y siete años de edad, mucho antes del viraje de los ochenta.
En este entre-países, espacial y geográfico, se crea un lugar para el artista; mejor dicho,
un no-lugar, éste sí, decisivo en su trayectoria: la condición de extranjero en todos los
lugares por donde deambuló lo colocó en una posición desenfocada, no estableciendo
jamás una simbiosis completa con mapa alguno de realidad. Como él mismo escribe, ya
en 1953, “la cuestión no es si un sistema es El Único Válido. Será Válido porque
nosotros lo escogemos… y porque funciona”. De hecho, a partir de los veintiún años
Öyvind Fahlström escogerá países, culturas, y los respectivos sistemas de sentido, en
función de que se constituyan como mapas que “funcionen” para orientarse en la
existencia; y sólo los adoptará como “válidos” mientras mantengan ese rendimiento
vital. La desnaturalización de todos los mundos, de todas las cartografías, desde siempre
en su vida, le trae la percepción precoz de su carácter transitorio y contingente. Su
carácter de invención. Juegos, games, con sus reglas, sus representaciones, sus
personajes y el lugar que le corresponde a cada uno como jugador, que como tales
pueden ser recreados. Mapas y juegos, mapas como juegos que son inventados y
reinventados, primero de los temas recurrentes en la obra de Fahlström.
Iniciación forzada de Fahlström a un más acá o un más allá del cuerpo vivido, de este
cuerpo familiar de la vida ya acontecida y representada, con sus potencias ya
distribuidas en cualidades y estructuras en una cartografía instituida, con sus sujetos, sus
hábitos, sus significados, sus rutas. Iniciación por tanto al “cuerpo vibrátil”, este más
acá o un más allá del cuerpo vivido, atravesado por intensidades, afectado por fuerzas
que vienen del Fuera: materia informe, portadora de diferencias, que no se confunde con
la realidad del mundo externo, en su configuración empírica. Fuerzas que piden paso,
imponiéndose como signos para ser descifrados a través de un diseño de nuevas
señalizaciones de la existencia: un nuevo World Map.
Desde muy temprano Fahlström es obligado a saber sin saber que abrir paso a las
fuerzas depende de descifrarlas, o sea, crear para ellas un plano de consistencia:
materializar las sensaciones de manera que se perciban y se hagan percibir las fuerzas,
que se vea y se haga ver lo invisible, condición para no caer prisionero de los vacíos de
sentido. ¿No sería la obra de arte un plano de consistencia de este tipo? ¿No es éste su
sentido? Obra que es también e indisociablemente de existencia, creación de sí y del
mundo. Del desván a los escenarios configurados, donde la identificación mínimamente
satisfactoria con cualquiera de sus personajes se hace inviable para el artista, lo que se
abrirá para él será el desarrollo de nuevos contornos, que se produce entre las fuerzas
heterogéneas, de los medios diferentes que él recorre. “Entre las cosas no designa una
correlación localizable que va de una a otra y recíprocamente, sino una dirección
perpendicular, un movimiento transversal que las arrastra, a una y a otra, riachuelo sin
inicio ni fin que roe sus dos márgenes y adquiere velocidad por el medio”, puntualizan
Deleuze y Guattari. Devenires, procesos de subjetivación y de significación, formando
totalidades siempre provisionales; mapas movedizos, ya que siempre son estremecidos
por nuevas fuerzas, nuevas sensaciones, que desencadenarán nuevos devenires. Como
escribe el propio Fahlström, incluso en el mismo Manifiesto: “Otra manera de obtener
la unidad y la cohesión consiste en extender la lógica inventando nuevos acordes y
nuevas consecuencias”. Unidad y cohesión que se rehacen constantemente, acordes
polifónicos entre fuerzas heterogéneas irreductibles.
Juegos de niño y obras de arte, desde esta perspectiva, tendrían en común su condición
de cartografías, inventadas por el niño y el artista, movidas por los efectos intensivos de
las fuerzas del fuera en su cuerpo vibrátil: devenires a-paralelos a sí mismos y al medio,
nuevas configuraciones de los límites de la subjetividad y su territorio. Como escribe
Deleuze, “el arte también [como el niño] alcanza este estado celestial que ya no
conserva nada de personal ni de racional. A su manera el arte dice lo que dicen los
niños. Éste está hecho de idas y venidas, y también hace mapas extensivos e
intensivos”. Éste es el aprendizaje de los signos, que no pasa por el reconocimiento,
sino que se da por vibración, contaminación e invención. En vista de eso, niño y artista
en principio serían, más que cualquier otro tipo de subjetividad, propensos a no
restringirse al simple aprendizaje de las reglas, para ejercer la libertad de enfrentamiento
de los signos y la urgencia de descifrarlos en un proceso de creación.
El tercer punto de resonancia sería la idea de clínica que, para los tres pensadores, ya
distantes de la tradición psicoanalítica dominante, tendría como objetivo dejar expedito
ese acceso al entre intensivo potencial. Eso volvería la clínica indisociable de la crítica,
en cuanto reactivación de la fuerza que problematiza y transforma la realidad. Una
clínica/crítica como una posibilidad abierta de invención de devenires, contra el poder
de las fantasías/fantasmas que mantiene la subjetividad bajo el dominio exclusivo de un
juego cualquiera establecido y sus reglas correspondientes, regida por tanto
fundamentalmente por un principio moral. Lo que estaría siendo apuntado, en última
instancia, en esta concepción de “cura”, es un modo de subjetivación regido por un
principio estético: la existencia como obra de arte que se crea y recrea a través de
devenires. Principio que es también ético, ya que aquí es la vida la que atribuye valores,
teniendo como única referencia su afirmación y su exposición; a diferencia de lo que
ocurre bajo el dominio de un supuestamente saludable principio moral, cuando es el ego
el que atribuye valores, tomando como referencia el mapa de valores vigente.
Entendidas desde esta perspectiva, arte y clínica tendrían una tarea mucho más
importante, en la medida en que en el modo de subjetivación dominante en el
capitalismo contemporáneo, la potencia de creación, dimensión esencial de la vida, tiene
un destino dudoso. Examinar brevemente este destino, así como sus vicisitudes en los
diferentes periodos de la segunda mitad del siglo, nos ayudará a situar la problemática
desarrollada por Fahlström en torno a esta cuestión, y su posición en el panorama del
arte de su tiempo.
Las estrategias dominantes para subyugar la creación al juego, así como las estrategias
de resistencia a este destino de la creación, han ido variando a lo largo de las décadas.
Los años sesenta-setenta, durante los cuales Fahlström vivió en Nueva York, fueron la
época de la reacción frente al modo de subjetivación entonces dominante, el tipo de
familia burguesa de la triunfante American way of life de la posguerra. En esta especie
de configuración que tuvo su apogeo en los años cincuenta, la vibración del cuerpo ante
las fuerzas del Fuera, estaba anestesiada hasta tal punto, y la potencia de creación de sí y
del mundo hasta tal punto trabada, que este cuadro pasa a producir en la generación de
los años sesenta una imposibilidad total de identificación, un verdadero horror. La
forma de resisitir fue la afirmación ostensiva de la potencia de jugar inventando/crear,
convocatoria colectiva de “bloques de infancia”, lanzados como paralelepípedos contra
la cultura de la infantilización a que estaba reducida la subjetividad. Este movimiento
abarcaba no sólo a los artistas, sino a todo un sector de la juventud que experimentaba
otro modo de vivir, al margen de las cartografías establecidas y transgrediéndolas; no
por casualidad el movimiento se autodenominó “contracultura”. La potencia creadora,
en esta estrategia, se realizaba así en un supuesto mundo fuera de aquel mundo
empobrecido, exterioridad idealizada como natural o pura, por oposición a la realidad,
su juego y sus reglas, que los hippies demonizaban por completo. Por tanto, la
disociación entre jugar inventando y jugar el juego se mantenía en esta forma de
resistencia, invirtiendo apenas las señales: el jugar pasaba de un estatuto negativo a uno
positivo, y viceversa. Tal vez porque en aquel momento todavía era imposible una
asociación entre estos dos vectores de subjetivación: el jugar inventando estaba tan
prohibido en la realidad vigente que era inconcebible reactivarlo directamente; sólo se
podía hacerlo proliferar en una especie de zona franca, que después llegaría a
contaminar el resto. Aquel mundo aún no había perdido su sentido lo suficiente como
para romperse por dentro; fue preciso constituir una especie de mundo paralelo,
marginal y maldito.
La década siguiente, los años noventa, encuentra el campo de creación casi totalmente
sometido al juego, lo que se verifica en gran parte de las instituciones consagradas al
arte. Es cuando, por ejemplo, comienzan a proliferar las exposiciones muy mediatizadas
que se evalúan en función de una contabilidad de taquilla, inmediatamente identificable
por la extensión de sus colas, vigilada y celebrada por los medios de comunicación.
Pero, precisamente por el hecho de que esta situación haya llegado al paroxismo, la
ambigüedad del estatuto de la creación comienza a ser problematizada, ya que ninguna
estrategia del arte digna de este nombre sobrevive si se evita su enfrentamiento. Una
nueva cuestión aparece: ¿cómo mantener la fuerza disruptiva del Fuera intensivo, en
este nuevo espacio que ya no es el de una exterioridad marginal respecto al sistema
dominante, sino de una posición en el espacio de circulación social y de consumo,
además ultra-investida? ¿Tal vez esta nueva situación no ayudaría a separar fuera
intensivo y marginalidad? ¿Creación y transgresión? ¿Creación y negación?
¿Ayudándonos así a alejarnos de verdad de la oposición entre creación y jugar el juego,
a salir lo más radicalmente posible de la dialéctica entre opuestos, en dirección a la
inmanencia y a los devenires?
Jugar el juego e inventar el juego; estos dos tipos de relación con la vida, que implican
en el privilegio de dos dimensiones diferentes de ella, pasan a ser vistos y vividos como
complementarios y necesarios. Una particularidad de la lengua griega para designar la
vida nos puede ayudar a circunscribir la diferencia entre jugar el juego y jugar
inventando, y la importancia de ambos: los dos términos designan una dimensión
específica. Zoé es la vida en cuanto simple hecho de vivir: dimensión de la utilidad, del
hábito, indispensable para que se pueda integrar a un colectivo y situarse en su mapa
vigente, sin el que una vida se hace inviable. Ésta sería la dimensión privilegiada en el
juego inventado. Y Bio es la vida en cuanto potencia de variación de formas de vivir:
dimensión de la creación, indispensable para que la vida encuentre canales de expresión
para sus movimientos, y no sucumba en puntos de estrangulamiento que la debilitan y
empobrecen. Ésta sería la dimensión privilegiada en el juego.
La diferencia entre jugar el juego e inventar el juego, la necesidad de existir de estas dos
formas, las estrategias para hacer viables estas dos políticas de la existencia, persiguen a
Fahlström durante toda su vida, imprimiendo las direcciones de su modo de vivir y
también de su trayectoria como artista. Tema recurrente en sus textos y en sus trabajos
visuales (tanto en el contenido expresado como en la estrategia para expresarlo),
preocupación especialmente presente en su posición en el panorama del arte, la
indisociabilidad entre jugar el juego e inventar el juego hace de Fahlström un artista que
anticipa un futuro.
Como todo joven de los años sesenta que siguiese los vientos contraculturales de aquel
periodo, Fahlström sabía que quedarse sólo en el juego era reducir la vida a la
monotonía del puro automatismo: “Vivir no es sobrevivir”, decía un eslogan de la época
estampado en los muros del 68 parisiense. El artista conocía la importancia fundamental
del jugar inventando, y enfatizó esto en toda su obra. Para él era evidente la necesidad
de hacer lo que él llamaba una “revolución psicológica”, a la cual “la revolución política
(material) soviética nunca llegó a ser”. Revolución de la subjetividad en que se
reactivaría la potencia de jugar inventando/crear, el aprendizaje de los signos más allá
de la obediencia ciega a los mapas establecidos, tanto si eran los pesados mapas de la
revolución proletaria de la Unión Soviética estalinista, investidos como absolutos y
eternos, como los mapas volátiles de las identidades prêt-à-porter descartables del
capitalismo posindustrial. La importancia política del jugar inventando aparece de
múltiples formas en el ideario y en la obra de Fahlström. Por ejemplo, su propuesta de
hacer “casas de placer”, una infinidad de ellas, aprovechando edificaciones
abandonadas, en lugar de sólidas y correctas Casas de Cultura,23 apunta hacia su
concepción de arte asociado al ejercicio de inventar el juego y, por tanto, a un cambio
de actitud en la vida que incluye lo lúdico, el deseo y el placer, arte como micropolítica.
Algunos ejemplos de esta concepción en sus obras son sus Variable Paintings, estrategia
que él repetirá hasta el final de su vida. Se trata de pinturas en las que algunos
elementos se encuentran yuxtapuestos a la tela mediante imanes, lo que permite
moverlos, modificando así la composición del todo, haciéndose cambiante, siempre
provisional. El artista llamaba a tales elementos “órganos pictóricos”, y decía que eran
“partes de una maquinaria para hacer pintura”. El espectador era invitado a participar en
esta composición, pudiendo también mover tales órganos pictóricos, creando otros
conjuntos orgánicos efímeros, activando a través de su actuación el ejercicio del jugar
inventando en su propia subjetividad.
También las instalaciones de Fahlström son, en general, variables; él incluso las llama
variable structures; en cada nueva exposición distribuye los elementos en el espacio de
forma diferente. Es el caso de su instalación de 1969 Meatball Curtain (for R. Crumb),
título inspirado en una historia en viñetas de Robert Crumb en la que del cielo de Los
Ángeles caen albóndigas, alcanzando la cabeza de los transeúntes de todas las clases y
estratos social que deambulan distraídamente por la ciudad. Al ser alcanzados por las
albóndigas, aquellos personajes, pasivamente sometidos a las reglas del juego del
American way of life, son repentinamente dominados por la felicidad y se ponen a
jugar. Un devenir-niño, convocado en las almas infantilizadas que pueblan la realidad
vigente, anula instantáneamente su anestesia y transforma por completo el paisaje. Es
evidente la alusión a los “viajes” de LSD que Crumb comienza a realizar a partir de
1965, como si las albóndigas fuesen pastillas de ácido cayendo del cielo que al tocar el
cuerpo provocasen este tipo de “visión”. Pero la presencia del LSD va más allá, marca
la propia percepción de la realidad expresada en sus cómics a partir de este momento:
una consciencia lisérgica, que radiografía el estado variable de vibratibilidad de los
cuerpos ante las fuerzas en juego en el paisaje urbano de la época, incluso el paisaje de
la propia cultura hippy. Esta radiografía sensible permitía evaluar el grado de potencia
vital afirmándose en cada una de aquellas existencias.
Son múltiples las obras del artista que implican esta tensión no resuelta entre jugar el
juego e inventar el juego. De hecho, estas obras nos permiten vivir la experiencia de que
los mapas de la realidad están ahí para ser manipulados, pues ellos mismos son producto
de la manipulación de mapas anteriores. A título de ejemplo, me detendré en dos de sus
instalaciones.
En una entrevista realizada en 1968, Fahlström declara: “Para mí, The Little General
(Pinball Machine) son una especie de billares eléctricos flotantes y modificados en los
que estas chapas de plexiglás numeradas y puestas en pie que rodean la obra
corresponden a esas cosas que se encienden y destellean y que tienen diferentes
reacciones cuando la bola entra en el agujero. Uno debería empujar las siluetas flotantes
o soplarles, realmente de cualquier forma posible. Pero dado que hay estos elementos
inmóviles con diferentes valores y, además, con unas figuras diferentes, emotivas y
cargadas de connotaciones emocionales, uno puede establecer su propia relación con
ellas y construir constelaciones; por ejemplo, Johnson apuntando hacia la cicatriz de su
operación y, ante él, una mujer masturbándose y mirando hacia arriba. Hay
innumerables elementos de este tipo, diferentes y opuestos”. El entrevistador comenta:
“Pero la estructura de juego o estructura variable permite, sin embargo, percibirlo como
una realidad grotesca y absurda en la cual todas las combinaciones son posibles y, en el
todo, igualmente posibles.” Pero Fahlström contesta este “vale todo”: “Sí, todas las
combinaciones entre sí, pero Johnson está siempre cruzando…”. De hecho, en este
juego-mapa hay elementos del juego de la realidad (por ejemplo, Johnson cruzando la
escena constantemente), pero el desafío consiste en inventar exactamente con estos
elementos el juego que permitirá soñar nuevas cartografías y manipular el mundo de
forma efectiva.
Otra de las múltiples obras en que aparecen estas cuestiones es At Five in the Afternoon
(Chile 2: The Coup, Words by Plath and Lorca), de 1974. La silueta inmediatamente
reconocible del mapa de Chile es una especie de columna vertebral a lo largo de la que
se clavan alfileres de fibra de vidrio, en cuyas puntas el artista fija hechos históricos,
políticos y económicos, pero también hechos poéticos, extraídos de la imaginación de
Plath y Lorca, todos vinculados de alguna manera al golpe militar que se apoderó de
aquel país por entonces. La imagen de los acontecimientos clavados en los alfileres, uno
a uno, como insectos muertos, nos hace recordar la mirada clasificatoria y fría de un
entomólogo, y descifra así el estado de los seres humanos bajo una dictadura que los
priva de su vitalidad, al secuestrar su potencia creadora para clavarlos en un ilusorio
mapa de sentido eterno, alucinado por las fuerzas conservadoras que capitanean este
tipo de régimen. Desciframiento indisociablemente crítico y cíclico: al adquirir
visibilidad, los alfileres que congelan la realidad y la destituyen de su movimiento se
vuelven agujas de acupuntura que, aplicadas a estos puntos de estrangulamiento,
expeditan las vías de circulación de la energía vital, liberándola de su secuestro. Un
mapa de los afectos es lo que Fahlström nos propone aquí. A ese respecto, él comenta:
“La pérdida de Chile no puede expresarse simplemente describiendo una serie de
acontecimientos.” Esto no quiere decir que se trataría entonces de evocar fantasmas o
devaneos subjetivos: cosas como identificarse con Chile, experimentar sentimientos de
piedad o de simpatía. Deleuze y Guattari nos enseñan que “lo propio de la libido es
circular por la historia y la geografía, organizar formaciones de mundos y
constelaciones de universos, derivar los continentes, poblarlos con razas, tribus y
naciones”; el Chile de Fahlström no es representativo, sino intensivo. Será preciso que
el artista trace esta cartografía poético-afectiva del golpe que truncó brutalmente la
experiencia colectiva innovadora que se había desarrollado bajo el liderazgo de
Salvador Allende, como siempre trazó sus cartografías, para dar cuenta de la tensión de
momentos especialmente traumáticos de colisión entre fuerzas creadoras que intentan
agujerear los mapas establecidos y fuerzas conservadoras que intentan mantenerlos a
cualquier precio; cartografía para atravesar un abismo de sentido más y extraer de él una
nueva potencia.
Como comenta Mike Kelley, discípulo y amigo, “en estas últimas obras […], Fahlström
proclama la ‘realidad’ del arte. Los hechos históricos son tan míticos como las
construcciones literarias; el arte en el nivel psíquico es tan real como los datos de la
tierra. A pesar de funcionar en un mundo simbólico, el artista afecta nuestra percepción
del mundo cotidiano. El problema del artista es concebir juegos suficientemente
interesantes para traspasar este hueco. El trabajo de Fahlström pasa la prueba del tiempo
porque hace exactamente eso.”
La búsqueda del equilibrio en la cuerda floja entre jugar el juego e inventar el juego, la
reiteración de un mundo con su respectivo mapa y el trazado cartográfico de un nuevo
mundo cada vez que fuera necesario definieron la actitud básica de Fahlström, actitud
que orienta su vida y se sitúa como una cuestión que atraviesa su obra en conjunto,
como una verdadera obsesión. Un artista de su tiempo que practicó una gran libertad de
experimentación, extremadamente crítico con el régimen de vida dominante. Pero al
mismo tiempo, a diferencia de sus contemporáneos, Fahlström velaba por la inserción
de su obra, no sólo al absorber y problematizar las cartografías dominantes de la época
en lugar de demonizarlas, sino también al permitir que su obra fuese gestionada por una
de las galerías más importantes de la época, Sidney Janis, responsable también de la
venta de la obra de Mondrian. Esta actitud, muchas veces no comprendida por sus
contemporáneos, le llevó a ser tachado de radical chic, ironía que él nunca aceptó,
defendiéndose siempre con argumentos que mostraban la claridad de su conciencia
política y el rigor de su postura.
Lo que los detractores de Fahlström no veían en aquella época era que, exactamente en
este punto, el artista se estaría adelantando a un tipo de problematización que sólo se
daría casi dos décadas después, a mediados de los años noventa, y que continúa vigente
en la actualidad. La tentativa de mantenerse en la tensión entre jugar/crear y
jugar/negociar, la búsqueda de estrategias de problematización de las cartografías en el
interior mismo de la ambivalencia dominante, aún inconcebible en los años sesenta-
setenta, ya estaba presente entre las inquietudes de Fahlström, y se materializaba en su
obra.
En los desvanes, entre los mapas fijos de señalización de la existencia y los signos
intempestivos de las fuerzas heterogéneas del fuera, apelando a la urgencia de crear
nuevas cartografias en el cuerpo vibrátil, Fahlström traza sus mapas de virtualidades,
sobreponiéndose a los mapas reales cuyos recorridos transforma su arte. Soñados en
éstos, sus mapas movedizos anuncian, ya en los años sesenta, la figura del artista
contemporáneo.