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Suely Rolnyk Los Mapas Movedizos de OEyvind Fahlstroem

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Los mapas movedizos de Öyvind Fahlström.

Suely Rolnik

Öyvind Fahlström: una vida entre mundos. Vida de paso. Nunca la tierra natal, el reposo
de una familiaridad: de lengua, de cultura, de gestos, de creencias. Imprescindible la
construcción de puentes sobre abismos de sentido, territorios inventados entre paisajes.
Como un patchwork infinito, que se rehiciese por completo a cada nuevo paisaje que se
agrega. Mapa del mundo continuamente rediseñado. La urgencia de la creación. Una
cuestión de supervivencia.

En un primer nivel, obvio y visible: entre Suecia, Brasil, París, Roma y Nueva York.
Niño sueco en el Brasil de los años treinta. Preadolescente que deja a sus padres en
Brasil para unas breves vacaciones en Suecia y a quien, inesperadamente, ante la
eclosión de la II Guerra Mundial, le resulta imposible volver, y allí permanece hasta
finales de los años cuarenta. El trauma en dosis doble —alejamiento de la familia a los
once años y la guerra como entorno— será seguido por una sucesión de migraciones,
acompañando los vientos de la producción de sentido en el globo terráqueo, distintos
paisajes culturales imponiéndose como brújula en dos momentos de la segunda mitad
del siglo: el París de los años cincuenta y la Nueva York de los años sesenta y setenta.
Siempre volviendo a pasar por Suecia, siempre cruzando Roma. Muere prematuramente
a los cuarenta y siete años de edad, mucho antes del viraje de los ochenta.

En este entre-países, espacial y geográfico, se crea un lugar para el artista; mejor dicho,
un no-lugar, éste sí, decisivo en su trayectoria: la condición de extranjero en todos los
lugares por donde deambuló lo colocó en una posición desenfocada, no estableciendo
jamás una simbiosis completa con mapa alguno de realidad. Como él mismo escribe, ya
en 1953, “la cuestión no es si un sistema es El Único Válido. Será Válido porque
nosotros lo escogemos… y porque funciona”. De hecho, a partir de los veintiún años
Öyvind Fahlström escogerá países, culturas, y los respectivos sistemas de sentido, en
función de que se constituyan como mapas que “funcionen” para orientarse en la
existencia; y sólo los adoptará como “válidos” mientras mantengan ese rendimiento
vital. La desnaturalización de todos los mundos, de todas las cartografías, desde siempre
en su vida, le trae la percepción precoz de su carácter transitorio y contingente. Su
carácter de invención. Juegos, games, con sus reglas, sus representaciones, sus
personajes y el lugar que le corresponde a cada uno como jugador, que como tales
pueden ser recreados. Mapas y juegos, mapas como juegos que son inventados y
reinventados, primero de los temas recurrentes en la obra de Fahlström.

En el desván, entre los escenarios configurados, donde la identificación mínimamente


satisfactoria con cualquiera de sus personajes se hace inviable, se abre para Fahlström
un espacio intersticial, intangible; aquí, no propiamente un espacio, sino un más acá y
un más allá del espacio, invisible pero no menos real. Son las fuerzas heterogéneas del
mundo vibrando en su cuerpo, produciendo nuevos estados intensivos. Cuando el paso
de un estado intensivo a otro, expresado mediante sensaciones, no encuentra
correspondencia en las señalizaciones de los mapas disponibles, la subjetividad se
pierde y se ve convocada a un trabajo de recreación de sí misma y del mundo. Este tipo
de experiencia habrá tenido lugar en reiteradas ocasiones a lo largo de la vida del artista,
es lo que nos lleva a imaginar no sólo la presencia insistente de los mapas en su obra,
sino también un gran número de pasajes de sus textos que directa o indirectamente se
refieren a eso. Para mostrar apenas un ejemplo, en el mismo manifiesto de su
concretismo nada formalista, él escribe: “No basta con cambiar el orden de las palabras;
hay que amasar la estructura entera. Debido a que los procesos de pensamiento
dependen del lenguaje, cualquier ataque a las formas lingüísticas dominantes acaba
enriqueciendo los modos de pensamiento ya gastados, convirtiéndose en un paso más en
el desarrollo del lenguaje mismo, ya que los procesos mentales siempre tienen lugar en
niveles cotidianos, literarios y académicos.” Amasar las reglas gramaticales del juego de
la lengua, para extraer de ella otras posibilidades de expresión, que son también otras
maneras de vivir. Una lengua que ya no es la de las palabras, una materia que ya no es
la de las formas, una afectividad que ya no es la de los sujetos.

Iniciación forzada de Fahlström a un más acá o un más allá del cuerpo vivido, de este
cuerpo familiar de la vida ya acontecida y representada, con sus potencias ya
distribuidas en cualidades y estructuras en una cartografía instituida, con sus sujetos, sus
hábitos, sus significados, sus rutas. Iniciación por tanto al “cuerpo vibrátil”, este más
acá o un más allá del cuerpo vivido, atravesado por intensidades, afectado por fuerzas
que vienen del Fuera: materia informe, portadora de diferencias, que no se confunde con
la realidad del mundo externo, en su configuración empírica. Fuerzas que piden paso,
imponiéndose como signos para ser descifrados a través de un diseño de nuevas
señalizaciones de la existencia: un nuevo World Map.

Desde muy temprano Fahlström es obligado a saber sin saber que abrir paso a las
fuerzas depende de descifrarlas, o sea, crear para ellas un plano de consistencia:
materializar las sensaciones de manera que se perciban y se hagan percibir las fuerzas,
que se vea y se haga ver lo invisible, condición para no caer prisionero de los vacíos de
sentido. ¿No sería la obra de arte un plano de consistencia de este tipo? ¿No es éste su
sentido? Obra que es también e indisociablemente de existencia, creación de sí y del
mundo. Del desván a los escenarios configurados, donde la identificación mínimamente
satisfactoria con cualquiera de sus personajes se hace inviable para el artista, lo que se
abrirá para él será el desarrollo de nuevos contornos, que se produce entre las fuerzas
heterogéneas, de los medios diferentes que él recorre. “Entre las cosas no designa una
correlación localizable que va de una a otra y recíprocamente, sino una dirección
perpendicular, un movimiento transversal que las arrastra, a una y a otra, riachuelo sin
inicio ni fin que roe sus dos márgenes y adquiere velocidad por el medio”, puntualizan
Deleuze y Guattari. Devenires, procesos de subjetivación y de significación, formando
totalidades siempre provisionales; mapas movedizos, ya que siempre son estremecidos
por nuevas fuerzas, nuevas sensaciones, que desencadenarán nuevos devenires. Como
escribe el propio Fahlström, incluso en el mismo Manifiesto: “Otra manera de obtener
la unidad y la cohesión consiste en extender la lógica inventando nuevos acordes y
nuevas consecuencias”. Unidad y cohesión que se rehacen constantemente, acordes
polifónicos entre fuerzas heterogéneas irreductibles.

Aquí ya no se trata de jugar juegos (games) formateados, sino de un juego (play)* en el


que el juego se inventa al mismo tiempo que sus reglas, sus personajes y el lugar
cambiante que corresponde a cada uno como jugador. “Jugar el juego” e “inventar el
juego”, la diferencia irremediable entre ellos, tensión indomable y, sin embargo,
necesaria; el segundo tema que podemos rastrear en el conjunto de la obra del artista. El
destino inexorable del juego, poder sobre la vida que la organiza y estratifica, consiste
en que más pronto o más tarde él habrá perdido el sentido, desbancado por las
irrupciones de la potencia de vida que acaban imponiendo un cambio no sólo de las
reglas, sino del propio juego como un todo. Pero tal invención depende de la libertad de
inventar el juego. Se explicita aquí una afinidad entre el juego inventado y la obra de
arte, entre el jugar del niño y el crear del artista; tercero de los temas que atraviesan la
obra de Fahlström desde el principio hasta el final. La presencia de esta cuestión es tan
definitoria en la trayectoria del artista que nos lleva a abrir un paréntesis para analizarla
más atentamente, con la intención de preparar el terreno para retomarla en el ámbito de
la obra propiamente dicha.

No por casualidad, “devenir-niño” es el nombre que Deleuze y Guattari le dieron a esta


afirmación de la potencia creadora en la subjetividad. Reencontrar una infancia como
lugar de la invención, fábrica de la sensibilidad creadora, manantial de posibles. Ellos
también lo llaman “bloque de infancia”, teniendo siempre cuidado de señalar que esto
no tiene nada que ver con recuerdos de infancia, retorno o regresión al niño real que
fuimos; infancia trivial del sujeto psicológico, con su “romance familiar” y los
fantasmas que lo asombran, sujeto que ve en los padres instancias personificadas, y les
otorga el carácter de referencia personal y absoluta. Paralelamente al aprendizaje de la
adaptación a los meandros de una cartografía establecida, que se hace por identificación,
representación e imitación, el niño vive otra especie de aprendizaje. Esta vez es un
aprendizaje del mundo en cuanto medio hecho de materia fluida, más acá y más allá de
su formateado definidor de sujetos, objetos, hábitos y significados. En este ámbito,
incluso los padres dejan de ser referencias personales, y menos aun absolutas, para
existir como medios entre otros cualesquiera, con la única particularidad de funcionar
como selectores de medios, ya que a través de ellos algunas puertas se abren y otras se
cierran o ni siquiera llegan a ser vislumbradas. En la inocencia de una constante
experimentación, el niño explora los universos por donde pasa, en una actividad febril
de conexiones y desconexiones en función de los afectos movilizados por las fuerzas
que se agitan en estos universos variables. Los juegos inventados son intentos de formar
un plano de consistencia para estos pasos intensivos, que serán sustituidos más tarde por
la creación cultural.

Juegos de niño y obras de arte, desde esta perspectiva, tendrían en común su condición
de cartografías, inventadas por el niño y el artista, movidas por los efectos intensivos de
las fuerzas del fuera en su cuerpo vibrátil: devenires a-paralelos a sí mismos y al medio,
nuevas configuraciones de los límites de la subjetividad y su territorio. Como escribe
Deleuze, “el arte también [como el niño] alcanza este estado celestial que ya no
conserva nada de personal ni de racional. A su manera el arte dice lo que dicen los
niños. Éste está hecho de idas y venidas, y también hace mapas extensivos e
intensivos”. Éste es el aprendizaje de los signos, que no pasa por el reconocimiento,
sino que se da por vibración, contaminación e invención. En vista de eso, niño y artista
en principio serían, más que cualquier otro tipo de subjetividad, propensos a no
restringirse al simple aprendizaje de las reglas, para ejercer la libertad de enfrentamiento
de los signos y la urgencia de descifrarlos en un proceso de creación.

El jugar del niño y el crear así entrelazados evocan inmediatamente la figura de


Winnicott, singular psicoanalista que considera este proceso, que con Deleuze llamamos
“aprendizaje de los signos”, esencial para un desarrollo satisfactorio del niño. Para
Winnicott un buen desarrollo no tiene que ver con “salud psíquica”, que se evalúa según
el criterio de la fidelidad a un código, en consecuencia tomando la filiación como
referencia absoluta, establecida de una vez por todas. Esto redundaría en un proceso
equilibrado de identificaciones del ego con imágenes de los personajes que componen el
mapa oficial del medio, definido por la inserción socio-económico-cultural de la
familia, proceso que se completaría con la construcción de defensas más eficientes y
menos rígidas. A diferencia de esto, para el psicoanalista inglés, un buen desarrollo
tiene que ver con la vida, su potencia de expansión, su afirmación como fuerza
creadora, lo que depende de un modo creativo de percepción; es esto lo que daría
sentido a la existencia y promovería el sentimiento de que vale la pena vivir la vida. Lo
contrario de una relación de complacencia sumisa, que provocaría un sentimiento de
futilidad asociado a la idea de que nada tiene importancia. No se trata de que el mundo,
en esta política del deseo marcada por una obediencia estéril, deje de ser percibido, sino
que es percibido apenas como aquello a que debemos ajustarnos y adaptarnos. Esto
puede desencadenar la sensación de estar poseídos por la creatividad de alguien o de
una fuerza superior trascendental, enteramente disociados de nuestra subjetividad, de
nuestras sensaciones, de nuestro sueño.

Este tipo de visión lleva a Winnicott a atribuir una importancia primordial a la


formación y sustentación en el niño de aquello que él llamará “espacio potencial”, que
se sitúa entre la realidad interna y el mundo externo, y no pertenece a ninguno de los
dos. En este ámbito, según él, el niño manipula los fenómenos externos, los selecciona,
los pone al servicio del sueño, confiriéndoles así sentido. Es el juego del niño que, si
todo va bien, se transforma en juego compartido para desembocar más adelante en la
experiencia cultural. De nuevo, la aproximación entre niño y artista, aquí en torno a una
cierta dimensión de la subjetividad que estaría especialmente activa en ambos.

Y la pelota vuelve a Deleuze y Guattari, y no por casualidad. Entre estos autores y


Winnicott existe sin duda una resonancia amplia y fecunda que está por explorar, pero
por supuesto no es ésta la ambición del presente ensayo. Tal resonancia sólo nos
interesa aquí para auxiliar en la circunscripción de ciertas cuestiones que atraviesan la
trayectoria de Fahlström. Ya hemos podido vislumbrar parte de esta resonancia: la
infancia, tanto para los dos franceses como para su vecino inglés, no sería una supuesta
etapa inferior en el proceso de maduración que caminaría en dirección a lo simbólico, su
supuesto punto culminante, región de los juegos y sus reglas con sus mapas instituidos.
Desde diferentes perspectivas ellos conciben la infancia como vector de subjetivación
coextensiva a cualquier edad, vector que aproximaría niño y artista, el jugar inventando
y el crear. Tres puntos de resonancia entre los autores, en torno a la idea winnicottiana
de espacio potencial, nos pueden ayudar a avanzar en nuestra reflexión.

El primer punto de resonancia es la importancia atribuida a este “entre” la subjetividad y


el mundo, que Winnicott llama “espacio potencial”. Si nos situamos en la perspectiva de
los autores franceses para vislumbrar lo que el psicoanalista inglés circunscribe bajo
este nombre, antes que nada debemos reconsiderar los polos entre los que tal espacio se
sitúa. En lugar de una “realidad interna”, concebida como interioridad psíquica, lo que
veremos entonces es el invisible cuerpo vibrátil; y en lugar de un “mundo externo”,
concebido como exterioridad espacial, lo que veremos es el invisible “fuera intensivo”,
o sea, el mundo como materia informe. Ahora bien, entre las fuerzas del mundo y el
cuerpo vibrátil que las recoge no es propiamente un espacio lo que se dibuja, sino una
“zona de indeterminación o inseguridad”, en la cual se producen devenires
“potenciales” de la subjetividad y del medio. Si tiene sentido pensar lo que Winnicott
llama espacio potencial como este manantial de devenires, sería ciertamente más
riguroso encontrar un nombre para designarlo que no implicase una noción espacial,
algo así como un “entre intensivo potencial”. Continuando la conversación con su
propia forma de hablar, Winnicott diría: “La investigación, la creatividad que uno tiene
de sí mismo sólo pueden surgir de la experiencia informe, de un estado no integrado de
la personalidad. […] La experiencia informe, los impulsos creadores, motores y
sensoriales son la trama del juego del niño, y es en la base de este juego donde se
edifica toda la existencia experiencial del hombre.”

El segundo punto de resonancia sería la idea de que es en el acceso a este “entre


intensivo potencial” cuando niño y artista se aproximarían. Es ahí donde ambos
ejercerían su poder de otrarse, a través de la creación: juego inventado, en un caso, y
obra de arte, en el otro: dos modos de actualización de las sensaciones, dos tipos de
trazado de un plano de consistencia.

El tercer punto de resonancia sería la idea de clínica que, para los tres pensadores, ya
distantes de la tradición psicoanalítica dominante, tendría como objetivo dejar expedito
ese acceso al entre intensivo potencial. Eso volvería la clínica indisociable de la crítica,
en cuanto reactivación de la fuerza que problematiza y transforma la realidad. Una
clínica/crítica como una posibilidad abierta de invención de devenires, contra el poder
de las fantasías/fantasmas que mantiene la subjetividad bajo el dominio exclusivo de un
juego cualquiera establecido y sus reglas correspondientes, regida por tanto
fundamentalmente por un principio moral. Lo que estaría siendo apuntado, en última
instancia, en esta concepción de “cura”, es un modo de subjetivación regido por un
principio estético: la existencia como obra de arte que se crea y recrea a través de
devenires. Principio que es también ético, ya que aquí es la vida la que atribuye valores,
teniendo como única referencia su afirmación y su exposición; a diferencia de lo que
ocurre bajo el dominio de un supuestamente saludable principio moral, cuando es el ego
el que atribuye valores, tomando como referencia el mapa de valores vigente.

Entendidas desde esta perspectiva, arte y clínica tendrían una tarea mucho más
importante, en la medida en que en el modo de subjetivación dominante en el
capitalismo contemporáneo, la potencia de creación, dimensión esencial de la vida, tiene
un destino dudoso. Examinar brevemente este destino, así como sus vicisitudes en los
diferentes periodos de la segunda mitad del siglo, nos ayudará a situar la problemática
desarrollada por Fahlström en torno a esta cuestión, y su posición en el panorama del
arte de su tiempo.

La subjetividad en el régimen capitalista se convoca para conquistar agilidad de


desidentificación con las cartografías establecidas: no sólo para absorber la mezcla de
repertorios que la atraviesan venidos de todas partes todo el tiempo, lo más obvio, pero
también y fundamentalmente, para conseguir abrirse continuamente al cambio de
repertorio exigido para acompañar la creación ininterrumpida de nuevas órbitas del
mercado, sea como productora o como consumidora. Entonces se lanza la subjetividad a
las fuerzas del Fuera y a la constante experiencia de pases de estado intensivo en el
cuerpo vibrátil, lo que en principio estaría favoreciendo un aprendizaje de los signos y,
además, la creación, que sería requerida para realizar un nuevo mapa de la realidad, su
juego, sus reglas. Pero no es del todo así, pues en este proceso de subjetivación es el
juego el que somete la creación y no al contrario: lo que domina, por tanto, es el
aprendizaje del juego. Es parte de la lógica del mismo sistema que estas subjetividades
que están desenmapadas (sea como fuerza de trabajo abstracta, sea como fuerza de
consumo abstracta) reconstituyan lo más rápidamente posible un mapa a través del cual
ganen concreción. Esta reconstitución, no obstante, no deberá realizarse a través de una
creación singular que dé cuenta de la nueva realidad sensible que se produce cada vez.
En lugar de eso, para ser admitida en el mercado, deberá realizarse obligatoriamente a
través del consumo, no el consumo de un mapa cualquiera, sino el de identidades prêt-à-
porter. Tales identidades están hechas con los personajes que acompañan cada nueva
órbita del mercado que se crea, con los scripts y las escenografías correspondientes.
Éstas se propagan en cualquier parte del mundo donde esta órbita se estuviera
implantando, y sólo tienen sentido mientras la misma dure; tienen, por tanto, fecha de
caducidad. Especie de kit para montar territorios de existencia: instrucciones de uso
destinadas a las subjetividades que pretendan ser admitidas por la esfera de mercado en
cuestión, que deberán reenmaparse necesariamente según este patrón,
independientemente del contexto cultural en el que hayan estado insertas.

Las estrategias dominantes para subyugar la creación al juego, así como las estrategias
de resistencia a este destino de la creación, han ido variando a lo largo de las décadas.
Los años sesenta-setenta, durante los cuales Fahlström vivió en Nueva York, fueron la
época de la reacción frente al modo de subjetivación entonces dominante, el tipo de
familia burguesa de la triunfante American way of life de la posguerra. En esta especie
de configuración que tuvo su apogeo en los años cincuenta, la vibración del cuerpo ante
las fuerzas del Fuera, estaba anestesiada hasta tal punto, y la potencia de creación de sí y
del mundo hasta tal punto trabada, que este cuadro pasa a producir en la generación de
los años sesenta una imposibilidad total de identificación, un verdadero horror. La
forma de resisitir fue la afirmación ostensiva de la potencia de jugar inventando/crear,
convocatoria colectiva de “bloques de infancia”, lanzados como paralelepípedos contra
la cultura de la infantilización a que estaba reducida la subjetividad. Este movimiento
abarcaba no sólo a los artistas, sino a todo un sector de la juventud que experimentaba
otro modo de vivir, al margen de las cartografías establecidas y transgrediéndolas; no
por casualidad el movimiento se autodenominó “contracultura”. La potencia creadora,
en esta estrategia, se realizaba así en un supuesto mundo fuera de aquel mundo
empobrecido, exterioridad idealizada como natural o pura, por oposición a la realidad,
su juego y sus reglas, que los hippies demonizaban por completo. Por tanto, la
disociación entre jugar inventando y jugar el juego se mantenía en esta forma de
resistencia, invirtiendo apenas las señales: el jugar pasaba de un estatuto negativo a uno
positivo, y viceversa. Tal vez porque en aquel momento todavía era imposible una
asociación entre estos dos vectores de subjetivación: el jugar inventando estaba tan
prohibido en la realidad vigente que era inconcebible reactivarlo directamente; sólo se
podía hacerlo proliferar en una especie de zona franca, que después llegaría a
contaminar el resto. Aquel mundo aún no había perdido su sentido lo suficiente como
para romperse por dentro; fue preciso constituir una especie de mundo paralelo,
marginal y maldito.

Ya en los años ochenta, poco después de la muerte de Fahlström, la potencia para


crear/jugar inventando gana terreno y deja de ser maldita. Por el contrario, la fuerza
creadora pasa a ser celebrada y patrocinada, pero no para producir sentido, una
cartografía de un nuevo mundo para una nueva sensibilidad, forjada en una nueva
constelación de fuerzas. La potencia de crear/jugar inventando es aquí prioritariamente
promovida para producir capital: sea por la creación de nuevas esferas de mercado, con
sus productos y sus identidades prêt-à-porter, sea por una plusvalía de prestigio y
glamour que se agrega al valor de un nombre cuando éste queda asociado al arte. El
nombre, que tanto puede ser de una marca o de su propietario, gana en esta asociación el
estatuto de cult brand, lo que aumenta su valor de mercado. Ambigüedad constitutiva
del capitalismo de final del siglo XX, que incidió y aún incide especialmente en la
cultura, ya que ésta es por definición un campo rico en potencia de creación. En los
primeros momentos de esta transformación, aún en los ochenta, tal ambigüedad atrapa a
los artistas: muchos de ellos se someten sin crítica al proxenetismo del sistema, e
incluso lo desean, fascinados por el inédito prestigio, tanto más glorioso cuanto cada
vez más mediatizado, llegando algunos incluso a crear ya sometidos a las reglas de
juego del mercado de arte. Son los yuppies que se dispersan también por el terreno de la
cultura. Aprender a jugar el juego es lo único que importa: conocer las reglas y
manipularlas con competencia, intentando salir vencedor. Ya no es posible concebir la
resistencia por oposición a la realidad instituida, pues quien no juega el juego no es
mediatizable y, por ello, es violentamente expelido de toda órbita, no pudiendo tampoco
sobrevivir al margen, puesto que éste ha dejado de constituir un territorio de existencia
respirable, compartido y legitimado colectivamente. Impera el cinismo.

La década siguiente, los años noventa, encuentra el campo de creación casi totalmente
sometido al juego, lo que se verifica en gran parte de las instituciones consagradas al
arte. Es cuando, por ejemplo, comienzan a proliferar las exposiciones muy mediatizadas
que se evalúan en función de una contabilidad de taquilla, inmediatamente identificable
por la extensión de sus colas, vigilada y celebrada por los medios de comunicación.
Pero, precisamente por el hecho de que esta situación haya llegado al paroxismo, la
ambigüedad del estatuto de la creación comienza a ser problematizada, ya que ninguna
estrategia del arte digna de este nombre sobrevive si se evita su enfrentamiento. Una
nueva cuestión aparece: ¿cómo mantener la fuerza disruptiva del Fuera intensivo, en
este nuevo espacio que ya no es el de una exterioridad marginal respecto al sistema
dominante, sino de una posición en el espacio de circulación social y de consumo,
además ultra-investida? ¿Tal vez esta nueva situación no ayudaría a separar fuera
intensivo y marginalidad? ¿Creación y transgresión? ¿Creación y negación?
¿Ayudándonos así a alejarnos de verdad de la oposición entre creación y jugar el juego,
a salir lo más radicalmente posible de la dialéctica entre opuestos, en dirección a la
inmanencia y a los devenires?

Comienza a esbozarse una nueva forma de resistencia que se da en el propio seno de la


ambigüedad del sistema. Se trata de inhibir el vector perverso de esta ambigüedad a
favor de la potencia creadora: jugar el juego para, desde dentro de él, inventar el juego,
trazar una línea de fuga. Es la figura del artista la que se beneficia de la oportunidad de
realización que el mercado de arte le ofrece, pero intentando hacer valer en esta
negociación su fuerza problematizadora. Artista que resiste al proxenetismo del capital,
sin caer en el noman’s land de la marginalidad. Artista que juega el juego e inventa el
juego simultáneamente: no sólo la obra de arte realiza un devenir de las cartografías
dominantes, sino que todo acto de resistencia es un acto de creación, y ya no de
negación. En suma, resistir ya no es oponerse, sino singularizar; crear es producir ya no
un supuesto otro mundo fuera de este mundo, sino aquello que hace de este mundo otro,
tarea interminable.

Jugar el juego e inventar el juego; estos dos tipos de relación con la vida, que implican
en el privilegio de dos dimensiones diferentes de ella, pasan a ser vistos y vividos como
complementarios y necesarios. Una particularidad de la lengua griega para designar la
vida nos puede ayudar a circunscribir la diferencia entre jugar el juego y jugar
inventando, y la importancia de ambos: los dos términos designan una dimensión
específica. Zoé es la vida en cuanto simple hecho de vivir: dimensión de la utilidad, del
hábito, indispensable para que se pueda integrar a un colectivo y situarse en su mapa
vigente, sin el que una vida se hace inviable. Ésta sería la dimensión privilegiada en el
juego inventado. Y Bio es la vida en cuanto potencia de variación de formas de vivir:
dimensión de la creación, indispensable para que la vida encuentre canales de expresión
para sus movimientos, y no sucumba en puntos de estrangulamiento que la debilitan y
empobrecen. Ésta sería la dimensión privilegiada en el juego.

La diferencia entre jugar el juego e inventar el juego, la necesidad de existir de estas dos
formas, las estrategias para hacer viables estas dos políticas de la existencia, persiguen a
Fahlström durante toda su vida, imprimiendo las direcciones de su modo de vivir y
también de su trayectoria como artista. Tema recurrente en sus textos y en sus trabajos
visuales (tanto en el contenido expresado como en la estrategia para expresarlo),
preocupación especialmente presente en su posición en el panorama del arte, la
indisociabilidad entre jugar el juego e inventar el juego hace de Fahlström un artista que
anticipa un futuro.

Como todo joven de los años sesenta que siguiese los vientos contraculturales de aquel
periodo, Fahlström sabía que quedarse sólo en el juego era reducir la vida a la
monotonía del puro automatismo: “Vivir no es sobrevivir”, decía un eslogan de la época
estampado en los muros del 68 parisiense. El artista conocía la importancia fundamental
del jugar inventando, y enfatizó esto en toda su obra. Para él era evidente la necesidad
de hacer lo que él llamaba una “revolución psicológica”, a la cual “la revolución política
(material) soviética nunca llegó a ser”. Revolución de la subjetividad en que se
reactivaría la potencia de jugar inventando/crear, el aprendizaje de los signos más allá
de la obediencia ciega a los mapas establecidos, tanto si eran los pesados mapas de la
revolución proletaria de la Unión Soviética estalinista, investidos como absolutos y
eternos, como los mapas volátiles de las identidades prêt-à-porter descartables del
capitalismo posindustrial. La importancia política del jugar inventando aparece de
múltiples formas en el ideario y en la obra de Fahlström. Por ejemplo, su propuesta de
hacer “casas de placer”, una infinidad de ellas, aprovechando edificaciones
abandonadas, en lugar de sólidas y correctas Casas de Cultura,23 apunta hacia su
concepción de arte asociado al ejercicio de inventar el juego y, por tanto, a un cambio
de actitud en la vida que incluye lo lúdico, el deseo y el placer, arte como micropolítica.

Algunos ejemplos de esta concepción en sus obras son sus Variable Paintings, estrategia
que él repetirá hasta el final de su vida. Se trata de pinturas en las que algunos
elementos se encuentran yuxtapuestos a la tela mediante imanes, lo que permite
moverlos, modificando así la composición del todo, haciéndose cambiante, siempre
provisional. El artista llamaba a tales elementos “órganos pictóricos”, y decía que eran
“partes de una maquinaria para hacer pintura”. El espectador era invitado a participar en
esta composición, pudiendo también mover tales órganos pictóricos, creando otros
conjuntos orgánicos efímeros, activando a través de su actuación el ejercicio del jugar
inventando en su propia subjetividad.

También las instalaciones de Fahlström son, en general, variables; él incluso las llama
variable structures; en cada nueva exposición distribuye los elementos en el espacio de
forma diferente. Es el caso de su instalación de 1969 Meatball Curtain (for R. Crumb),
título inspirado en una historia en viñetas de Robert Crumb en la que del cielo de Los
Ángeles caen albóndigas, alcanzando la cabeza de los transeúntes de todas las clases y
estratos social que deambulan distraídamente por la ciudad. Al ser alcanzados por las
albóndigas, aquellos personajes, pasivamente sometidos a las reglas del juego del
American way of life, son repentinamente dominados por la felicidad y se ponen a
jugar. Un devenir-niño, convocado en las almas infantilizadas que pueblan la realidad
vigente, anula instantáneamente su anestesia y transforma por completo el paisaje. Es
evidente la alusión a los “viajes” de LSD que Crumb comienza a realizar a partir de
1965, como si las albóndigas fuesen pastillas de ácido cayendo del cielo que al tocar el
cuerpo provocasen este tipo de “visión”. Pero la presencia del LSD va más allá, marca
la propia percepción de la realidad expresada en sus cómics a partir de este momento:
una consciencia lisérgica, que radiografía el estado variable de vibratibilidad de los
cuerpos ante las fuerzas en juego en el paisaje urbano de la época, incluso el paisaje de
la propia cultura hippy. Esta radiografía sensible permitía evaluar el grado de potencia
vital afirmándose en cada una de aquellas existencias.

Pero no es sólo el título de la instalación de Fahlström lo que remite a Crumb, o las


bolitas/albóndigas colocadas en la punta de hilos de metal que parecen estar siendo
lanzadas caóticamente hacia todos lados, como la lluvia de albóndigas que cae sobre la
ciudad en la historia que le sirvió de inspiración (con la diferencia de que las bolitas de
Fahlström saltan del suelo). También el diseño de las esculturas-personaje de la
instalación recuerda las figuras de los cómics de Crumb, los movimientos de sus
cuerpos y la dinámica que se establece entre ellos, especialmente en uno de los cómics
del propio “Meatball”, donde se ve una panorámica de la ciudad con las albóndigas
cayendo por todas partes sobre las cabezas. Sin embargo, si los contornos de los
personajes de Fahlström recuerdan tales figuras lo hacen en cuanto formas abstractas, de
las que el artista extrae una especie de emblemas de una época, creando así una especie
de jardín de esculturas contraculturales. Como él mismo escribe en una ocasión:
“Quería que mis figuras tuviesen algo como un rasgo de exuberancia y la energía de la
vida americana y su fatalidad y su crudeza, y también esa especie de estupidez que le es
propia y la cualidad animalesca que está muy bien reflejada en los dibujos de Crumb, al
igual que la faceta de locura, el factor extático”.

Si la incorporación no sólo de los cómics, sino de todo tipo de lenguaje de la cultura de


masas, remite inmediatamente al movimiento pop, la relación de Fahlström con este
universo es bien particular: “Yo quería utilizar, como material vital ‘libre’ no
tendencioso, acontecimientos y personalidades contemporáneas”, comenta el artista en
uno de sus textos. Aunque el pop acercase la cultura de masas hacia los espacios
privilegiados de la “alta cultura”, con frecuencia lo hacía de “modo tendencioso”, en la
medida en que el blanco de su crítica era el propio lenguaje de este tipo de cultura. Los
artistas pop, en general, establecían en sus obras una especie de distancia fría e irónica
respecto a este universo cultural. Al intentar mostrar su pobreza, su estética kitsch,
muchos de ellos lo mantenían en el ránking de “baja cultura”, incorporando en cierta
manera la jerarquía de valores establecida. Para Fahlström aquéllos eran lenguajes como
otros cualesquiera, importantes por ser idiomas de su/nuestro tiempo que pueblan lo
cotidiano, utilizados para actualizar diferentes clases de fuerzas, y no sólo la fuerza del
empobrecimiento cultural. De ahí su interés por los cómics de la tradición underground,
que a través de este tipo de lenguaje actualizaban una fuerza problematizadora de la
sociedad americana. Un recorte del universo de los cómics, así como un acercamiento a
ellos totalmente distinto de un Lichtenstein, por ejemplo. Es como si al utilizar el
lenguaje de los cómics en sus instalaciones, dibujos y pinturas, Fahlström intensificase
su uso artístico crítico, que comienza con ZAP. “He estado observando con mucha
atención a los creadores de cómics underground. He visto que tienen una especie de
exuberancia y precisión, y esa expresividad extrema de sus perfiles…”, escribe el artista
en la época de Meatball Curtain (for R. Crumb). Por tanto, si ese tipo de lenguaje le
interesaba no era sólo en cuanto elemento de una cartografía de la época, ni por el hecho
de que esta familiaridad de código pudiera favorecer el acceso del espectador para
apropiarse de él y construir con él su propio sentido. Es importante señalar que este
medio de expresión le atraía también en términos formales: según él, los cómics
permitían un juego con la temporalidad y la narrativa que se situaría entre el cuento
breve y la película, y que él exploraba en su trabajo. Por estas y otras razones, en su
obra se desterritorializaba el mapa cultural que distribuía los diferentes tipos de
producción entre la baja y alta cultura se de un modo efectivo. Como es sabido, el
propio movimiento pop nunca incluyó a Fahlström, y él mismo jamás reivindicó tal
inclusión, aunque mantuviese relaciones de amistad con algunos de los artistas que
participaron en dicho movimiento, como Rauschemberg, en cuyo antiguo estudio vivió
cuando fue como becario a Nueva York en 1961, y con quien llegó a realizar algunas
obras.

Sin embargo, si por un lado es notoria la sintonía de Fahlström con el ideario


contracultural de su tiempo, privilegiando el inventar el juego “en oposición a” jugar,
también hay en él una importante diferencia respecto a sus contemporáneos: tal vez el
hecho de haber vivido siempre en este entre-mundos, lo que le obligaba a un nuevo
esfuerzo de inserción e identificación cada vez que cambiaba, le hiciera intuir de forma
un tanto visionaria el romanticismo en cierto modo restrictivo de la posición que
defiende exclusivamente el inventar el juego, demonizando el juego de la realidad y sus
convenciones. El artista sabía que no hay un “fuera de la realidad”, margen purificado
de los conflictos y de la crueldad: “en cuanto usted vive en un sistema capitalista, usted
es parte de él, es indiferente que usted haga arte o conduzca taxis”, escribe el artista en
una especie de manifiesto/declaración de sus presupuestos básicos.

El artista se esforzaba en la búsqueda de un equilibrio entre jugar el juego e inventar el


juego, indispensables ambos, según él, para la plena realización de la vida, tanto en la
existencia como en la obra. Ésta era su condición para “manipular el mundo”, cuarto y
último de los temas recurrentes en su obra que estamos circunscribiendo. Este tema
engloba los tres anteriormente apuntados: 1) los mapas son juegos, y en cuanto tales,
inventados y reinventables; 2) existe una tensión indomable y necesaria entre jugar el
juego e inventar el juego; 3) existe una sintonía entre jugar inventando y crear y, por
tanto, entre niño y artista, en torno a un cierto vector de subjetivación que los dos tienen
en común. Manipular el mundo constituye un verdadero leitmotiv del trabajo de
Fahlström, mezcla de libertad de creación y compromiso para dar paso a las fuerzas de
su tiempo, tal como se presentan en el cuerpo. En palabras del propio artista: “Juegos.
Considerados modelos realistas (no descripciones) de la duración de una existencia, del
equilibrio de la Guerra Fría, del mecanismo del doble código para apretar el botón
nuclear, o bien estructuras de reglas inventadas libremente. Por consiguiente, adquiere
importancia el hecho de subrayar ciertas relaciones (en contraste con la “forma libre” en
la que cualquier cosa puede relacionarse con cualquier otra cosa, de modo que en
principio nada está relacionado). La necesidad de repetición para mostrar que una regla
funciona; de ahí el valor de la forma espacio-temporal y de la forma variable. La
emoción de la tensión y la distensión, de tener al mismo tiempo conflicto y no-conflicto
(en contraste con la ‘forma libre’ en la que en principio todo está al mismo nivel).”33

Fahlström no sólo lo ejerce el derecho y el poder de manipular el mundo en su obra,


sino que también intentará transmitirlo al espectador, a través de ella, creando las
condiciones para que sea éste, y no sólo el propio artista, un “performer” de sus obras.
“El papel que desempeña el observador como participante en la pintura-juego alcanzará
su sentido en cuanto estas obras puedan multiplicarse en gran cantidad de réplicas, de
tal forma que cualquiera que así lo desee pueda tener una máquina-pintura en su casa y
‘manipular el mundo’ siguiendo sus propias elecciones o bien mis instrucciones,”34
puntualiza el artista.

Son múltiples las obras del artista que implican esta tensión no resuelta entre jugar el
juego e inventar el juego. De hecho, estas obras nos permiten vivir la experiencia de que
los mapas de la realidad están ahí para ser manipulados, pues ellos mismos son producto
de la manipulación de mapas anteriores. A título de ejemplo, me detendré en dos de sus
instalaciones.

The Little General (Pinball Machine), creada en 1967, es la mayor de un grupo de


instalaciones escultóricas en las que siluetas fluctúan en piscinas que, a veces, tienen el
agua de colores, y cuya forma recuerda las mesas rectangulares del juego del millón.36
Como si sus variable paintings hubiesen dejado la pared para conquistar la
horizontalidad, y tales órganos pictóricos hubiesen ganado volumen y libertad de
movimiento, y se hubiesen vuelto escultóricos. Sin embargo, en esta ocasión basta con
soplar para que se deslicen sobre la superficie líquida de lo que antes era la tela, con la
ligereza de los barcos de vela, aumentado el poder de participación del espectador. Pero
ahora tales órganos escultóricos, que el espectador podrá impulsar soplando, son
siluetas fotográficas pintadas al óleo a partir de fuentes de la cultura popular: material
de publicidad cotidiana, fotografías de periódicos y revistas en las que los personajes
populares –desde Charles De Gaulle hasta Shirley Temple, pasando por Lindon
Johnson, Moshe Dayan o Che Guevara– conviven, por ejemplo, con figuras del
imaginario izquierdista (botella de Pepsi utilizada como cóctel molotov) o con imágenes
pornográficas (una mujer sentada, nada sexy, vestida con una bata de ama de casa
desabrochada que deja ver sus senos caídos, que se masturba con las piernas abiertas y
los ojos entornados de placer; otra mujer estereotipadamente sexy, desnuda por
completo, con un peinado de peluquería y sandalias de tacón alto, que se apoya sobre un
cartel en el que declara con grandes letras que ha sido objeto de estupro por parte de un
ser llegado del espacio sideral). Iconos de la cultura popular fluctúan libremente en este
campo pictórico acuático, cada uno con su valor inscrito en la placa de acrílico que le
sirve de soporte.

Varias de las cuestiones clave de Fahlström se encuentran aquí reunidas. El mundo es


un vasto juego del millón, en el que a cada una de sus figuras le corresponde un valor.
Sólo que aquí nada es fijo: ni las figuras, ni la relación entre los valores. Unas y otros
dependen del soplo creador de todos y de cada uno. El espectador se descubre
participando en el acto de cartografiar el mundo, como un pequeño general que
manipula el juego con su poder de jugar. En su subjetividad se activa, así, un devenir-
niño, pero también –y simultáneamente– un devenir-artista, al manejar una “maquinaria
de hacer escultura” del mismo modo que en los variable paintings había manejado una
“maquinaria de hacer pintura”. También se puede observar aquí la singularidad de
Fahlström a la hora de expresar su revuelta pop contra la sociedad de consumo. Esta
revuelta se construye, en este caso, a través de una crítica velada a los parques de
atracciones (al estilo DisneyWorld, etc.) en los que una infantilización masiva,
promovida por la infeliz asociación entre mercado y familialismo, asfixia el devenir-
niño en la sociedad americana. Sin embargo el artista no se queda en el juicio, va más
allá: en estas obras la crítica se vuelve, al mismo tiempo, clínica. El artista, además de
mostrar que todo está ahí para ser manipulado, crea para el espectador, como hemos
visto, la oportunidad de descubrirlo por sí mismo: activar su devenir-niño en relación
con la obra, desreificar el juego de la realidad y desplazarse así, incluso por unos
instantes, de su sumisión pasiva.

En una entrevista realizada en 1968, Fahlström declara: “Para mí, The Little General
(Pinball Machine) son una especie de billares eléctricos flotantes y modificados en los
que estas chapas de plexiglás numeradas y puestas en pie que rodean la obra
corresponden a esas cosas que se encienden y destellean y que tienen diferentes
reacciones cuando la bola entra en el agujero. Uno debería empujar las siluetas flotantes
o soplarles, realmente de cualquier forma posible. Pero dado que hay estos elementos
inmóviles con diferentes valores y, además, con unas figuras diferentes, emotivas y
cargadas de connotaciones emocionales, uno puede establecer su propia relación con
ellas y construir constelaciones; por ejemplo, Johnson apuntando hacia la cicatriz de su
operación y, ante él, una mujer masturbándose y mirando hacia arriba. Hay
innumerables elementos de este tipo, diferentes y opuestos”. El entrevistador comenta:
“Pero la estructura de juego o estructura variable permite, sin embargo, percibirlo como
una realidad grotesca y absurda en la cual todas las combinaciones son posibles y, en el
todo, igualmente posibles.” Pero Fahlström contesta este “vale todo”: “Sí, todas las
combinaciones entre sí, pero Johnson está siempre cruzando…”. De hecho, en este
juego-mapa hay elementos del juego de la realidad (por ejemplo, Johnson cruzando la
escena constantemente), pero el desafío consiste en inventar exactamente con estos
elementos el juego que permitirá soñar nuevas cartografías y manipular el mundo de
forma efectiva.

Otra de las múltiples obras en que aparecen estas cuestiones es At Five in the Afternoon
(Chile 2: The Coup, Words by Plath and Lorca), de 1974. La silueta inmediatamente
reconocible del mapa de Chile es una especie de columna vertebral a lo largo de la que
se clavan alfileres de fibra de vidrio, en cuyas puntas el artista fija hechos históricos,
políticos y económicos, pero también hechos poéticos, extraídos de la imaginación de
Plath y Lorca, todos vinculados de alguna manera al golpe militar que se apoderó de
aquel país por entonces. La imagen de los acontecimientos clavados en los alfileres, uno
a uno, como insectos muertos, nos hace recordar la mirada clasificatoria y fría de un
entomólogo, y descifra así el estado de los seres humanos bajo una dictadura que los
priva de su vitalidad, al secuestrar su potencia creadora para clavarlos en un ilusorio
mapa de sentido eterno, alucinado por las fuerzas conservadoras que capitanean este
tipo de régimen. Desciframiento indisociablemente crítico y cíclico: al adquirir
visibilidad, los alfileres que congelan la realidad y la destituyen de su movimiento se
vuelven agujas de acupuntura que, aplicadas a estos puntos de estrangulamiento,
expeditan las vías de circulación de la energía vital, liberándola de su secuestro. Un
mapa de los afectos es lo que Fahlström nos propone aquí. A ese respecto, él comenta:
“La pérdida de Chile no puede expresarse simplemente describiendo una serie de
acontecimientos.” Esto no quiere decir que se trataría entonces de evocar fantasmas o
devaneos subjetivos: cosas como identificarse con Chile, experimentar sentimientos de
piedad o de simpatía. Deleuze y Guattari nos enseñan que “lo propio de la libido es
circular por la historia y la geografía, organizar formaciones de mundos y
constelaciones de universos, derivar los continentes, poblarlos con razas, tribus y
naciones”; el Chile de Fahlström no es representativo, sino intensivo. Será preciso que
el artista trace esta cartografía poético-afectiva del golpe que truncó brutalmente la
experiencia colectiva innovadora que se había desarrollado bajo el liderazgo de
Salvador Allende, como siempre trazó sus cartografías, para dar cuenta de la tensión de
momentos especialmente traumáticos de colisión entre fuerzas creadoras que intentan
agujerear los mapas establecidos y fuerzas conservadoras que intentan mantenerlos a
cualquier precio; cartografía para atravesar un abismo de sentido más y extraer de él una
nueva potencia.

Como comenta Mike Kelley, discípulo y amigo, “en estas últimas obras […], Fahlström
proclama la ‘realidad’ del arte. Los hechos históricos son tan míticos como las
construcciones literarias; el arte en el nivel psíquico es tan real como los datos de la
tierra. A pesar de funcionar en un mundo simbólico, el artista afecta nuestra percepción
del mundo cotidiano. El problema del artista es concebir juegos suficientemente
interesantes para traspasar este hueco. El trabajo de Fahlström pasa la prueba del tiempo
porque hace exactamente eso.”

La búsqueda del equilibrio en la cuerda floja entre jugar el juego e inventar el juego, la
reiteración de un mundo con su respectivo mapa y el trazado cartográfico de un nuevo
mundo cada vez que fuera necesario definieron la actitud básica de Fahlström, actitud
que orienta su vida y se sitúa como una cuestión que atraviesa su obra en conjunto,
como una verdadera obsesión. Un artista de su tiempo que practicó una gran libertad de
experimentación, extremadamente crítico con el régimen de vida dominante. Pero al
mismo tiempo, a diferencia de sus contemporáneos, Fahlström velaba por la inserción
de su obra, no sólo al absorber y problematizar las cartografías dominantes de la época
en lugar de demonizarlas, sino también al permitir que su obra fuese gestionada por una
de las galerías más importantes de la época, Sidney Janis, responsable también de la
venta de la obra de Mondrian. Esta actitud, muchas veces no comprendida por sus
contemporáneos, le llevó a ser tachado de radical chic, ironía que él nunca aceptó,
defendiéndose siempre con argumentos que mostraban la claridad de su conciencia
política y el rigor de su postura.

Lo que los detractores de Fahlström no veían en aquella época era que, exactamente en
este punto, el artista se estaría adelantando a un tipo de problematización que sólo se
daría casi dos décadas después, a mediados de los años noventa, y que continúa vigente
en la actualidad. La tentativa de mantenerse en la tensión entre jugar/crear y
jugar/negociar, la búsqueda de estrategias de problematización de las cartografías en el
interior mismo de la ambivalencia dominante, aún inconcebible en los años sesenta-
setenta, ya estaba presente entre las inquietudes de Fahlström, y se materializaba en su
obra.

Fahlström, un artesano de “visiones” sólo accesibles a los habitantes de entremedios.


Muchas fueron las fronteras que el artista frecuentó. Fronteras entre diferentes países,
lenguas, culturas, tiempos; entre diferentes grupos, escuelas, tendencias; entre diferentes
artes, medios de comunicación, lenguajes; entre diferentes técnicas, materiales,
recursos. Y en otro registro: fronteras entre la repetición del juego y lo experimental del
juego; entre la infantilización de la sociedad de consumo y el disruptivo devenir-niño;
entre la existencia pública y la contracultura marginal; entre la macropolítica del poder
sobre la vida y la micropolítica de la vida como poder de variación.

En los desvanes, entre los mapas fijos de señalización de la existencia y los signos
intempestivos de las fuerzas heterogéneas del fuera, apelando a la urgencia de crear
nuevas cartografias en el cuerpo vibrátil, Fahlström traza sus mapas de virtualidades,
sobreponiéndose a los mapas reales cuyos recorridos transforma su arte. Soñados en
éstos, sus mapas movedizos anuncian, ya en los años sesenta, la figura del artista
contemporáneo.

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