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“La política en los barrios y en el centro: parroquias, bibliotecas populares y politización antes del peronismo”. En: Buenos Aires/Entreguerras. La callada transformación, 1914-1945. (compilación, con Francis Korn). Buenos Aires, Alianza Editorial, 2006. Luis Alberto Romero1 Nueva Pompeya es un barrio obrero de la ciudad de Buenos Aires, junto al Puente Alsina y el Riachuelo, que en 1919 fue el escenario principal de la Semana Trágica. Clotilde nació allí en 1926, siete años después; cursó la enseñanza primaria en la escuela de la parroquia, y luego aprendió corte y confección en la Escuela de las Damas de San Vicente de Paul. Desde entonces participó activamente en la vida de la parroquia: misa diaria, novena, comunión semanal, cuidado del templo, procesiones; también en las diversas actividades sociales o recreativas: la kermesse, el baile o el cine parroquial. En una de esas reuniones sociales conoció a quien sería su esposo, también alumno de la escuela parroquial. Lo curioso es que él era hijo de un inmigrante italiano socialista, que llegó al país huyendo de la persecución fascista. Más curioso aún, la madre de Clotilde -al igual que una de sus hermanas- era una activa militante socialista, a la que Clotilde recuerda cantando La Internacional con emoción y entusiasmo. Sin embargo, mandó a su hija a la escuela de monjas, pensando que “mal no la iban a educar”.2 No muy lejos de allí, entre Pompeya y Parque Patricios, se encuentra la Sociedad de Fomento Colón; hacia 1942 su Boletín cambia súbitamente de tono: el tranquilo y educado discurso de su redactor inicial, un socialista empeñado en la educación del pueblo, es remplazado por la verba encendida de quien, sin declararlo, no puede ser otra cosa que un militante de Acción Católica: defiende al gobierno de Castillo, denuncia la infiltración judía y apela a la realización pura de la argentinidad y al destino “grande” reservado por Dios a la patria. En suma: tradiciones políticas y culturales opuestas, que sin embargo se cruzan en la práctica social, en los ámbitos, no muy abundantes, del barrio, pero no solamente allí. Treinta años después, un grupo de militantes de la Juventud Peronista pasa en vela la noche del 19 de junio de 1973, esperando el retorno definitivo del Líder. Se entretienen cantando; en un momento, llega el turno de las canciones de la Guerra Civil Española, aprendidas con los padres o los tíos, quizá militantes de los años cuarenta. Pero resulta que una mitad canta ¿Ay Carmela! y 1 Universidad de Buenos Aires y CONICET. El texto se basa en investigaciones que tienen apoyo de UBACYT, CONICET y la Fundación Antorchas. Luis Alberto Romero, "Nueva Pompeya, libros y catecismo", en Leandro H. Gutiérrez y Luis Alberto Romero, Sectores populares, cultura y política. Buenos Aires en la entreguerra. Buenos Aires, Sudamericana, 1995. 2 2 otras canciones republicanas, y la otra mitad conoce las nacionalistas, empezando por Cara al sol.3 Es cierto que la JP y Montoneros se nutrían de dos vertientes políticas e ideológicas muy diferentes, que acababan de sumarse, una católica y otra de izquierdas. Pero tal confluencia militante no era nueva. Cuando en 1946 Perón asumió la presidencia, también lo acompañaba una combinación similar: veteranos socialistas y sindicalistas, como Borlenghi, Bramuglia y otros miembros de la “vieja guardia sindical”, codeándose con dirigentes del catolicismo y del nacionalismo en sus diversas variantes. Todos ellos venían de militar en campos opuestos durante la Guerra Civil Española y la Segunda Guerra Mundial, y probablemente se habían encontrado en veredas opuestas en las manifestaciones y los enfrentamientos, a menudo violentos, de esos años. Con seguridad, su confluencia en el peronismo les había costado rupturas y enfrentamientos con antiguos compañeros de militancia, que tomaron otro rumbo. Pero si el ejemplo de Nueva Pompeya es válido, es probable que en su infancia y juventud, antes de que la política comenzara a marcar sus vidas con opciones políticas categóricas, unos y otros se encontraron con frecuencia en alguno de esos ámbitos de sociabilidad que eran propicios para el cruce de tradiciones ideológicas y culturales. De alguna manera, estas pequeñas historias de militancia, tradiciones y convivencias empalman con la historia política mayor, que tuvo a Buenos Aires como uno de sus escenarios principales, y ayuda a entender algunas de sus contradicciones. Desde mediados de la década de 1930 se experimentó allí –y en diferentes medidas, en todo el país- un proceso de intensa politización y de polarización creciente. A lo largo de esos diez años, y hasta llegar a la elección de febrero de 1946, los indiferentes fueron cada vez menos y, quiéranlo o no, se vieron incluidos en alguno de los bandos enfrentados. Dos imágenes, parcialmente superpuestas, configuran esta polarización. Desde una perspectiva, el proceso avanzó y se desarrolló al calor de los acontecimientos internacionales, en los que se buscó, cada vez con más intensidad, la clave para entender el sentido de los sucesos locales. Desde 1936, cuando sindicatos y partidos invitaron a constituir un frente popular, y hasta la caída del III Reich en 1945, muchos creían que en la Argentina se estaba librando un combate similar al que se desarrollaba en todo el mundo occidental: fascistas y antifascistas.4 Desde un poco antes – quizá desde el Congreso Eucarístico de 1934-, otros muchos encontraban que en la Argentina se desarrolla uno de los tantos combates contra el avance del comunismo, y detrás de él, de todos aquellos agentes que lo alimentan y prohíjan: el socialismo, el liberalismo, el protestantismo, la masonería y los judíos, por no hablar de las mujeres que trabajan, fuman y regulan sus embarazos. 3 El episodio me fue referido por Jorge Castells, colega de la juventud y alumno de la madurez. Hemos seguido la constitución de esta polarización a través de la prensa periódica en: María Inés Tato y Luis Alberto Romero, “La prensa periódica argentina y el régimen nazi”. En Ignacio Klich (compilador), Sobre nazis y nazismo en la cultura argentina. Maryland, Hispamérica, 2002. 4 3 Lo singular es que esta fuerte polarización, sin perder un ápice de su militancia, fue cambiando de protagonistas y culminó de una manera un poco diferente de lo previsible: en 1946 había dos Argentinas enfrentadas, pero no eran las mismas que en 1936, o inclusive en 1943. La mezcla de tradiciones fue entonces tan compleja como lo fue el primer gabinete de Perón, donde coexistían Atilio Bramuglia, Ángel Borlenghi y otros miembros del sindicalismo socialista junto con militantes católicos o nacionalistas, en sus diversas variantes. Esto resultó sorpresivo para los dirigentes más conspicuos de la izquierda, que acudieron para explicarlo a las fórmulas de “dirigentes vendidos” y “lumpenproletariado”, pero también para militantes del catolicismo, como Delfina Bunge de Gálvez, que creyó ver la mano del Señor en esta sorpresiva redención de los trabajadores. En suma, y contra lo que podía suponerse en 1943, la Argentina de 1946 no era igual que la Italia de don Camilo y Pepone. Todos quienes estudian la constitución del peronismo parten hoy de la hipótesis de la complejidad del proceso y de la escasa linealidad del comportamiento de los actores, como los sindicatos, el Ejército, la Iglesia o los empresarios.5 En este texto quiero concluir esbozando una explicación orientada en el mismo sentido, partiendo de un ámbito más acotado de la sociedad: el mundo barrial de la ciudad de Buenos Aires en la entreguerra y dos de sus instituciones más típicas, la Biblioteca popular y la parroquia católica. La biblioteca y la parroquia: dos propuestas para una sociedad nueva En los años de la entreguerra la ciudad de Buenos Aires creció con intensidad, hasta ocupar efectivamente buena parte del ejido urbano, limitado por el Riachuelo y la nueva Avenida General Paz, en un movimiento descripto con una fórmula clásica: “del centro a los barrios”. La expansión fue el resultado de un fuerte crecimiento demográfico pero también de una importante transformación de la sociedad, que por entonces tenía una movilidad notable: el denso conglomerado de trabajadores, que se hacinaba en los conventillos del Puerto, el barrio sur y La Boca comenzó a disgregarse, y se separó el grupo que empezaba a transitar las primeras etapas del ascenso social, en las que ocupaba un lugar primordial la compra en cuotas de un lote en algún lugar todavía lejano de la ciudad, y luego la trabajosa construcción de la “casa propia”. Este proceso estuvo posibilitado por el desarrollo de una red de transportes tranviarios que abarató y acortó los viajes, y permitió que los lugares de residencia y de trabajo estuvieran alejados. Así, este doble proceso de movilidad, geográfica y social tuvo por consecuencia la aparición de nuevos barrios, que al principio solo eran pequeños Entre otros estudios importantes, merecen destacarse los de: Alain Rouquié, Poder militar y sociedad política en la Argentina. Buenos Aires, Emecé, 1981/1982. Hugo del Campo, Sindicalismo y peronismo. Los comienzos de un vínculo perdurable. Buenos Aires, CLACSO, 1983. Juan Carlos Torre, La vieja guardia sindical y Perón. Sobre los orígenes del peronismo. Buenos Aires, Sudamericana, 1990. Loris Zanatta, Del estado liberal a la nación católica. Iglesia y ejército en los orígenes del peronismo. Universidad Nacional de Quilmes, 1996, y Perón y la nación católica. Ejército e Iglesia en los orígenes del peronismo, 1943-1946, Buenos Aires, Sudamericana, 1999. 5 4 núcleos de viviendas precarias, apenas manchones en un espacio despoblado y agreste, donde el caballo seguía siendo necesario. La expansión geográfica no se limitó a las viviendas: muchas fábricas se desplazaron hacia esta nueva frontera6, y algunos barrios, como Nueva Pompeya, surgidos en torno de una densa concentración industrial, o simplemente una fábrica nueva, tuvieron un perfil definidamente obrero. Pero muchos otros reunieron a gente que no trabajaba cerca de su vivienda, y sus identidades no se definieron por la ocupación. La mezcla social fue mayor –coexistían trabajadores con pequeños comerciantes, empleados, profesionales- y el conjunto del nuevo núcleo social fue más bien “popular” que “trabajador”.7 Al principio, fue como el Far West: más “pampa y barro” que verdadera ciudad. Antes de que las instituciones estatales se hicieran presente, fueron los propios moradores de los nuevos barrios, los “vecinos”, quienes se encargaron de iniciar la tarea civilizatoria, consistente en primer lugar en gestionar y acelerar la necesaria presencia edilicia: el empedrado, la iluminación, la dotación de un policía, la construcción de una escuela. Tal fue la tarea de las sociedades de fomento, instituciones típicas de las nuevas barriadas, que reunían a los vecinos más conscientes –así se autoidentificaban-, interesados en el progreso barrial, y dispuestos a trabajar mancomunadamente para hacer y para gestionar ante la autoridad municipal. Junto con esta tarea, las sociedades de fomento se fueron haciendo cargo de otras muchas necesidades de estos nuevos núcleos sociales, alejados del “centro” por distancias difíciles de salvar. Junto con las sociedades de fomento aparecieron en los barrios las bibliotecas populares: a veces anexas a la escuela, otras a la sociedad de fomento o al club social y deportivo; en algunos casos, ellas mismas impulsaron una actividad fomentista derivada. En esos barrios en formación, los activistas eran pocos y los papeles y las funciones se intercambiaban, pero los animadores de las bibliotecas –que generalmente se vinculaban con sectores culturales o políticos ya constituidos y ajenos al barrio- daban a su actividad un matiz singular y diferenciado: prestaban libros, organizaban conferencias, cursos de capacitación, actividades artísticas o reuniones sociales, combinando las preocupaciones culturales o educativas con las recreativas, porque de entre las muchas carencias de este Far West, la más notable era la relativa a la sociabilidad y el tiempo libre. Jorge Schvarzer, “La implantación industrial” en José Luis Romero y Luis Alberto Romero (Dir.), Buenos Aires, historia de cuatro siglos. 2da edición, ampliada, Buenos Aires, Altamira, 2000. 6 Hemos desarrollado esta idea en los trabajos realizados conjuntamente con Leandro H. Gutiérrez, reunidos en Leandro H. Gutiérrez y Luis Alberto Romero, Sectores populares, cultura y política. Buenos Aires en la entreguerra. A él remito para los restantes aspectos de esta sección. Deberá verse, también, el excelente estudio de caso realizado por Ricardo González “Lo propio y lo ajeno. Actividades culturales y fomentismo en una asociación vecinal, Barrio Nazca (1925-1930)”, en: Diego Armus (comp.) Mundo Urbano y Cultura Popular. Estudios de Historia Social Argentina, Buenos Aires, Sudamericana, 1990. 7 5 En realidad, había otra institución cuyas funciones se superponían en parte con las de la sociedad de fomento: la parroquia. En la entreguerra el número de parroquias creció considerablemente,8 debido a la sistemática acción de la Iglesia, que por esos años perfeccionaba y profundizaba su organización. Aunque el propósito general del Arzobispado de Buenos Aires era cubrir densamente toda la ciudad, se dio prioridad a los barrios “destituidos”; así llamaba la Iglesia, en primer lugar, a aquellos donde existía una presencia amenazante de anarquistas o comunistas, y luego de protestantes, es decir de competidores con quienes había que luchar, pero también incluía en el concepto de destitución la falta de “civilidad”, es decir de aquellas instituciones que sin ser específicamente católicas -e incluso, como en el caso de las escuelas públicas, más bien consideradas pertenecientes al campo enemigo-, contribuían a ordenar y encarrilar la sociedad. En ese sentido, un buen párroco era aquel capaz de “desbravar” una barriada; arremangarse y combinar lo espiritual con lo terrenal: sacar a los chicos de la calle, con establecimientos postescolares, crear instituciones para enseñar costura o idiomas a las mujeres, habilitar consultorios médicos, crear asociaciones vinculadas con el culto o la religiosidad, como los Apostolados de la Oración o las Hijas de María, pero también con la sociabilidad y el uso del tiempo libre. Así, bibliotecas populares, sociedades de fomento y parroquias asumieron una serie de funciones muy similares. Junto con la mejora de la calidad de la vida urbana, se ocuparon de agrupar a la gente, crear redes de relaciones y transformar un núcleo de recién venidos en una sociedad, y en cierto sentido una comunidad. La biblioteca y la parroquia posibilitaron que los más activos tuvieran espacio para actuar, y fueran vistos y reconocidos como los dirigentes: fueron los “vecinos conscientes” del fomentismo, o los “buenos católicos” de la Iglesia. Ambas suministraron maneras para usar el tiempo libre, sobre todo para las mujeres y los niños, cuya vida transcurría primordialmente en el barrio, pero también para el resto. Ofrecían una alternativa de vida social de índole “decente”, -ritmada por festivales, conferencias, reuniones semanales de distinto tipo- que era diferente a la más desprejuiciada de los “clubes sociales”. Finalmente, ambas instituciones contribuyeron de manera significativa a generar formas de identificación de estos nuevos fragmentos de sociedad, que se reconocían y denominaban por su biblioteca, su parroquia o su club de fútbol. Pero aunque se parecían en muchas cosas, bibliotecas y parroquias eran la parte visible de proyectos y de concepciones de sociedad diferentes, en conflicto y hasta alternativas. Las bibliotecas populares reunían habitualmente al grupo de militantes culturales del barrio e imprimieron en las actividades fomentistas un sentido singular. En conjunto, dieron forma local a una propuesta de sociedad liberal, democrática y progresista, preocupada por la justicia social. La actividad de los fomentistas sirvió para ensayar y arraigar las prácticas de la nueva democracia: discutir en conjunto, organizar la propia opinión, escuchar y entender la del otro, disentir, acordar. En suma, la política. También, peticionar a las autoridades, ir a 8 En 1922 había 24 parroquias; en 1945 superaban largamente las cien. 6 ver al empleado municipal correspondiente, seguir el trámite, buscar el apoyo del dirigente político: en suma, la relación con el estado. Tal fue el arco de una experiencia compleja, que incluyó tendencias y matices diversos y hasta divergentes: puede seguirse en muchos grupos fomentistas una trayectoria, acentuada a medida que las necesidades inmediatas se veían satisfechas, que los lleva al elitismo –la complacencia en su papel de “vecinos concientes”-, la burocratización, la aceptación sin disgusto de autoridades municipales surgidas de gobiernos fraudulentos o militares.9 Esta experiencia inicial, no teorizada, del fomentismo se nutrió con la corriente instalada en las bibliotecas populares y alimentada fuera de los ámbitos barriales, en el “centro”. Provino de diversos círculos intelectuales, de raigambre “progresista”, donde coexistían socialistas, comunistas y liberales de izquierda. Sus referencias eran el Instituto Popular de Conferencias del diario La Prensa, la Sociedad Luz, institución cultural del Partido Socialista, el Colegio Libre de Estudios Superiores, suerte de Universidad paralela, los escritores o los artistas preocupados por lo social, y en general todos los intelectuales interesados en “educar al pueblo”.10 Se trataba de una corriente cultural y política diversa y matizada, recorrida por fuertes polémicas; no tenía una dirección unitaria, y mucho menos un dogma. Pero era densa y consistente, fundada en valores arraigados, que remitían con facilidad a la tradición liberal y progresista del mundo occidental. Muchas cosas podían discutirse en ese ambiente, pero no los valores de la libertad, la igualdad, la solidaridad, la equidad, el progreso y la educación. Una parte importante de esa concepción política de la cultura consistió en la edición de colecciones de libros baratos, de alta calidad intelectual, organizados bajo la forma de un plan de lectura. En la década del 30 lo hacían –de distintas maneras, pues se trata de un arco amplio y variado- diversas colecciones de novelas “semanales”, las editoriales Tor, Sopena, El Pequeño Libro Socialista, Leoplán y sobre todo Claridad, a través de las más diversas colecciones. Se dirigían a un público lector amplio –crecido gracias a la escuela pública- y ávido de entretenimiento y saber. Le ofrecían novelas, en una gama que iba de Salgari a Dostoievski, clásicos de la filosofía, ciencia moderna al alcance de todos –Darwin, Freud y hasta Einstein-, conocimiento de la salud, del cuerpo y de las funciones sexuales, y también la discusión de problemas sociales susceptibles de mejora. Todo ello ordenado y sistematizado: una biblioteca era un plan de lectura. Los activistas culturales nucleados en las bibliotecas fueron sus agentes difusores, a través de los libros o del circuito de Hemos caracterizado este proceso de endurecimiento de las elites fomentistas en: Leandro H. Gutiérrez y Luis Alberto Romero, "La construcción de la ciudadanía, 1912-1955", incluido en Sectores populares, cultura y política. Un análisis más profundo en Luciano de Privitellio, Vecinos y ciudadanos. Política y sociedad en la Buenos Aires de entreguerras. Buenos Aires, Siglo veintiuno editores Argentina, 2003, cap. 3. 9 Sobre la acción de la Sociedad Luz, Dora Barrancos, La escena iluminada. Buenos Aires, Biblos, 1998. 10 7 conferencias que organizaron, actividades que imprimieron en parte de la experiencia fomentista el sesgo singular ya señalado. La apropiación de ese caudal cultural por la gente de los barrios era errática. 11 Los libros circulaban con dificultad, en un mundo sin librerías. Aunque abundaron las bibliotecas, no es fácil constatar una lectura masiva. Pero las bibliotecas, agencias culturales del “progresismo”, organizaban regularmente conferencias, en las que los miembros del mundo cultural e intelectual del “centro” traían al barrio los temas que simultáneamente circulaban en libros. Aquí era decisivo el papel del mediador, el activista barrial: el que conocía el mundo de los intelectuales y era capaz a la vez de elegir el conferencista, contactarse con él y luego presentarlo dignamente, y a la vez convencer al resto de los “vecinos” que persona y tema eran importantes. Esta masa de mediadores, verdaderos artífices de esta empresa cultural, seguramente tenían alguna destreza específica: podían ser maestros, empleados o correctores de pruebas; muchas veces eran socialistas, o quizá se hicieron socialistas porque estaban convencidos de estos valores que asociaban cultura con progreso. Entre los consumidores culturales había una parte de auténtico interés y mucho de ritual. Existía la necesidad de marcar la distinción, de diferenciarse –como vecinos distinguidospor la pertenencia a un ámbito diverso del cotidiano y vulgar. La conferencia era una ceremonia, que requería vestirse adecuadamente y participar de una serie de ritos, y aunque el tema no interesara - ¿cuántos de los moradores de Villa Nazca se apasionarían por la poesía de Quevedo? -, era importante haber asistido, y que constara que uno se interesaba por la cultura. Algo parecido pasaba con los libros: lo mejor de la biblioteca permanecía cerrado en una vitrina, cual sancta sanctorum. Ciertamente, la ingesta cultural era una suerte de picoteo, y la cosecha podía tener más de bric a brac que de sustancia cultural densa. Pero todo respondía a alguna de las necesidades de estas sociedades nuevas, en las que todavía no se había instalado el cine, y donde apenas empezaba a aparecer la radio: entretenerse para ocupar el tiempo libre, apropiarse de la “cultura”, que era considerada un bien valioso, y a través de esa apropiación, integrarse en la sociedad, enterarse de las grandes cuestiones y pensar cómo encarar los problemas locales específicos. De ese cruce de prácticas fomentistas y apropiación cultural surgió el modelo del “ciudadano educado”, que no agota los comportamientos reales pero expresa una parte sustancial de los valores de referencia.12 Participativo y responsable, dispuesto a explorar todas las posibilidades de la nueva práctica democrática, bien integrado en su comunidad, que él mismo estaba construyendo, y a la vez convencidamente reformista, interesado en las experiencias sociales de avanzada –desde la salud en la Unión Soviética a los derechos de la mujer- y convencido de que la sociedad, si bien en lo sustancial no iba a cambiar, podía Sobre los hábitos de lectura, Beatriz Sarlo, El imperio de los sentimientos. Buenos Aires, Catálogos, 1985. 11 12 Esta fórmula, así como buena parte de las ideas sobre sociedades barriales, es de Leandro Gutiérrez. 8 mejorarse y hacerse más justa. Por eso, los mismos militantes culturales aparecen vinculados con emprendimientos colectivos basados en la cooperación solidaria de quienes –quizás diferenciados o hasta enfrentados en otros ámbitos de su existencia- podían emprender en el barrio una acción solidaria, sumando los esfuerzos de la gente con la participación del estado. Para quienes habían experimentado todo esto, seguramente sonarían familiares muchas de las palabras de Perón convocando a la cooperación y la solidaridad, para realizar una sociedad más justa. La parroquia es la manifestación capilar de un proyecto más vasto y consistente: el del catolicismo universal, al que el Papa ha impreso desde 1921 un sesgo singular. Pio XI se propuso retirar a los católicos de los combates cotidianos de la sociedad y la política, donde las querellas y las divisiones se infiltran en el propio campo, y apuntar a las fuentes: la reconquista de las conciencias, corroídas por el mundo moderno; para ello debía reunirse la hueste católica, bajo la conducción de Cristo Rey.13 Este programa fue asumido por la Iglesia argentina a fines de la década de 1920, cuando encaró su restructuración y expansión institucional, bajo la dirección de los obispos Santiago Copello y Antonio Caggiano. Uno de los aspectos salientes fue la expansión de la institución, la creación de nuevos obispados y la mencionada parroquialización. En el barrio14, la voz del párroco, a menudo tonante, reproducía el mismo mensaje que podía leerse en Criterio o El Pueblo, y también en los textos papales. Los enemigos eran el comunismo y otras formas de totalitarismo –condenadas de manera menos explícita-, el socialismo, el protestantismo –nueva amenaza-, la masonería, el liberalismo y los judíos, cuyos “horrendos crímenes”, “perfectamente probados”, son denunciados por humildes curas de barrio, de voz habitualmente angelical. También es puesta en entredicho toda la “vida moderna”: las películas y novelas pornográficas y en general toda la literatura disolvente, que es la que circula ampliamente por el circuito de las bibliotecas; los bailes y otras maneras de relación entre hombres y mujeres –comunes en los clubes barriales-, que son considerados necesariamente licenciosos; las mujeres que trabajan y desertan de su función maternal natural, y mucho más las mujeres que adoptan costumbres hasta entonces reservadas a los hombres, como beber en público o fumar. Una segunda andanada se destina a los católicos fríos, aquellos que se limitan a seguir el precepto, sin convicción, o peor aún, aquellos que olvidan cumplir con sus obligaciones más elementales. La festividad fue creada en 1925 por Pio XI, y sus razones aparecen en la encíclica Quas Primas. La romanización de la Iglesia argentina se acentúa luego de superarse la crisis por la fallida designación de monseñor de Andrea como Arzobispo de Buenos Aires, y fue decisiva la acción del Nuncio, monseñor Cortesi. Para L. Zanatta, el papado estableció una relación especial con la Iglesia argentina, que debía ser modelo de su nueva propuesta. 13 Luis Alberto Romero, "Católicos en movimiento. Activismo en una parroquia de Buenos Aires, 1935-1946. Estudios Sociales, VIII, 14, Santa Fe, primer semestre de 1998. 14 9 Los párrocos eran la avanzada de un proyecto más general de la Iglesia argentina, que marchaba hacia el centro de la nación.15 Se trata de una propuesta religiosa, cultural y política más compacta que la “progresista” a la que enfrenta, sostenida por una institución jerárquica y disciplinada aunque no carente de diferencias internas, controversias y disensiones, que se irán manifestando acerbamente, pero sin cesar de reclamar la unidad del frente interno. A diferencia de la que combate, esta concepción pugna por modificar un sentido común hondamente arraigado. Una de sus prioridades era incluir a todos: conseguir que, al menos formalmente, la casi totalidad de los argentinos pertenecieran a la Iglesia católica. Era prioritario incorporar a los niños, a través del bautismo primero, y de la primera comunión luego. Las parroquias se esforzaron en atraer a los niños al catecismo –el cine parroquial fue un instrumento importante-, darles una instrucción religiosa básica –cuya superficialidad era permanentemente criticada por los eclesiásticos- y conducirlos a la primera comunión. Este era un hecho computable: el número de comuniones medía el éxito del párroco y de la Iglesia en general. También se esforzaron en casar a todos cuantos no estaban casados y en inculcar otras costumbres que indicaban la pertenencia, como el persignarse ante una Iglesia, o entronizar en el hogar el Sagrado Corazón de Jesús. Esta práctica, difundida con celo entre los católicos practicantes, corresponde a un tipo especial de religiosidad, sensible e íntima, y a una práctica pastoral diferente de aquella evocada por la figura tonante y majestuosa del Cristo Rey, que en cambio conducía a afirmar la presencia de la Iglesia en la sociedad, y a identificarse con todo aquello que, simbólicamente, unificara a los argentinos. En la modesta escala del barrio, en cada celebración patria, el cura párroco está presente junto con el comisario del barrio, la banda policial y eventualmente alguna sección militar, y en ocasiones Manuel Carlés o algún otro destacado orador de la Liga Patriótica, rinforzando sobre la identidad católica de la nación. Junto con el esfuerzo por incorporar al conjunto de la grey católica, los párrocos encaran otro propósito algo diferente, consagrado a los militantes. Aquí, como en Italia, la Iglesia procuró achicar los espacios del laicado católico, encuadrándolo firmemente en la Acción Católica,16 dedicada a formar cuadros dirigentes, seleccionados y disciplinados, colaboradores de la jerarquía en la acción pastoral. En cada parroquia se constituyeron las cuatro ramas de la Acción Católica, pero junto a ellas surgieron otras asociaciones, como las marianas, de un reclutamiento y una organización más amplios y flexibles. También aparecieron en las parroquias, de manera menos sistemática, manifestaciones de otras organizaciones del laicado, como las Vanguardias Católicas o la Juventud Obrera Católica. Cada una de ellas respondía a una tendencia pastoral o social específica –de las muchas que se constituyen en 15 Luis Alberto Romero, “Una nación católica, 1880-1946”, en Carlos Altamirano (ed.), La Argentina en el siglo XX. Buenos Aires, Ariel, 1999. Fue fundada en 1931, de acuerdo con el modelo italiano, y dirigida durante mucho tiempo por monseñor A. Caggiano, pronto designado arzobispo de Rosario. 16 10 el mundo católico- pero no siempre era posible diferenciarlas en la parroquia, donde los candidatos para encarnar una y otra eran más o menos los mismos. Lo cierto es que estas organizaciones crecieron mucho a lo largo de la década de 1930 y en la primera mitad de la siguiente, en parte por el esfuerzo institucional, en parte por una aguzada sensibilidad religiosa, propia de esos años, pero también porque estas asociaciones proveyeron eficazmente a muchas necesidades de la sociabilidad barrial. La “familia parroquial” que se integraba alrededor de ellas tiene similitud con los “vecinos conscientes” de las sociedades de fomento; las asociaciones marianas permiten que los jóvenes comulguen juntos semanalmente, con el ritual desayuno con chocolate luego, pero también organizan campamentos, grupos teatrales o equipos de fútbol, y se relacionan con los jóvenes de otras parroquias. Un párroco eficiente debe jugar al fútbol con los muchachos –o al menos ser el árbitro-, llevarlos a confrontar con los de otra parroquia y, antes o después, pasar por la iglesia vecina. El entretenimiento y la sociabilidad los reúne; la mayor observancia y la vida parroquial los diferencia de los restantes jóvenes del barrio; sus ideas son moldeadas por el párroco, por las revistas y folletería, cada vez más densa, de la Acción Católica, o por la prédica de sacerdotes o jóvenes militantes que, a medida que avanza la década, van entrelazando el discurso específicamente católico con el genéricamente denominado “doctrina social de la Iglesia”, un espacio discursivo adecuado para la argamasa entre el catolicismo y otras vertientes ideológicas. También para quienes habían experimentado todo esto, seguramente sonarían familiares muchas de las palabras de Perón. Del barrio al centro: militancia y movilización La política no estaba ausente de estas instituciones barriales. En el ámbito de las bibliotecas populares la afinidad con los partidos de izquierda es bastante nítida. Las sociedades de fomento, al igual que aquellas, se definían como apolíticas, pero cada vez que había una elección importante, como en 1928, ello se traducía en conflictos internos, pues casi ninguna opción política les era ajena. El comité radical, el centro socialista17 o el agente del partido Demócrata Nacional estaban cerca, en muchos sentidos, y además la gestión ante las autoridades municipales obligaba a estar al tanto de lo que pasaba, sobre todo con problemas de dimensión municipal, como las concesiones eléctricas. A medida que crecieron, las sociedades de fomento fueron la base de una manera singular de involucramiento: los llamados “independientes”, base de muchas combinaciones electorales, empezando por las organizadas por el general Justo, y también de emprendimientos autoritarios, como la disolución del Concejo Deliberante en 1941.18 17 Ricardo González, “Lo propio y lo ajeno”. Luciano de Privitellio, “Sociedad urbana y actores políticos en Buenos Aires: el ´partido` independiente en 1931”, Boletín del Instituto Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”, núm. 9, 3ª serie, 1er. semestre 1994, pág. 75. También, Vecinos y ciudadanos. 18 11 Lo mismo ocurrió con los militantes parroquiales. El integrismo católico funcionó como puente y crisol para distintas tendencias nacionalistas, hispanistas, revisionistas, autoritarias o fascistas,19 y ello ocurrió también en las parroquias. Por ejemplo, un grupo de militantes católicos de la parroquia de San Agustín, encabezados por Marcelo Sánchez Sorondo, editó en 1938 la revista nacionalista Sol y luna. Tampoco aquí los comportamientos fueron homogéneos, y se delineó un grupo de católicos considerados liberales –lo eran en el contexto del catolicismo-, minoritario pero significativo, que pronto encontró inspiración en J. Maritain, que visitó el país. Pero la tendencia nacionalista, en sus muchas variedades, fue mayoritaria. Progresivamente entre los jóvenes la militancia católica, alentada por la Iglesia, y la militancia política se interpenetraron de modo tal que los obispos alertaron reiteradamente –y con poco éxito- sobre la necesidad de no mezclarlas. En ese sentido, estas instituciones barriales no fueron ajenas al clima general de politización y movilización de Buenos Aires, y en distintas medidas de todo el país. Comenzó quizás con el Congreso Eucarístico de 1934, o con la celebración del 1º de Mayo de 1936, cuando aparecieron juntos socialistas, comunistas y radicales, dirigentes sindicales, estudiantes y todos quienes aspiraban a constituir la versión local del Frente Popular. Se sumaron factores externos e internos: la Guerra Civil Española, que dividió las aguas y fue seguida con militante atención en el país, y el avance del nazismo, pero también la renovación de la conducción de la CGT, la vuelta a la política electoral de la UCR y la campaña electoral de 1937. Desde entonces, en un crescendo rossiniano, la politización avanzó y la sociedad se dividió en campos enfrentados, definidos simultáneamente por factores externos e internos: la política internacional parecía suministrar las claves sobre los alineamientos internos, aunque no era fácil decir quién era el equivalente de quién. Los alineamientos cambiaron varias veces –el Pacto entre Hitler y Stalin hizo estragos- pero la polarización fue constante, y la sociedad politizada se manifestó en las calles: actos, marchas, expresiones de solidaridad y de repudio. El mundo liberal y progresista empezó a moverse en solidaridad con la República española, convocado por el diario Crítica y los partidos de izquierda, que más allá de esta coincidencia estaban duramente enfrentados entre sí. Muchas de las instituciones fomentistas y culturales participaron en las campañas de solidaridad,20 y sin duda una parte importante de los activistas barriales concurrieron a los actos, donde se encontraron con trabajadores, estudiantes y políticos. No sabemos que hayan estado en el otro campo; pero las sociedades mutuales de la colectividad hispana se dividieron, y es imaginable que quienes apoyaban a los nacionales tuvieran comitentes en los barrios. Con el fin de la Guerra Civil desapareció 19 L. Zanatta, Del estado liberal a la nación católica. Silvina Montenegro, "Republicanos, gallegos y socialistas en la Argentina: la organización de los comités de ayuda a la república durante la Guerra Civil Española", Historia Nova IV, Santiago de Compostela, 1996. 20 12 el principal elemento convocante, pues la UCR –el mayor partido político- tuvo una posición ambigua, tironeada por lealtades y temores contradictorios, los mismos que por entonces experimentaban futuros campeones del antifascismo como Winston Churchill.21 El comienzo de la Segunda Guerra Mundial, y sobre todo la caída de París, de inmenso significado simbólico, vigorizó nuevamente este frente, que creció al calor de las victorias de los Aliados. Gracias a la guerra, la realidad adquirió sentido, y pareció transparente, y a la vez plástica a la acción conjunta de los hombres de buena voluntad. Radicales, socialistas y comunistas tenían una larga tradición de manifestación callejera: al fin, lo venían haciendo desde fines del siglo pasado. Los católicos mucho menos –aunque a principios de siglo lo habían intentado el padre Grote y luego monseñor De Andrea-, y por eso el Congreso Eucarístico Internacional de 1934 tuvo ese carácter fundacional de la nueva militancia. En la ocasión, la Iglesia se propuso decir “aquí estamos”. Montó una organización muy cuidadosa, encuadró y ubicó en un lugar preciso a cada una de las falanges del Ejército de Cristo Rey –asociaciones parroquiales, círculos de obreros, alumnos de colegios católicos, les puso un distintivo y les dio consignas acera de qué hacer y qué decir en cada momento; monseñor Napal, desde el micrófono, fue el corifeo de un espectáculo de masas cuidadosamente montado, al estilo de las grandes manifestaciones plebiscitarias de algunos regímenes políticos de entonces. Pero el resultado superó ampliamente las expectativas, por la concurrencia a los actos masivos, y sobre todo por los comulgantes, en particular los varones adultos, tradicionalmente reacios a hacer expresión pública de fe. Luego del Congreso, fue evidente que algo había cambiado en el mundo católico, recorrido por una electricidad moral nueva. Movidos por ella, los católicos se acostumbraron a salir a la calle, para manifestarse y para identificarse. Lo hicieron de modo masivo, en una serie de Congresos Eucarísticos nacionales, aunque también manifestaron sus cuadros, en las Asambleas federales de la Acción Católica. Esos cuadros se ampliaron considerablemente y transmitieron las consignas del catolicismo integral, con un poco del amor de María y la compasión del Corazón de Jesús, y mucho de la combatividad de Cristo Rey, dispuesto a la batalla, con las almas y con los cuerpos. El mensaje integrista católico se combinó con otros, relativos a la integridad de la nación y al papel que en ellas cabía a las Fuerzas Armadas para defender sus valores auténticos, amenazados por ideologías ajenas a la nacionalidad como el socialismo y el liberalismo. Todo ello era parte de la construcción del reino de Cristo en la tierra. También para los católicos, la realidad era transparente y plástica, había lugar para la acción heroica y la política se confundía con la ética. También ellos contribuyeron a la polarización. 21 Alejandro Cattaruzza, “Las huellas de un diálogo. Demócratas radicales y socialistas en España y Argentina durante el período de entreguerras”. Estudios Sociales, núm. 7, año 4, segundo semestre 1994. 13 Vista desde los barrios, la epopeya católica tuvo una dimensión menos épica. Vemos en una parroquia22 a un sacerdote que responde al modelo de Juventud de la Acción Católica, dedicarse preferentemente a los muchachos y a los niños. Gracias al cine, a los festivales y a su capacidad organizativa y también histriónica, consigue movilizar a un grupo considerable de chicos para el acto del Luna Park, cuya consigna era “cien mil niños, ni uno menos”. Con los jóvenes, la red se mantiene activa gracias a los campamentos, los festivales teatrales, los partidos de fútbol; la asistencia a las grandes manifestaciones –“ir al centro”-, o a las asambleas federales –“conocer el país”-, es para los jóvenes y para el párroco una actividad más dentro de un programa de activismo y sociabilidad; en ocasiones –se lamenta el sacerdote- el fútbol resulta prioritario. Las construcciones políticas Parroquias y bibliotecas populares aportaron muchos de los argentinos movilizados a lo largo de esos años. Esto explica algo de los marcos culturales e ideológicos de los conflictos, pero no nos dice casi nada de la manera como fueron resueltos políticamente. La del Frente Popular es una historia de frustraciones. Comenzó con brío en 1936, cuando Alvear fue invitado por la CGT a hablar en el acto del 1º de Mayo, y fue presentado como “obrero de la política”, pero pronto perdió impulso. Hubo disidencias entre los dirigentes sindicales, según la trascendencia que cada uno daba a la militancia política o al gremialismo estricto. Hubo permanentes y explicables tensiones entre socialistas y comunistas, que por ejemplo armaron dos organizaciones de solidaridad con la España republicana, diferentes y competitivas. Los socialistas arrastraban una larga historia de querellas con los radicales. Pero lo que más pesó fueron las ambigüedades del radicalismo. Respecto de los grandes conflictos ideológicos, Alvear y los dirigentes radicales no quisieron ser identificados con el comunismo, al que calificaban como totalitario, homologándolo con el fascismo o el nazismo. Aunque muchos radicales lo hicieron a título personal, el partido no tomó una posición definida ante la Guerra de España. Tampoco estaba claro cómo proyectarían la polarización fascismo/ antifascismo en la política interna, ni hasta dónde querían llevar su oposición a Justo, y si podrían transformar el “régimen fraudulento” en la versión local del enemigo general.23 Así, a la campaña electoral de Alvear en 1937 le faltó la fuerza y movilización necesarias para derrotar el fraude, que para la ocasión se desplegó ampliamente. Después de la elección, hubo otro intento. El presidente Ortiz inició una operación contra los sectores más fraudulentos del conservadorismo, incluyendo el poderoso partido de la provincia de Buenos Aires, intervenida en 1940, que contó con el apoyo implícito de los 22 L.A Romero, “Católicos en movimiento”. Sobre todo después del fracaso en la discusión de los diplomas de los diputados de Buenos Aires y de la cuestionada concesión a la CADE. Luciano de Privitellio, Vecinos y ciudadanos. Ana Virginia Persello, El radicalismo en crisis (1930-1943). Rosario, Editorial Fundación Ross, 1996. Alejandro Cattaruzza, Alvear. Los Nombres del Poder, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1997. 23 14 radicales. Simultáneamente, el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, los rápidos éxitos alemanes y la caída de París alimentaron un gran movimiento de solidaridad con los Aliados y de rechazo al nazismo que, según se sospechaba, podría estar infiltrándose en la Argentina.24 Acción Argentina reunió a todos los sectores liberales, incluyendo a los más tradicionales, y un poco más tarde se sumó el general Justo, que probablemente aspiraba a ser presidente en 1944, apoyado por un radicalismo unido. Parecía delinearse así una segunda versión del frente antifascista, esta vez volcado a la derecha y desprendido de los comunistas, desubicados con el Pacto Molotov-Ribbentrop. Pero el presidente Ortiz fracasó y se enfermó, Alvear murió, y también Justo, y el proyecto perdió consistencia. Por el otro lado, en 1936, poco después del llamado al Frente Popular, Federico Pinedo convocó a las derechas a formar un Frente Nacional, inspirado en similares europeos, con la idea de vincular los alineamientos internacionales con los nacionales. Su instrumentación política era tanto o más dificultosa que la del otro, sobre todo porque la coyuntura internacional distaba de tener una lectura unívoca para la mayoría de quienes debían ser sus protagonistas.25 Era difícil poner de acuerdo a los conservadores entre sí, y mucho más a estos con los radicales antipersonalistas. El estallido de la Guerra los dividió: unos eligieron el neutralismo –quizá por simpatizar con Gran Bretaña- y otros –Justo y Pinedo- la alineación con los Estados Unidos. Estaban por otra parte los militantes nacionalistas: aunque fraccionados, tenían una lectura común de los problemas internacionales, pero muchas dudas acerca de su aplicación a lo local. ¿Pesaba más el fantasma comunista/liberal o el aborrecimiento a toda la “partidocracia”, incluyendo a los conservadores? Los nacionalistas servían quizá para movilizar o para pelear en la calle, pero difícilmente para construir un frente político. La Iglesia, en cambio, tenía una idea más clara respecto de la política, o más exactamente del poder. Además de desarrollar acciones de largo plazo, como la parroquial, la educativa o la consagrada a los obreros, se dedicó a conquistar el Ejército, y lo logró rápidamente: la oficialidad liberal quedó allí arrinconada ante la conversión de los nuevos adeptos a la concepción nacionalista y católica.26 Con esa base, iniciaron el asalto del estado y establecieron un objetivo de alto valor simbólico: la enseñanza religiosa obligatoria en las escuelas fiscales, las “escuelas sin Dios”. Para los dirigentes e intelectuales de la Iglesia – Copello, Caggiano, Franceschi, Meinvielle, ciertamente con matices y diferencias entre ellosla relación entre los problemas internacionales y nacionales era clara. La Iglesia asumió la causa de los nacionalistas españoles y condenó a la República por comunista y atea, denunció Sobre la real dimensión de esta infiltración, sobredimensionada por la propaganda norteamericana, Ronald Newton, El cuarto lado del triángulo. La amenaza nazi en la Argentina, 1931-1947. Buenos Aires, Sudamericana, 1995. 24 Tulio Halperin Donghi, La Argentina y la tormenta del mundo. Buenos Aires, Siglo veintiuno editores de Argentina, 2003. 25 26 L. Zanatta, Del estado liberal a la nación católica. 15 con vigor el comunismo, y solo tardíamente y a desgano hizo lo mismo con el nazismo (con más desgano, si cabe, que el propio Papa). Sin llegar a constituir una posición oficial de la Iglesia, el antijudaísmo, devenido en antisemitismo estaba presente en sus mejores voceros. La polémica suscitada por la visita de Jacques Maritain mostró que estos católicos, mayoritarios en la Argentina, ubicaban en el campo adversario no solo a la izquierda sino también al centro y a la derecha liberales, junto con una porción, menor pero no despreciable, de católicos.27 Pero esa claridad, definida en el plano cultural e ideológico, no bastaba para que la Iglesia condujera la formación de un frente político, y el Frente nacional quedó tan en borrador como el Frente Popular, a pesar de que la polarización y la politización se profundizaban. 1943 fue la hora de la verdad. Como ha mostrado L. Zanatta, Ejército e Iglesia, asociados, ocuparon el centro del escenario.28 El nuevo gobierno –una dictadura- afirmó el neutralismo y fue acusado de simpatías con el nazismo. Por entonces se intensificaba la propaganda de los Estados Unidos, que forzaban la entrada en la guerra de los estados latinoamericanos, y se reforzó el alineamiento de la opinión pública con los aliados, debido al giro favorable a estos de la Guerra. La Iglesia, por su parte, impuso sus objetivos, acordes con la idea de Instaurare omnia in Christo: enseñanza religiosa obligatoria, control del sistema educativo y de las universidades por militantes católicos, desplazamiento de los intelectuales liberales, censura de las costumbres, empezando por los modelos culturales populares que difundía la radiotelefonía.29 Ejército e Iglesia, sin necesidad de las fuerzas políticas, expresaban un valor superior: la nación católica. Para sus enemigos, finalmente las cosas estaban claras: habían encontrado quién era el fascismo en la Argentina, habían logrado conectar el gran alineamiento internacional con el interno, y como estaban perseguidos, podían olvidar las rencillas y marchar, codo con codo, para celebrar en agosto de 1944 la liberación de París. La represión policial confirmó ampliamente esta perspectiva de lo que pronto se llamaría la Unión Democrática. Sin embargo, el Frente Nacional no se estabilizó allí. Mientras el Ejército debatía cómo compaginar sus ideas geopolíticas con el hecho simple de la derrota alemana, la Iglesia empezó a percibir los altos costos de tan amplia exposición política, y a confrontarlos con los beneficios. Buscando un rumbo, el gobierno militar dio varios bruscos golpes de timón, que le exigieron a la Iglesia permanentes readecuaciones. Los conflictos facciosos que surgieron se trasladaron al campo católico, desgarrado por las mismas opciones políticas del gobierno. Nada más lejano que la situación imaginada para la Iglesia por Pío XI, dirigiendo las conciencias por encima de las contiendas del siglo. Fernando Martínez Paz, Maritain, política e ideología. Revolución cristiana en la Argentina. Buenos Aires, Editorial Nahuel, 1966. 27 28 L. Zanatta, Perón y la nación católica. 29 Sobre la censura en la radio, Carlos Ulanovsky, Días de radio. Buenos Aires, Espasa Calpe, 1997. 16 La crisis se resolvió en las grandes movilizaciones en setiembre y octubre de 1945 y en la reñida elección de 1946. Pero la politización cultural e ideológica –expresada por la parroquia y la biblioteca-, que todavía podía reconocerse, mutatis mutandis, en los alineamientos anteriores a 1945, aunque mantuvo su forma, no se tradujo en una polarización política homóloga. La Unión Democrática no fue un Frente popular. Encarnó la tradición liberal y democrática más prístina, incluyó a las fuerzas de izquierda y su programa fue tanto o más progresista que el de su rival, pero el apoyo sindical fue escaso. Tras el coronel tildado de fascista, que además era el heredero de la dictadura militar, sorpresivamente se alinearon los trabajadores –a muchos, junto con otros, los hemos visto en los barrios de Buenos Aires-, y con ellos buena parte de sus dirigentes, sindicalistas o socialistas. Perón reclutó adeptos en ambos campos y en ambas tradiciones. No es asombroso: por lo que se vio en el pequeño observatorio barrial de Nueva Pompeya, la gente singular y corriente no se divide de manera nítida y tajante de acuerdo con ideologías. Cuando se puede observar a las personas o a las instituciones singulares, se descubre cómo se mezclan en cada uno las más diversas tradiciones, inclusive las que están en conflicto. Es sabido que los imaginarios y las prácticas incluyen elementos diferentes, heterogéneos, contradictorios; que normalmente las ideologías los organizan y alinean de una cierta manera pero que una experiencia fuerte puede reorganizarlos de manera distinta. En 1945 –annus mirabilis- Perón reclutó gente diversa, que reconocían en él algo afín con su imaginario. Quienes venían de una experiencia fomentista conocían el valor de la cooperación -por ejemplo entre un obrero, una maestra y un médico- para sacar adelante el barrio; sabían que tenían que contar con el apoyo de alguna oficina pública, y que con ello no solo iban a mejorar el entorno social, para hacerlo más justo, sino que sus propias existencias individuales serían mejores. No es difícil imaginar que una buena parte del discurso de Perón –que los especialistas han referido a los acuerdos de clase, el reformismo o la justicia social- sonara familiar y atrajera a quienes hasta entonces se habían alineado con causas progresistas o de izquierda. Quienes venían del ámbito parroquial percibían algo muy parecido –las parroquias eran también en cierto modo instituciones fomentistas- pero expresado en el lenguaje de la Doctrina Social de la Iglesia: fórmulas, alegaciones de autoridad, antinomias, quizás aprendidas por Perón en el Ejército, pues la justicia social se nutrió de muchas fuentes distintas. También percibían otros matices, que los fomentistas quizá querían ignorar: un lenguaje que, aunque altamente revolucionario, sin embargo conducía a un orden final; ese secreto del “bombero piromaníaco”, que también era el de Mussolini, sonaba como música familiar para los jóvenes militantes católicos, atraídos por las formas plebiscitarias pero ordenadas de movilización, como las que usualmente convocaba la Iglesia. Esta enunciación no agota las cuerdas que Perón supo pulsar en 1945, presentes en el imaginario popular: hay otras, como el nacionalismo, de las que aquí no se habla. Tampoco dice nada sobre las razones por las que instituciones estructuradas, como la Iglesia, los 17 sindicatos o aún las Fuerzas Armadas, optaron mayoritariamente por Perón, ni sobre su arte particular –sin duda grande- para montar una alternativa política tan original. Pero muestra que esa mezcla de recuerdos y de tradiciones –que la parroquia y la biblioteca expresan sintéticamente- es constitutiva del peronismo.