No soy nadie para ti
Por Corín Tellado
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Inédito en ebook.
Corín Tellado
Corín Tellado es la autora más vendida en lengua española con 4.000 títulos publicados a lo largo de una carrera literaria de más de 56 años. Ha sido traducida a 27 idiomas y se considera la madre de la novela de amor. Además, bajo el seudónimo de Ada Miller, cuenta con varias novelas eróticas. Es la dama de la novela romántica por excelencia, hace de lo cotidiano una gran aventura en busca del amor, envuelve a sus protagonistas en situaciones de celos, temor y amistad, y consigue que vivan los mismos conflictos que sus lectores.
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No soy nadie para ti - Corín Tellado
CAPÍTULO 1
—Es la sexta vez que me lo dices en mes y medio, Francisca.
—Cumplo con mi deber, señora —adujo débilmente el ama de llaves.
—¿No es muy grave lo que dices, querida Francisca?
—Quizá lo sea, pero tenga en cuenta la señora que si no estuviera bien segura de lo que digo jamás la hubiese molestado con estos..., digamos chismes de cocina.
—Hace más de quince años que trabajas con nosotros, Francisca —susurró la elegante y distinguida dama con cierta ternura bien perceptible—. No es la primera vez que observas cosas semejantes. En otra ocasión cualquiera has obrado por tu cuenta y riesgo. Consideraste que esta o aquella doncella no se ajustaba a las horas establecidas en esta casa, y me has pedido te escuchara solo para participarme que la habías despedido. ¿Por qué no haces igual? Me evitarías a mí una molestia.
Francisca titubeó unos segundos.
Era una mujer bajita, regordeta, de semblante venerable, cabellos muy blancos y ojos en los que podía leerse una gran bondad.
—Desde hace muchos años no ha pasado por esta casa una cocinera como Berta, señora.
La dama sonrió de modo especial.
—Por supuesto. Pero tú no calificas a las personas del servicio solo por lo que sepan hacer. Tienes muy en cuenta el honor y la honestidad profesional de esas personas. ¿A qué es debida, pues, tu consideración?
Los labios de Francisca temblaron un poquitín.
—Habla, Francisca. Hazlo con tu habitual sinceridad para conmigo.
—Berta tiene cualidades excepcionales. No solo como cocinera, sino como persona. No es como las demás que han pasado por esta casa, señora. Se nota que tiene algo que la preocupa hondamente. Lleva aquí seis meses. Nunca noté en ella ansias de lucro. Además, lo que falta en la cocina son cosas sin importancia, alimentos tan solo.
—El robo es un pecado horrible, Francisca.
—No trato de encubrirlo, señora, porque de ser así no hubiese venido a participárselo a la señora.
—Supongo que habrás hecho tus conjeturas.
—No exactamente. Berta carece por completo de familia. Sale los jueves y los domingos por la tarde. No me explico para quién... roba.
—De todos modos no es alentador lo que hace. Tendremos que despedirla.
Francisca suspiró.
—Eso creo, señora. Por eso he venido a decírselo.
Doña Almudena Valdesoto contempló abstraída sus pálidas y aristocráticas manos con cierta insistencia. En su casa el servicio entraba y no salía, bien hasta que se casaba o hasta que se moría. Rara vez se despedía a un miembro del servicio, salvo, como en aquella ocasión, por robo y deshonestidad.
Dama religiosa en verdad, promotora de grandes obras de caridad, amiga del prójimo, desprendida y de una bondad extremada, doña Almudena jamás obraba por capricho.
—Será mejor que me la envíes —decidió de pronto—. No podemos despedirla sin saber por qué hace eso tan feo.
—No me atrevía a pedírselo, señora.
—Pedirme, ¿qué?
—Que hablara usted con Berta. Es una mujer joven, triste, amargada. Nunca habla con el servicio. Apenas interviene en las conversaciones. Roba... cosas fútiles, tales como plátanos, azúcar, jamón, aceite...
—Envíamela. He de hablarle.
—Sí, señora.
Francisca se alejó con su ruido de llaves.
Don Raúl, esposo de la dama, que leía al otro extremo del saloncito, retiró el periódico y contempló complacido a su mujer.
—¿Qué vas a hacer, querida?
—¡Oh, me olvidé de tu presencia! No lo sé —añadió sin transición—. Es un caso raro, ¿no crees? Hace una semana o dos que Francisca la tiene controlada. No roba más que cositas comestibles sin gran importancia. ¿Para qué? Carece de familia. No me explico cómo...
—Puede tener novio —sonrió irónicamente el caballero—. Las mujeres a veces se enamoran y entontecen.
—¿Para el novio? No me parece Berta mujer de amores así...
El caballero se puso en pie.
—A todo esto, no te he dicho aún que tuve carta de Tomás. Aprobó todas las asignaturas. ¿Qué pensamos de él este verano?
—¿No hablamos de eso ya, querido Raúl? Eulalia ya está en la finca de Aranjuez. Será mejor que enviemos allí a Tomás.
—Yo había pensado otra cosa.
—Sí.
—Enviarlo con Ramón a hacer un crucero por todo el mundo. Ese chico tiene demasiado dinero y nosotros una gran responsabilidad con él. Eulalia es dócil, pero Tomás... Ramón, mi hermano, es hombre de buenas costumbres. Se marcha uno de estos días. Ha salido ayer para Barcelona, donde embarcará en su yate. Tomás tiene aquí demasiados amigos. Todos los que estudian internos con él son de Madrid... Si se marchara con Ramón en ese crucero lo desconectaremos un poco de esas amistades.
—Que no sabes si son buenas o malas —adujo rápidamente la esposa.
—En efecto. Pero el hombre necesita conocer seres nuevos todos los días para evitar caer en la rutina y el tópico.
—Como desees. Yo no soy tutora del muchacho. Eres tú. Pero creo que hace demasiado tiempo que solo le vemos en el colegio. En cambio a Eulalia la tenemos siempre con nosotros en las vacaciones. Me parece que eres demasiado rígido con Tomás.
—No quiero que crezca entre faldas, hecho un sensiblero. Hay que tener cuidado con eso. Está destinado a algo bello y vulgarizarlo entre mujeres o amigotes sería un desacierto.
—Nunca me opuse a tus métodos, Raúl —sonrió la dama—. Hasta la fecha, Tomás va respondiendo a nuestras aspiraciones. Es reposado, tranquilo, reflexivo, de continente grave, pese a sus quince años...
—Escribiré al director del colegio hoy mismo. Deseo que uno de los hermanos lo lleve a Barcelona. He hablado con Ramón de esto y piensa como yo. Es preciso criarlo en un ambiente neutral. Que sepa lo que es el mundo y no confunda las cosas —se puso en pie y avanzó hacia la dama. La besó en el pelo—. Te dejo, querida. Iré un rato al club. Supongo que tú recibirás en seguida a... ¿cómo habéis dicho que se llama la cocinera?
—Berta.
—Eso es. A Berta. Procura ser indulgente —sonrió—. Hace unos manjares suculentos. Hace años que no tuvimos una cocinera como esa.
* * *
Contaría a lo sumo veinticinco años. Arrogante y hermosota, Berta tenía un rostro pálido de grandes ojos almendrados, cabellos muy negros y una tristeza extremada en el fondo de sus pupilas.
Se detuvo en el umbral y miró con cierto recelo.
La dama, que la observaba, invitó suavemente.
—Pase, pase usted, Berta.
La cocinera pasó. Lo hizo a paso corto, como si temiera enfrentarse con algo desagradable o amargo.
—Siéntese, Berta —invitó la dama con la mayor sencillez—. Hemos de hablar usted y yo.
Berta, que vestía uniforme negro, correctísimo, parecía mayor bajo el foco de la luz artificial. La dama se dio cuenta de que el rostro de aquella joven tenía algo así como una sombra de infinita tristeza. Macilento, con grandes ojeras en torno a los ojos...
—Siéntese, Berta. Se lo ruego.
Ella aún titubeó. Sentarse frente a su, señora le parecía una descortesía. No obstante, lo hizo y quedó como menguada, hundida allí en el cómodo sillón.
—Francisca —empezó la dama— me habló mucho de usted. La aprecia mucho.
—También yo a ella, señora.
Era una voz la suya pastosa y rica en matices. Una voz educada, que asombró un tanto a la distinguida dama.
—No sé nada de su vida, Berta. Soy un poquitín curiosa. Me agrada en extremo saber cosas íntimas de las personas que conviven conmigo. ¿No tiene usted familia?
La cocinera se sonrojó, pero solo fue un segundo. En seguida respondió con cierta precipitada firmeza:
—No, señora.
—Es usted joven... ¿Hace mucho que perdió a sus padres?
La cocinera titubeó un segundo. Al rato dijo bajo, bajando la cabeza:
—Fui hospiciana, señora... Nunca los conocí.
—¡Ah!
Solo eso y una gran compasión reflejada en el venerable rostro
Impulsiva, alzó un poco de mano y la dejó caer sobre los dedos ásperos de Berta. Esta la miró rápidamente, como si se asombrara de aquel ademán, al que no estaba habituada.
—Lo siento, Berta. Créame que lo siento. Es usted joven. Muy joven... ¿No tiene novio?
La respuesta fue presurosa de tan rápida.
—No, claro. No...
—Parece que lo dice con rabia. ¿Por qué? ¿Le han hecho daño los hombres?
Nada más preguntar aquello se arrepintió. Vio en el rostro ajado de Berta como una luz de amargura. Sin duda su pregunta la obligaba a evocar pasajes nada gratos de su vida.
Se apresuró a decir quedamente:
—¿Por qué no me cuenta algo de su vida?
—Pues.
—Hágalo sin miedo. Usted no me conoce bien, pero quizá haya oído al servicio hablar de mí. Soy una amiga para todos aquellos que me necesitan, y me encanta serlo. Mis empleados acuden a mí y soy yo muchas