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Amanece en mi corazón
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Amanece en mi corazón
Libro electrónico172 páginas3 horas

Amanece en mi corazón

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Información de este libro electrónico

¿Podría convertir la casa que había soñado en el hogar que tanto anhelaba?

Era la casa que la agente inmobiliaria Genevieve Gale había soñado una vez para sí misma. En lugar de eso, la eligió para los Roark, un matrimonio de Dallas. Pero cuando el atractivo millonario iba a instalarse con su esposa, enviudó. Entonces buscó consuelo en los brazos de Genevieve, y ella le ofreció todo lo que tenía sin esperar nada a cambio.
Incluso después de descubrir que estaba esperando un hijo.
Marshall de inmediato le propuso matrimonio, por obligación, pensaba Genevieve. Y aunque no quería que "tuviese" que casarse con ella, anhelaba decirle que sí al hombre del que se había enamorado por completo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 mar 2012
ISBN9788468700113
Amanece en mi corazón
Autor

Helen R. Myers

Desde 1987, Helen R. Myers já escreveu mais de quarenta livros. Muito admirada por seus editores devido a profundidade de suas histórias, esta premiada autora best-seller credita seu trabalho à habilidade que tem de abraçar projetos desafiadores.

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    Amanece en mi corazón - Helen R. Myers

    Capítulo 1

    LA muerte de Cynthia hizo que Marshall tuviera que cambiar todos sus planes. En lugar de encargarse de la mudanza, escoltó los restos de su esposa hasta el norte de California para que fuese enterrada en el mausoleo de su familia y pasaron dos semanas hasta que Genevieve volvió a saber algo de él.

    Cuando volvió, la llamó desde el hostal en el que se alojaba en el vecino pueblo de Winnsboro y le preguntó si seguía en pie su oferta de ayudarlo a instalarse. Sin vacilar, Genevieve respondió que estaría con él en la casa del lago Starling cuando quisiera.

    Los de la mudanza llegarían cuatro días después y Genevieve aprovechó ese tiempo para organizar un equipo de limpieza. El tercer viernes de agosto, cuando llegó el enorme camión con los muebles y los objetos personales de la familia Roark, pudo colocarlos en una casa limpia como el oro.

    Afortunadamente, había llevado agua mineral y refrescos, que guardó en la nevera para los chicos de la mudanza.

    Se había vestido para trabajar, decidida a echarle una mano a Marshall pero, como siempre, iba preparada para cualquier emergencia. En vaqueros y zapatillas de deporte, el top de color caramelo casi podría pasar por elegante. Y aunque se había hecho una sencilla coleta, los pendientes de aro dorados le daban un toque distinguido. Además, en el coche llevaba unos zapatos de tacón y una chaqueta blanca con la que podría tener un aspecto profesional en un minuto si hiciera falta.

    Con su BlackBerry en una mano y una botella de agua mineral en la otra, Genevieve estaba lista para cualquier cosa.

    Desde el principio, antes de que los Carson decidieran venderla, esa casa había sido una de sus favoritas en la zona del lago. El diseño era una mezcla de clásico y contemporáneo, de ladrillo oscuro y una sola planta. Lo más llamativo de la casa era el enorme salón, con ventanales emplomados y una chimenea gigante. La mayoría de las ventanas daban al porche y al patio en la parte de atrás, desde el que se veía el lago y el muelle privado. La cocina era moderna, con elegantes encimeras de granito y una cubierta de cobre sobre la cocina que hacía un dramático contraste. En la zona oeste de la casa había un dormitorio principal y, al otro lado, otros tres. Eso además del salón, la cocina, un estudio y un comedor.

    Era una casa para una familia, un sitio perfecto para invitar a los amigos, aunque mucho más pequeña que la de su madre, que estaba a unos metros. Lo que preocupaba a Genevieve era que la casa de Marshall fuera demasiado grande para una persona sola, particularmente un hombre que acababa de perder a su esposa y no tenía a nadie que lo ayudase a sobrellevar la pena.

    Aunque le había pedido que se encargase de organizar la mudanza, Genevieve temía que sencillamente hubiera perdido interés en la casa y en todo lo demás.

    Cuando empezaron a descargar los muebles del dormitorio, Genevieve lo vio sentado en el patio, con el móvil en la mano. No estaba hablando ni enviando un mensaje, estaba sencillamente mirando el lago.

    Ella recordaba esa misma pose inmóvil tras la muerte de su marido y sabía que Marshall no estaba pensando; estaba preguntándose si su cerebro volvería a funcionar con normalidad alguna vez.

    Afortunadamente, no tenía que tomar decisiones sobre la casa y si decidía ponerla en venta, sería mejor enseñarla ya amueblada. Pero, en secreto, esperaba que no lo hiciese.

    Estuvo ocupada con la mudanza durante toda la mañana. Guardó las cajas marcadas con el nombre de Cynthia en uno de los dormitorios y se dedicó a buscar entre las demás para sacar lo más imprescindible para Marshall: cepillo de dientes, jabón, gel, toallas.

    Fuese por el calor o porque se sentía culpable, Marshall entró en la casa poco después y se quedó asombrado de los progresos que había hecho.

    Pero cuando vio las cajas de Cynthia en el dormitorio su gesto de tristeza le rompió el corazón. Después, sin decir nada, se retiró al estudio y cerró la puerta.

    Cuando terminó con la mudanza, Genevieve firmó los papeles y se despidió de Benny, el capataz.

    El ruido del camión hizo salir a Marshall del estudio para reunirse con ella en la cocina y, con una sonrisa comprensiva, Genevieve señaló los papeles sobre la encimera.

    —Misión cumplida y con un mínimo de daños —anunció.

    —¿Daños?

    —Una de las mesas está un poco rayada y hay un pequeño desperfecto en el cabecero de la cama de matrimonio…

    —No, eso es culpa mía. Los de la mudanza no han tenido nada que ver.

    Genevieve asintió con la cabeza.

    —Yo rompí un reloj contra la repisa de la chimenea —le confesó—. La verdad es que era el regalo de boda más feo que nos habían hecho y no lamenté despedirme de él.

    —Lo de la cama ocurrió cuando pillé a Cynthia fumando un cigarrillo —dijo Marshall entonces—. Estaba furioso y tiré un marco de plata contra el cabecero.

    Las fotos de boda solían estar enmarcadas, pensó Genevieve. Las suyas lo estaban. Tras la muerte de Adam no podía soportar ver esas fotografías y, durante un tiempo, las guardó en un cajón. Pero nunca había querido tirar una foto. La caja en la que guardaba su bandera tal vez porque estaba tan furiosa con el ejército como con los militantes radicales que lo habían matado. Pero ser soldado era algo que Adam llevaba en la sangre y se había casado con él sabiéndolo. ¿Sería lo mismo para Marshall? Por lo que le había contado, Cynthia llevaba muchos años fumando y no había querido dejarlo a pesar de las advertencias de los médicos.

    —Bueno… —sabiendo que no tenía razones para quedarse, Genevieve dejó un papel sobre la encimera—. Aquí están los números de teléfono de fontaneros, cerrajeros y todo lo demás.

    —Muchísimas gracias —murmuró él.

    —No tiene importancia, me he limitado a sacarlo del ordenador —dijo Genevieve—. Es gente que contratamos a menudo en la oficina. Además, seguro que ya sabrán que hay un nuevo vecino en el lago.

    —No sé cómo darte las gracias, en serio —insistió Marshall, metiendo las manos en los bolsillos del pantalón—. Has hecho mucho más de lo que te había pedido.

    —A mí me divierte jugar a ser decoradora. Quienes lo tienen difícil son los que han de mover los muebles —bromeó Genevieve—. ¿Te gusta cómo ha quedado?

    Lo que quería saber en realidad era si le gustaba lo suficiente como para quedarse allí.

    —¿Cómo no va a gustarme? Es una casa fabulosa y tú casi has conseguido que parezca un hogar —dijo él—. Cuando haga mal tiempo puedo correr por el porche… con un poco de suerte me romperé el cráneo y dejaré de preocuparme por lo que voy a hacer aquí solo.

    —Marshall… —murmuró Genevieve.

    —Lo sé, lo sé, la autocompasión no vale de nada. No me hagas caso. Estoy acostumbrado a organizar una cena para un dignatario extranjero o una celebridad con apenas unos minutos de antelación, pero ahora mismo hablar de cualquier cosa… hace que me ponga a sudar.

    Genevieve lo entendía perfectamente.

    —En realidad, debería irme.

    —No, por favor.

    —Pero acabas de decir…

    —Lo que quería decir es que me cuesta hablar. Me había vuelto mudo poco a poco para evitar conflictos con Cynthia porque enfadarme con ella era lo último que necesitaba y esa costumbre se ha extendido al resto de mi vida.

    Genevieve podía entender lo difícil que había sido para Marshall saber que su mujer se estaba matando con los cigarrillos sin que él pudiese hacer nada.

    —Cuando te conocí pensé que eras un hombre hermético, pero enseguida me di cuenta de que no era así. Sencillamente, necesitas tu espacio.

    Marshall se pasó una mano por el pelo.

    —No sé lo que necesito —estaba sonriendo, pero era una sonrisa triste.

    Era la primera vez que lo veía sonreír y la ternura del gesto hizo que se le encogiera el corazón. Tenía un rostro que la hacía pensar en poetas irlandeses y dioses griegos, nada que ver con los modelos de hoy en día. No, el suyo era un rostro lleno de personalidad. Eso, combinado con sus penetrantes ojos azules, casi hizo que se le doblasen las rodillas como a las heroínas de las novelas románticas que escribía su madre.

    —En fin… he visto que has guardado una botella de champán en la nevera. Quédate conmigo para tomar una copa.

    —No deberías haberlo visto hasta que yo me fuera —protestó Genevieve—. De hecho, no sabía si llevármela. La había comprado antes de…

    Marshall hizo un gesto con la mano.

    —Si te vas sin tomar una copa conmigo, seguirá aquí cuando ponga la casa en venta.

    De modo que era una posibilidad, pensó Genevieve. Iba a vender la casa.

    —Muy bien, de acuerdo —asintió por fin—. Espera, voy a salir un momento al porche para hablar con la oficina por si necesitan algo. Pero solo una copa, ¿eh? No he comido suficiente como para aguantar más alcohol. Hay vasos en ese armario de ahí… y he sacado té de una caja para que lo tomes mañana. No he encontrado el café.

    —Muy bien, gracias.

    Genevieve siempre había disfrutado de la vista del lago a primera hora de la tarde y en aquel momento era perfecto porque el brillo del agua ayudaba a calmar sus nervios. Debería haberse marchado cuando se fueron los de la mudanza, que era lo que solía hacer por otros clientes. Que estuviera comportándose de manera diferente en aquella ocasión era extraño en ella y debía ser controlado de inmediato.

    A menos que estuviese muy equivocada, Marshall Roark se sentía atraído por ella. Aparentemente, eso lo turbaba y ella misma estaba sorprendida por la atracción que sentía por él. Genevieve se recordó a sí misma que sentirse sexualmente atraído por alguien después de una desgracia como la que había sufrido Marshall era algo normal. También le había ocurrido a ella tras la muerte de Adam, pero los hombres que habían intentado conquistarla no le resultaron lo bastante atractivos. No dejaba de pensar en Adam, pero eso no evitaba las noches en vela o los días en los que su libido le jugaba malas pasadas.

    ¿Cómo iba a juzgar a Marshall por sentirse atraído hacia ella, aunque Cynthia hubiese muerto solo un mes antes?

    Por otro lado, ella llevaba sola cuatro años y creía haber colocado una barrera invisible para evitar la atención masculina. La atracción que sentía por él demostraba que Marshall era diferente y que, por lo tanto, debería tener cuidado.

    Genevieve llamó a su oficina y quien contestó fue Avery Pageant, la agente inmobiliaria de más edad.

    —¿Cómo va todo por ahí?

    —Aquí estoy, cuidando el fuerte con Ina —respondió Avery—. Raenne ha ido a enseñar la granja Cook.

    —¿Se ha puesto las botas de goma?

    —Sí.

    —¿Ha llevado la escopeta?

    —Sí, mamá.

    La broma no ofendió a Genevieve. Eran un grupo muy unido y, aunque ella era la más joven, todas entendían que como agente inmobiliaria era quien tenía más experiencia. Y también sabían que había una gran diferencia entre enseñar una casa a las afueras del pueblo y enseñar una granja con acres y acres de terreno en los que habitaban animales salvajes, algunos de ellos peligrosos. El año anterior, una agente de un pueblo cercano había muerto haciendo precisamente eso.

    —Tienes una cita para enseñar una casa esta tarde, ¿verdad?

    —No —respondió Avery—. La pareja que quería verla no ha conseguido el préstamo, así que voy a buscar algo un

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