Comentarios y respuesta. Comments and response. Axel Nielsen,
Andrew Redden, José Luis Martínez C., Vincent Nicolas y Peter Gose.
Población & Sociedad [en línea], ISSN-L 0328 3445, Vol. 23 (2), 2016,
pp. 35-59. Puesto en línea en diciembre de 2016.
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Comentarios
Axel Nielsen
CONICET, Instituto Interdisciplinario de Tilcara, Argentina
En este ensayo Gose propone que la concepción de los cerros como
corporizaciones del poder político y la autoridad ancestral -muy
difundida actualmente en los Andes- es un fenómeno colonial tardío
(fines del siglo XVII), que reemplazó una concepción anterior, de raíz
prehispánica, en la que estas facultades se atribuían a los antepasados
como fundadores de la comunidad (ayllu) y creadores del patrimonio
que garantizaba su bienestar. En esta cosmovisión temprana, los cerros
no serían agentes en sí mismos, sino solamente testimonios o
escenarios de la emergencia -o descenso- de los ancestros a este
mundo, evento asociado a ciertos lugares (paqarinas) o geoformas,
típicamente cuevas, manantiales, lagunas o las propias cumbres. La
principal causa de esta transferencia de poderes de los antepasados a
los cerros radicaría en la destrucción de las momias y su culto durante
la extirpación de idolatrías.
La propuesta es particularmente relevante para la arqueología
andina, puesto que la noción de que los cerros eran poderosas
deidades o, específicamente, ancestros míticos de la gente, se ha
convertido prácticamente en una verdad incuestionada en la
disciplina. Estas interpretaciones, basadas en analogías históricas y
etnográficas cuya validez este trabajo obliga a cuestionar, han sido
aplicadas a todo el espacio andino, desde las tierras altas hasta la costa,
y han sido proyectadas al pasado hasta épocas formativas, por lo
menos. Quiero aprovechar la ocasión, entonces, para repasar algunos
indicios materiales del culto a las montañas en tiempos prehispánicos.
Diría que hay por lo menos tres tipos de evidencias que sugieren
que los cerros eran efectivamente objeto de veneración en muchas
partes de los Andes antes de la invasión europea. En primer lugar se
encuentran los testimonios de ascensos regulares a los cerros con fines
rituales. Es harto conocida la costumbre Inca de efectuar ofrendas, que
a veces incluían víctimas humanas (capacocha), en la cima de las
principales montañas del imperio, sobre todo del Kollasuyu. Esta
práctica dejó como testimonio la construcción de numerosos
santuarios de cumbre además de caminos, tambos y otras instalaciones
logísticas. Ninguna población anterior parece haber conducido
actividades comparables en semejantes contextos, aunque algunos
indicios sugieren que en ciertas regiones se realizaban ofrendas en
cumbres de menor altura, más relacionados con los espacios
Población & Sociedad, ISSN-L 0328 3445, Vol. 23 (2), 2016, pp. 35-59
residenciales y productivos. Así lo sugieren, por ejemplo, las ofrendas
de rocas blancas (ceniza volcánica) y verdes (generalmente mineral de
cobre), y de cuentas confeccionadas con estos materiales, que se
encuentran a menudo sobre elevaciones de mediano porte en la
Quebrada de Humahuaca y Puna de Jujuy (Argentina), ofrendas que
también parecen haberse realizado en portezuelos montañosos y que
datarían de los siglos anteriores a la expansión Inca.
Un segundo indicio de veneración a los cerros en contextos
prehispánicos, posiblemente pre-Incaicos, está dado por la orientación
de estructuras de carácter ritual, que en algunos casos estarían
“señalando” a montañas prominentes, tal vez involucrándolas en la
actividad ceremonial. Casos paradigmáticos son los vanos de las
chullpas y los sitios de muros-y-cajas del Período Intermedio Tardío
en el desierto de Atacama (Chile) que se encuentran orientados hacia
los cerros más destacados de la orografía regional (Berenguer, 2004;
Berenguer, et al. 1984). La distribución acotada de este fenómeno lleva
a pensar en formas religiosas de alcance local, lo que sería consistente
con la marcada regionalización de las prácticas y la cultura material
que caracteriza esta época en gran parte de los Andes.
El tercer tipo de referencia material a los cerros en contextos rituales
es de carácter icónico, se trata de estructuras o diseños que imitan su
forma. Interpretaciones de este tipo han sido propuestas en relación a
estructuras monticulares muy diversas, desde plataformas y
pirámides, hasta túmulos funerarios y apachetas. A mi entender este
argumento es débil cuando no está acompañado de otros elementos de
juicio, pero a veces se invocan similitudes más complejas. Así sucede
con la pirámide escalonada de Akapana y su red de acueductos
subterráneos (Tiwanaku, Bolivia), interpretada como representación
de una montaña sagrada y las aguas que brotan de su interior (Kolata,
1993). En algunos casos las semejanzas son indudables, como sucede
en un alero del Cerro Cuevas Pintadas (Salta, Argentina) donde los
antiguos pintores dibujaron el contorno de los cuatro cerros que
dominan el horizonte del lugar, sin omitir sus asimetrías y otros
detalles. Cabe notar que ambos ejemplos corresponden al primer
milenio de nuestra era.
Tomados en conjunto, creo que estos indicios no dejan mayores
dudas sobre la antigüedad prehispánica de la veneración a los cerros,
al menos en ciertas regiones. Las ofrendas asociadas podrían
entenderse como formas de comprometer por anticipado sus favores
dentro de la lógica de la reciprocidad. Esto implicaría pensarlos como
deidades o wak’as, capaces de relacionarse socialmente con los seres
humanos, una conclusión que no parece demasiado aventurada
teniendo en cuenta la frecuente atribución de facultades personales a
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A. Nielsen, A. Redden, J. L. Martínez C., V. Nicolas, P. Gose. Comentarios y respuesta
elementos del mundo natural en las cosmologías andinas. Podría
objetarse que la devoción y las ofrendas no estaban dirigidas a los
cerros per se, sino a ciertos accidentes dentro de ellos (paqarinas) o a
otras entidades accesibles a través suyo, como los ancestros u otros
habitantes del mundo interior o ukhu pacha. Sin desechar la
importancia de evaluar estas alternativas en cada caso, creo que los
ejemplos mencionados en el párrafo anterior aluden a las montañas
como totalidades, ya sea como entidades geológicas (capaces de
dispensar agua) o como unidades perceptivas (siluetas). En cualquier
caso, no deberíamos llevar demasiado lejos nuestra voluntad de
individualizar los interlocutores de estas prácticas, ya que las agencias
que buscaban movilizar pudieron estar distribuidas en una red de
seres que incluían -entre otros- a los ancestros míticos, sus paqarinas,
y los cerros cuya gran visibilidad recordaban aquellos eventos a todos
los habitantes del territorio.
Establecer qué facultades y disposiciones específicas se atribuían a
las montañas sin apelar a la analogía histórica-etnográfica requeriría
un análisis semiótico de los gestos rituales y las ofrendas. La tarea sería
difícil y los resultados no podrían estar exentos de ambigüedades. Sin
ahondar en el tema, pareciera haber considerable variación en estos
aspectos (lo que no es sorprendente), aunque algunos elementos
asocian recurrentemente los cerros con el agua y con los minerales
(p.ej., las ofrendas de Spondylus y de minerales de cobre). Más difícil
sería evaluar a partir de evidencia materiales exclusivamente si se les
concebía como antepasados o como corporizaciones del poder político.
Cualquiera fuera el resultado, creo que la búsqueda de conexiones de
este tipo sería un ejercicio saludable para la arqueología. Más allá de la
validez particular del argumento de Gose, entonces, celebro su desafío
ya que nos recuerda que -como cualquier otro aspecto de la prácticala cosmología y la religiosidad cambian, son fenómenos históricos, al
tiempo que nos obliga a los arqueólogos a revisar críticamente con qué
evidencias específicas contamos al realizar inferencias sobre estos
temas.
***
Andrew Redden
University of Liverpool, Inglaterra
The sacredness of the Andean landscape for the peoples who
inhabited it prior to, during, and subsequent to the Spanish conquest
and colonization of the region has long been taken for granted.
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Población & Sociedad, ISSN-L 0328 3445, Vol. 23 (2), 2016, pp. 35-59
Mythological texts gathered and documented by informants to
Catholic priests or other colonial administrators foreground the
relationship between Andeans and powerful deities that were
intimately linked to prominent features of the landscape. The
Huarochirí Manuscript (Salomon, 1991), collated on the instructions of
the extirpator Francisco de Ávila, for example, is perhaps the most
famous of these texts, recounting the story of the ascendancy of the
powerful mountain deity Pariacaca and the subjugation of numerous
ethnicities (and other rival deities such as Huallallo Caruincho) to his
cult. At first glance, his association with the very mountain of the same
name is so intimate and complex that the reader might be forgiven for
thinking that the mountain and the deity are one and the same. Yet all
is not as it seems: Pariacaca may have become the mountain but he
certainly did not begin as one.
In successive works Peter Gose has constructed a persuasive
argument to problematize this tendency to accept uncritically the belief
that the most powerful Andean deities or huacas were, and always had
been, mountains. This article “Cerros, Kurakas, Momias” forms the
capstone of earlier works such as his book, Invaders as Ancestors (Gose,
2008) and his preceding articles such as “Mountains Historicised”
(Gose, 2006). The patron deities of Andean ethnic groups or ayllus, he
argues, were not originally mountains but were mummified ancestors,
placed in caves and venerated as the source of continued life and
fertility of the ayllu. The landscape did not cease to be sacred, as the
first ancestors had travelled from their points of origin, “dawning
points” or in the words of Gose: “maximal paqarinas”, through the
earth or through the air to “secondary paqarinas”-often “large lakes
[...] from which they further dispersed”-. They would emerge in their
locality from various points in the landscape; some from springs, some
from the bases of trees, some from caves in mountains, others from
lakes. Gose’s point is that the ancestors of a community always came
from elsewhere, travelling along an “itinerary” and, crucially,
mountains were neither the only paqarinas in these sacred itineraries,
nor were they the most important. Rather, the site of a paqarina was
marked by a shrine in which the relics of the ancestor (the mummified
remains) or an effigy would be contained. Such shrines would become
important religious sites for the communities who claimed descent
from this ancestor and the cult of the mummy was often directed by
and invested in the person and authority of the kuraka or leader of the
community who was responsible for its well-being and continued
reproduction through reciprocal ritual obligations.
With the onset of the extirpation of idolatry as evangelization
campaigns gathered momentum in the sixteenth century and as an
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A. Nielsen, A. Redden, J. L. Martínez C., V. Nicolas, P. Gose. Comentarios y respuesta
official institution during the seventeenth-century, the destruction of
shrines and ancestor relics increased significantly, and it is only at this
point, argues Gose, that the sacredness of paqarina or a mallqui
(mummified ancestor) transferred to the mountains that assumed the
powers that would have originally been attributed to ancestor deities.
Gose presents evidence to demonstrate how mountains emerged as
opponents to Christian cults in specific communities, wreaking
destruction on church-based towns for damaging the fragile reciprocal
balance between communities and their patron deities. Analysing the
case of Apoparato and his priestess Juana Ycha, Gose also
demonstrates how relationships between deities and their
communities (and even their personal leaders) could deteriorate to the
point where they became destructive.
Gose’s argument is an original and important corrective nuance to
our understanding of how relationships between Andean peoples and
their patrons developed, (or in some cases) deteriorated, and
transformed due to the pressures of Inca and then Spanish
imperialism. The thesis is tightly constructed, and well-evidenced and,
as a result, is highly persuasive. As with every good academic
proposition, it should hold fast even when put to the test and what
follows, therefore, will test his theory by analysing other examples of
interaction between Andean peoples, Spaniards and patron deities in
the framework that Gose provides.
In his chronicle of the Augustinian order in Peru, Antonio de la
Calancha describes a hostile engagement between a friar named Juan
Ramírez (d.1608), who was working as a missionary in Huamachuco
in the northern Andes during the latter half of the sixteenth century,
and a group of indigenous Andeans to whom he was ostensibly
ministering. Calancha describes how fray Juan:
salia por los canpos, unas vezes en busca de los Indios para dotrinarlos,
otras para recogerlos, i muchas para divertirlos de los lugares de sus
adoratorios y pacarinas, i ya sabia, que el no venir los Indios el dia q les
señalava, de buelta no los ocupava su labrança, sino su idolatria
(Calancha, 1638: 391).
On one such occasion, fray Juan, acting either on divine impulse or
on information he had been given by certain members of the
community, (Calancha suggests both as possibilities) climbed a nearby
mountain, where, close to the summit, he found a shrine containing an
idol. He removed the idol and proceeded to carry it down to the town
but encountered a group of Andeans who were on their way up the
mountain to the shrine to venerate the deity. As might be expected, an
argument ensued in which the Andeans demanded the return of their
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Población & Sociedad, ISSN-L 0328 3445, Vol. 23 (2), 2016, pp. 35-59
deity while Ramírez refused to hand it over. According to Calancha,
the Andeans snatched the idol from the friar and proceeded to attempt
to assuage the anger of the deity: “le decian ternuras, i le pedian contra
el bendito Sacerdote castigos” (Calancha, 1638: 391). This infuriated the
priest who, Calancha writes, was filled with the zeal of Elijah and
called down the wrath of God on the Andean idolaters. This, in turn,
provoked the anger of the Andean worshippers who, “cogiendo palos
los unos i piedras los otros, le molieron a palos, i le quebrantaron con
piedras dandole bofetadas i cozes los que no tenian a mano piedras o
palos” (Calancha, 1638: 391).
This particular passage can say a great deal with respect to
interactions between Andeans, Spaniards, and divine or preternatural
entities and is one which I have briefly analysed elsewhere (Redden,
2016: 48-49). It is also an example which might be applied directly to
Gose’s thesis and be found to support it. In this particular case, the
Augustinian friar aimed to divert his Andean parishioners away from
the places where there were shrines or paqarinas, and these are
mentioned specifically rather than devotion to any particular
mountain or even mountains in general. The focus of the friar’s efforts
was the shrines, the paqarinas and the material representations of the
deities that his parishioners were continuing to worship rather than
the mountains themselves. In this case, fray Ramírez climbed the
mountain merely to reach the shrine in which he found the idol. The
mountain was a means to an end rather than an end in itself and did
not become anything more than an important part of the landscape—
the backdrop to what was to follow. Once he had removed the idol he
felt he was able to descend the mountain without further ado.
Similarly, the Andeans whom he encountered climbing the mountain
were doing so in order to worship at the shrine rather than to venerate
the mountain itself. Thus, it was not the mountain that was sacred as
such; rather, it was the deity that inhabited the summit that was the
focal point of worship (or, in the case of the friar, the focus of attempted
destruction).
Approximately a century later, in 1675, two Jesuits, Sebastian
Valente and Juan de Aranzeaga, described how they were told of a
shrine at the summit of a mountain overlooking the township of Santo
Domingo de Guasta. The shrine contained a child-sized idol in human
form and worshippers left offerings and sacrifices there. The Jesuits,
together with an entourage of Christian Andeans (and less committed
Andeans as well) destroyed the idol and began to say Mass to expel
the devil whom they believed to be present and to whom they believed
the shrine was dedicated (Redden, 2008: 133). According to their
account, the devil (or the entity to whom the shrine belonged) resisted
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A. Nielsen, A. Redden, J. L. Martínez C., V. Nicolas, P. Gose. Comentarios y respuesta
the Christian rite and sent a hail-storm accompanied by minitornadoes to drive them from the shrine and from the mountain top.
The Jesuits completed the liturgy, nonetheless, and subsequently, they
write, the storm abated; after which, they completed the ceremony
with the veneration of the cross (Redden, 2008: 133).
Once again, in this example Gose’s theory is borne out. Rather than
being the object of worship, the mountain was merely the place where
worship took place. It was the location of the shrine which contained
the idol and from where local Andeans worshipped the rising sun. The
colonial process of extirpation of idolatry focussed on the shrine and
the idol rather than on the mountain. Even when a sudden storm
struck and was understood by the Jesuits as an attempt by the devil to
drive them back, this squall was not directly attributed to the mountain
itself; rather, it was attributed to the devil or deity that inhabited the
shrine. The Jesuits were battling with the entity rather than with the
mountain itself. If this was understood by the Jesuit priests, there is
little doubt that this was also understood by the Andeans there
present.
With regard to the deteriorating relationship between ancestral
deities and their communities such as the one between Juana Ycha and
Apoparato described and analysed by Gose, there are similarly
numerous examples. One such was documented in 1613 in an annual
letter sent to Rome by the Jesuit provincial of Peru. Missionaries to the
Central Andean highlands had recorded a phenomenon amongst the
indigenous Andeans whom they heard confess. According to the
Jesuits’ summary, the devil had been appearing to them and inviting
them to join him in hell. Rather than being a place of torment, he told
them, it was “a land of plenty in which there was much to eat and
drink” (Redden, 2008: 123-4). Once there, if they were not enjoying
themselves with him in that land of plenty, they could always return
if they so wished. The difficulty came when he informed them that in
order to get there they would have to hang themselves. It was not all
down to free choice, however; one woman who refused to join the feast
was thrown to the ground with great violence and was dragged off
until she called out the name of Jesus causing him to release her and to
disappear (Redden, 2008: 124).
As with the other cases mentioned above, this particular episode is
one that can be interpreted in numerous ways. With respect to Gose’s
argument, however, we should dwell on one crucial
misunderstanding between the Jesuits and their Andean
congregations: the appropriation and use of the Quechua word
ucupacha, or “earth below” (lit. the underworld), for “Hell”. It was not,
as it was in Christian tradition, a fiery place of eternal torment; rather,
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Población & Sociedad, ISSN-L 0328 3445, Vol. 23 (2), 2016, pp. 35-59
it was a place where new life germinated and, as such, it was intimately
connected with the ancestors, from whose dried husks the seeds of
new life came (Salomon, 1995: 340-341). The feasting that was to take
place in the underworld was part of the reciprocal obligations that an
ancestor deity had with respect to his or her ayllu. Nevertheless, it was
clear to the woman who refused to go that the relationship had
transformed into one that was inherently destructive. Just as Gose says
with regard to Juana Ycha and Apoparato: “it was less reciprocity
breaking down than it shifting into a negative mode in which the
ancestor asserted the relationship punitively”. In this case too, these
circumstances “destabilised the deity’s behaviour” and provoked its
rejection as the woman victim of his wrath turned to the Christian
deity for protection.
In sum, Gose has presented an extremely important and highly
persuasive corrective to common understanding of the transforming
relationships between Andean peoples, their deities and the
surrounding landscape during the colonial period. While the evidence
that Gose himself provides might well be deemed sufficient to
convince a reader, he has nonetheless offered a framework that can be
tested against other cases in the colonial records. As we can see, from
the few cases discussed briefly here, this is an argument that appears
to hold.
***
José Luis Martínez C.
Universidad de Chile, Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos,
Chile
Peter Gose aborda, en este artículo, algunas de las consecuencias
que tuvieron los procesos de evangelización y, en especial, de
extirpación de idolatrías entre las sociedades andinas a partir sobre
todo del siglo XVII. La proposición del autor es que es posible
identificar varias transformaciones simbólicas, espaciales y políticas
que van más allá de lo estrictamente religioso; y que reorganizaron
igualmente este último aspecto, como el culto a los cerros. Se trata de
consecuencias que aún están poco estudiadas y cuyos efectos se
advierten hasta la actualidad. En lo metodológico, es un texto que
enfatiza las transformaciones históricas de las sociedades andinas,
entendiéndolas como procesos movidos por esas mismas poblaciones,
activas y reactivas ante su contemporaneidad.
El texto que comento está organizado en torno a dos hipótesis
principales y una secundaria: a) el cambio de las bases de poder y
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A. Nielsen, A. Redden, J. L. Martínez C., V. Nicolas, P. Gose. Comentarios y respuesta
autoridad de los kurakas y mallkus por una pérdida de su legitimidad
religiosa y simbólica, y b) el fin del culto a los antepasados y su
reemplazo por el culto a los cerros, organizados en una nueva
espacialidad tensionada entre “pueblo-iglesia-espacio católico” /
“Cerros/espacio exterior idólatra”. Una tercera hipótesis, menos
desarrollada, cierra esta trilogía: c) el ciclo mítico o la narrativa sobre
humanidades anteriores cuyos restos permanecen en el paisaje andino,
los chullpas o gentiles, tendría también un origen colonial o, al menos,
una significativa transformación en ese período.
Las tres hipótesis son demasiado interesantes y desafiantes como
para no tomarlas en cuenta, revisarlas, y discutirlas. Al menos la
segunda y tercera afectan supuestos ampliamente utilizados en las
investigaciones arqueológicas, etnohistóricas y etnográficas que todos
realizamos. Estoy convencido que ellas contienen variados aspectos
que pueden hacernos pensar algunos procesos desde nuevos ángulos.
Y debo reconocer que, en cuanto terminé de leer su texto, me sentí
enormemente presionado a revisar mis propias fuentes y
preconcepciones. Siempre es grato ser cuestionado y este artículo tiene
mucho de ello. Mis comentarios irán, sobre todo, en la idea de
problematizar estas hipótesis básicamente con materiales sobre las
sociedades aymaras del sur andino y, eventualmente, con algunos
otros antecedentes provenientes de los Andes centrales.
Veamos más en detalle estas hipótesis:
En la medida que se destruyeron las momias de los antepasados y
muchos de los lugares donde se les rendía culto, así como se reprimió
a los especialistas religiosos, las prácticas rituales colectivas fueron
siendo sustituidas por rituales individuales (sanación, augurios
personales, entre otros). Esto golpeó fuertemente las bases de la
autoridad y legitimidad de las autoridades étnicas y políticas
tradicionales que estaban sustentadas en parte, en un vínculo
privilegiado de mediación entre esas mismas autoridades, los
ancestros fundadores de los cuales ellas descendían, y las divinidades
locales y en la dirección de esos rituales colectivos. Genealogía de los
linajes y comunidad serían en esta propuesta las bases del ayllu
andino. En la propuesta de Gose, este proceso paulatino de
desprestigio y transformación puede advertirse con claridad en la
sierra central peruana ya a mediados del siglo XVII. Se trata de un
largo camino de transformaciones que culminó con el desplazamiento
definitivo de los señores étnicos.
¿Qué decir al respecto? En primer lugar, una cuestión de
temporalidades. En el altiplano aymara, las prácticas de continuar
depositando a las momias de los antepasados y sacándolas para
algunas fiestas, parecen haber continuado al menos hasta mediados de
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Población & Sociedad, ISSN-L 0328 3445, Vol. 23 (2), 2016, pp. 35-59
ese mismo siglo XVII. En la localidad de Ayllu Soraga, por ejemplo (en
lo que fue la confederación de Killakas, Asanaque, Sevaruyos,
Aracapis y Huruquillas), los comuneros utilizan actualmente tres
pares de qeros (vasos usados para los brindis rituales) de madera que
un arqueólogo sacó recientemente desde unas cámaras subterráneas
ubicadas bajo el pueblo actual. Los pares formaban parte de los ajuares,
respectivamente,
de
tres
momias
(hoy
lamentablemente
desaparecidas). Uno de esos pares de qeros es claramente inkaico y los
otros dos son de factura colonial. El par que actualmente los
comuneros llaman “Kalisa” tiene iconografía probablemente del siglo
XVII (Mora y Goytía 2016). Esto sugiere que las prácticas del culto a
las momias continuaron en la zona hasta avanzado el período colonial.
De hecho, las momias de Ayllu Soraga no fueron destruidas por los
extirpadores. Pärssinen (2005, 147) proporciona un dato similar para
otra tumba subterránea, en las cercanías del sitio Mayachullpa (actual
Pacajes, Bolivia), que muestra evidencias de uso en las primeras
décadas del período colonial.
Es muy posible que se sigan
encontrando otros antecedentes como éstos que permiten pensar que
los procesos de evangelización y extirpación de idolatrías tuvieron
distinta extensión e intensidad en los Andes de los siglos XVI y XVII.
Pero la hipótesis de Gose acerca de la pérdida paulatina de prestigio
y autoridad de los kurakas o mallkus, merece ser considerada con
atención. Es cierto que ese proceso ya había sido estudiado por
distintos investigadores (el trabajo más clásico es el de Spalding, 1974).
En 1639 los campesinos del ayllu de Pocoata (Charcas), presentaron un
juicio contra su señor étnico, el mallku don Francisco Ayra de Ariutu,
demostrando efectivamente un aspecto del proceso descrito por Gose
(Platt et al., 2006, 757). Por su parte Hidalgo (2004, capítulo 17) ha
mostrado cómo fueron los propios comuneros del cacicazgo de Pica
(Tarapacá), los que lucharon para expulsar a sus caciques durante el
siglo XVIII. El aporte de Gose es que entrega nuevas perspectivas esta
vez desde el ámbito de las rupturas de los vínculos religiosos y de las
bases rituales de las legitimidades de las autoridades andinas. Es
cierto que en todo esto hay que proceder con cierta cautela porque,
insisto, no se trató de procesos homogéneos que afectaron a todas las
autoridades, sus colectivos y sus prácticas por igual, pero enriquece
nuestro conocimiento respecto del impacto de la evangelización sobre
los sistemas políticos andinos.
La segunda hipótesis plantea que la evangelización se apoyó
fuertemente en la fundación de pueblos de indios y en la construcción
de iglesias en su centro. Esto habría generado una nueva espacialidad
significante, en la que el espacio “exterior”, en el cual se encontraban
inicialmente las momias, lugares de culto y los cerros, se fue
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A. Nielsen, A. Redden, J. L. Martínez C., V. Nicolas, P. Gose. Comentarios y respuesta
transformando en el lugar de las divinidades andinas, desalojadas de
los centros poblados. En tiempos prehispánicos los cerros habrían sido
reconocidos y/o reverenciados en tanto eran el lugar de una paqarina.
En este proceso, de acuerdo a Gose, los cerros fueron adquiriendo una
mayor presencia sagrada, llenando el vacío dejado por la destrucción
de las momias y sus “mochaderos”. Siempre de acuerdo a esta
hipótesis, durante este proceso se empezó por primera vez a
denominar como Apus, Wamanis, Mallkus y otros títulos a los cerros.
Los cerros pasaron a ocupar, entonces, una doble posición: por una
parte, como divinidades sustituyentes de los antepasados reprimidos
y destruidos y, por otra, como autoridades (de allí los apelativos de
poder) encargadas de lo colectivo. El actual culto a esas entidades,
entonces, sería de origen colonial. Gose arguye como base para esta
propuesta, no haber encontrado en las fuentes de extirpación de
idolatrías (salvo en un caso, el de Apoparato, en Pomacocha en 1650),
otras referencias a que los cerros como tales fueran considerados como
divinidades. En ese mismo proceso, y siempre siguiendo al autor, los
cerros fueron expresando cada vez más una nueva territorialidad
significante que, a su vez, habría sustituido a la espacialidad anterior,
basada en las paqarinas (un lugar y no un espacio) y en los lugares
donde estaban las momias de los héroes míticos fundadores.
Esta hipótesis tiene dos aspectos que me interesa revisar. La
temporalidad del culto a los cerros, y la ruptura espacial entre las
comunidades, sus pueblos de indios y el paisaje sagrado que los rodea.
Pensar la propuesta de Gose sobre la temporalidad, obliga a identificar
materiales previos que puedan demostrar que ese tipo de culto existía
antes de la invasión europea a los Andes o, al menos, que ya formaba
parte de aquello que los evangelizadores buscaban destruir.
En el sur andino hay bastantes evidencias arqueológicas que
sugieren fuertemente que el culto a los cerros como entidades divinas
ya era activo antes incluso de los inkas. En la localidad de Toconce (en
la cuenca del río Loa, Región de Antofagasta, Chile), hay un conjunto
de estructuras de piedra, o chullpas (no todas funerarias
necesariamente) de las cuales el 100 % orienta sus vanos hacia las
cumbres de los cerros cercanos (Aldunate y Castro 1981, 133). Se trata
de estructuras con fechados entre 980 y 1210 d.C. (ibid, 138). Lo
interesante es que están orientadas hacia cinco cerros distintos,
sugiriendo que no se trataba solamente de un lugar específico (una
única paqarina) sino de una espacialidad sagrada más colectiva.
También destaca el hecho de que algunos cerros, como los volcanes
Paniri1 y León, concentran el 45.46% de las orientaciones de los vanos
de esas estructuras, lo que plantea la posibilidad de que algunas de
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esas cumbres fueran más importantes que otras, una suerte de
jerarquía de entidades sagradas.
Hay, asimismo, varias referencias coloniales que dan cuenta del
culto a los cerros como una práctica anterior a los españoles y la
evangelización. Platt et al (2006) han publicado una muy copiosa
colección de documentos relativos a la Confederación aymara de los
Charkas, que reunía a los señoríos de Charka y Qaraqara, en el centro
sur de la actual Bolivia. Entre esos documentos está la Información que
mandó hacer el bachiller Hernán González de la Casa en 1590 (Archivo
General de Indias, Charcas 79, legajo 19). En ella, el bachiller relata su
experiencia con la wak’a de Porco, que fue a destruir después de haber
recibido noticias de que en el pueblo de Caltama2 “había una guaca y
adoratorio”. Una vez llegado al lugar, el cura halló “cinco ídolos, uno
llamado Porco de metal tacana a devoción del cerro y minas de Porco, y
los otros llamados Cuycoma, Chapoti, Suricaba y Aricaba, todos
nombres de cerros donde tenían minas y sacaban plata y plomo…” (Platt,
et al. 2006, 184-185; f. 4r; énfasis mío). Me parece importante destacar
que se trata de cerros proveedores de metales, no lugares donde
estaban las paqarinas o las momias de los antepasados. Porco, en tanto
que wak’a, era adorado por muchos grupos étnicos distintos: “Pues
acudían en romería a la dicha guaca desde Cochabamba y todo el
distrito de Charcas, Caracara, Yamparaes y Chichas y Yuras y Visisas
y Asanaques y Carangas y Chuis” (f. 5v). Para los indios que
defendieron por la fuerza a su divinidad, persiguiendo e hiriendo a
flechazos al cura extirpador, se trataba de una divinidad protectora
que les había dado victorias militares (f. 4v).
También Garcilaso se refirió, brevemente, a un cerro divinidad
protectora entre otros grupos aymaras; esta vez el cerro Caquiaviri, en
territorio de los Pakaxa (Pacajes actual). Allí, según el cronista, se
refugiaron los indios para resistir el avance de Maita Cápac Inka: “A
este cerro, por ser solo y por su hermosura tenían los indios por cosa
sagrada y le adoraban y ofrecían sus sacrificios. Fuéronse a socorrer a
él para que, como su dios, les amparase y librase de sus enemigos.”
(1991 [1609], Libro III, capítulo II, 146).3
Como extirpador, González de la Casa se refirió, expresamente, a
un culto prehispánico aún en ejecución, que tenía tanto la
representación figurativa de las divinidades (ídolos), como los
nombres de los cerros y los cerros mismos. Todo ello era wak’a. Se
trata de una cuestión que Bertonio recogió acertadamente en su
Vocabulario de la lengua aymara de 1612: “huaka: Ídolo en forma de
hombre, carneros, etc. Y los cerros que adorauan en su gentilidad” (1984
[1612], 143; énfasis mío).
46
A. Nielsen, A. Redden, J. L. Martínez C., V. Nicolas, P. Gose. Comentarios y respuesta
Nuevamente, como en el caso de Toconce, no pareciera que los
cerros como divinidades estuvieran asociados únicamente a los
lugares sagrados de las paqarinas o allí donde estaban las momias de
los antepasados. En lo que hemos visto hasta aquí, su culto
sobrepasaba largamente ese plano de las prácticas religiosas; y todos
estos antecedentes muestran la evidencia de un culto a los cerros
anterior y contemporáneo a la evangelización.
Detengámonos ahora un momento en la cuestión de los títulos de
los cerros. Gose señala que es posible que su denominación como
Apus, Wamanis, Mallkus u otros nombre similares, connotando un
estatuto de respecto, poder y superioridad, surgiera a partir de la
segunda mitad del siglo XVII, como resultado de la evangelización y,
sobre todo, de la pérdida de prestigio de las autoridades tradicionales
y de los antepasados. En 1588, refiriéndose al cerro Rico de Potosí, el
cura de Paria, Bartolomé Álvarez señaló: “Todas las veces que suben
al cerro le van mochando, máxime si van a hurtar; cuando van desde
sus pueblos a Potosí, desde donde le dan la primera vista le mochan y
le llaman ‘Señor’ Y piden ventura y salud y riqueza” (Álvarez, 1998
[1588], 357, énfasis mío). Por su parte, Calancha, en 1608, refiriéndose
al cerro de Quiquijana, señala que éste era llamado por los aymaras y
los inkas como Apo Quiquixana, “que es lo mismo que el gran señor
Quiquixana, cerro por quien los Ingas i Pallas en el Cuzco, i en
Chuquisaca asta oy se lamentan, diciendo, que después que les falta
Quiquixana, no tienen plata ni oro…” (Calancha, 1976 [1638], 301; apud
Cruz, 2012). Y un testimonio de 1602, de Bartolomé de Cárdenas,
señala que antiguamente también se llamaba Capac Iqui al cerro de
Potosí, “que quiere decir rico señor” (en Bouysse-Cassagne, 2004: 73).
Quiero llamar otra vez la atención a los tiempos verbales de la
construcción de estos enunciados. Todos ellos se refieren a prácticas
tanto de un pasado anterior, al menos a tiempos de los inkas cuando
no anteriores, como a una cosmovisión indígena que solo la
extirpación de idolatrías lograba detener, en tanto que eran
continuidad con ese pasado. Resumiendo, no me parece, al menos a la
luz de los materiales arqueológicos y documentales referidos al
altiplano aymara y a los grupos más meridionales, que el de los cerros
sea un culto de origen colonial, surgido a raíz de los procesos de
evangelización y de la extirpación de idolatrías.
Pero si bien me parece que hay antecedentes de que el culto a los
cerros era anterior a la evangelización y que esas divinidades recibían
efectivamente tratamientos de respeto y autoridad como una práctica
habitual, en la hipótesis de Gose hay una segunda dimensión sobre la
que llamé la atención: la ruptura espacial entre los nuevos espacios
cristianizados (los pueblos con sus iglesias en la plaza y cementerios
47
Población & Sociedad, ISSN-L 0328 3445, Vol. 23 (2), 2016, pp. 35-59
aledaños y el paisaje sagrado que los rodea, considerado como un
lugar de las divinidades andinas (cerros, manantiales, cuevas, etc.).
Como el autor lo señala muy adecuadamente: “Thus, reducción and the
extirpation of idolatry became intimately related, as Toledo himself
had intended them to be”. Me parece que Gose apunta a un proceso
al cual hay que poner atención y que nos permite entender algunos de
los motivos por los cuales en tantos pueblos andinos actuales hay
cruces que los “protegen” o que separan ambos espacios. Es claro, así,
que la evangelización implicó también un cambio en las significaciones
de los espacios. Es un proceso colonial sobre el cual debiera
profundizarse mucho más.
Finalmente, la última de sus hipótesis propone que la ruptura de
los linajes de los ayllus y de la continuidad que tenían con los
antepasados fundadores, dio lugar a la emergencia de una nueva
narrativa que daba cuenta de las ruinas y del pasado como algo
disociado y diferente de las poblaciones evangelizadas. En otras
palabras, el ciclo de los chullpas o gentiles que tradicionalmente los
estudios andinos han asumido como parte de los sistemas de
pensamiento andino prehispánico (forman parte, entre otras cosas, de
la concepción de pacha como tiempo/espacio), también tendría un
origen colonial.
Coincido plenamente respecto del impacto colonial sobre esa
estructura mítica. El solo hecho de llamarlos “gentiles”, agregado a la
evidencia de muchos rituales contemporáneos de evitación de los
sitios con ruinas arqueológicas y otros antecedentes que sería largo
incorporar, plantea claramente la eficacia del discurso evangelizador.
Pero, nuevamente, me gustaría matizar. Los actuales chipaya (en el río
Lauca) se definen como sobrevivientes de la salida del sol, anteriores
incluso a los aymara, y en diversos lugares del altiplano hay pueblos
que se autodefinen como chullpa puchu (“resto de gentiles”), o
declaran ser anteriores al “tiempo de los inkas”. O poblaciones como
los jalq’as (Sucre) que se piensan como gente con gran familiaridad con
el ukhu pacha que tejen sus mujeres en sus axsus (Cereceda, 2006).
¿Una estructura mítica colonial o anterior? Digo una estructura,
porque forma parte de los contenidos con los cuales se organizan
semióticamente los conceptos andinos de pacha, en tanto que tiempo
y espacio. A cada pacha le corresponde una determinada humanidad,
considerada peligrosa, “demoníaca” (en términos actuales), habitante
de tiempos oscuros. Y esa estructura está presente en el mito relatado
por diversos autores coloniales y se reproduce en el mito colonial que
ubicó a los inkas en el Paititi o en la selva, un espacio que ocuparon
muchas humanidades derrotadas, como los chankas o los seguidores
de Huallallo Carhuincho en el relato de Huarichirí.
48
A. Nielsen, A. Redden, J. L. Martínez C., V. Nicolas, P. Gose. Comentarios y respuesta
Creo que, de lo que se trata aquí, es de qué posiciones simbólicas
adoptan una u otras comunidades para construir sus identidades y con
ello definirse y redefinirse. Un ciclo que puede reestructurarse
constantemente, adaptarse a las nuevas circunstancias históricas que
viven las poblaciones andinas. Hoy conocemos comunidades que se
definen como originarias de la Modernidad, del tiempo de la dinamita
y las carreteras…
***
Vincent Nicolas
Potosí, Bolivia
Si la finalidad de toda reflexión histórica es, en última instancia,
cambiar y complejizar nuestra forma de mirar el mundo actual,
entonces puedo decir que el artículo, provocativo hasta cierto punto,
de Peter Gose logra este propósito. Efectivamente el autor propone una
respuesta renovadora a una pregunta muy fascinante que persigue,
desde hace mucho tiempo, los estudios andinos: ¿Qué pasó con la
religión prehispánica en los Andes, después de la conquista y, en
particular, después de la tan traumática (al menos según se cree)
extirpación de idolatrías?
Anteanoche, primer viernes del mes de julio, hice entrega de una
ofrenda (q'uwa) a la pachamama de mi casa y me puse a invocar los
consabidos cerros mallkus del entorno cercano y no tan cercano. Ella
recibió, al parecer, de buen agrado los dos platos que se le había
preparado y las libaciones hechas en su honor, lo cual me procuró
cierto alivio. Pero, poco después, al día siguiente, leí el artículo de Peter
Gose que me llenó de asombro, perplejidad y desconcierto. Quiero
dejar en claro que estoy muy consciente que este ritual contiene un alto
grado de sincretismo y no conlleva ninguna pretensión de purismo
"andino-amazónico" por decirlo así. Pero lo llamativo del texto de Gose
es que propone situar el sincretismo dónde generalmente no lo
esperamos y repensar la historicidad de nuestros actos y palabras
rituales.
El autor desplaza considerablemente el problema del sincretismo,
tal como nos hemos acostumbrado a verlo. Muchos trabajos históricos
o etnohistóricos han demostrado ya que la extirpación de idolatrías
provocó no la desaparición del culto a los wak'as, como lo hubiese
querido, sino su transformación en prácticas menos sospechosas,
como, en particular, el culto a los santos (ver, por ejemplo,
Rostworowski, 1992; Estenssoro, 2003). Por otra parte varios trabajos
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Población & Sociedad, ISSN-L 0328 3445, Vol. 23 (2), 2016, pp. 35-59
de antropólogos han permitido evidenciar que la religión andina, al ser
perseguida por idólatra, logró mantenerse retirándose del espacio
público hacia un espacio mucho más privado (el patio, el corral, la
casa) aunque con la desventaja de que sus dioses reciban una
connotación cada vez más negativas en términos de saqra (malo) o
supay (diablo) (Bugallo y Vilca, 2016).
La tesis de Gose es más radical en el sentido que plantea que el culto
a los cerros no sería una supervivencia de la religión andina sino un
producto (paradójico, pero producto al fin) de la extirpación. El autor
parte de la abundante literatura que dejaron las autoridades
eclesiásticas para recordar la fuerza y vitalidad, a principio del siglo
XVII, del culto a los mallkis, momias de los ancestros primordiales del
ayllu, aspecto que ya no se verifica a fines del siglo XVIII. Según él, el
poder político del kuraka o de la autoridad del ayllu (llámese como se
llame) se veía reforzado por el culto a sus antepasados, los cuáles
intercedían en distintos asuntos de la vida cotidiana (fertilidad agraria,
batallas, etc.). La destrucción sistemática de estas momias habría
provocado una suerte de metonimia que transfirió la sacralidad del
cuerpo desecado y embalsamado del ancestro (entonces desparecido)
al lugar de su sepultura, a veces coincidente con el lugar de origen del
ayllu (su paqarina). Al ser estas momias conservadas en lugares altos y
destacados de las montañas, el poder de la momia habría sido asociado
a la montaña misma que recibió entonces el apodo de apu, mallku, etc.,
términos reservados a la autoridad política.
Según Gose, la política de reducción de Toledo tuvo por efecto y
como meta de imponer la costumbre cristiana de enterar los muertos
en el panteón de la iglesia y de romper los lazos entre los pueblos y sus
ancestros momificados. Los cerros y los santos fueron entonces
resignificados como los ancestros del ayllu, restando así poder y
prestigio a los kurakas hereditarios cuya legitimidad se vio más que
cuestionada por la población originaria, a partir del siglo XVIII, debido
a su estrecha vinculación con el sistema de explotación colonial.
Sin embargo esta última conclusión es, quizás, la más discutible ya
que el culto a la montaña no siempre parece haberse impuesto en
desmedro del kuraka. Más al contrario, son conocidos los ejemplos de
cerros que llevan el nombre de kurakas antiguos. Según el antropólogo
Gilles Rivière, el Tata Sabaya (montaña sagrada de Carangas),
representado bajo la figura de un San Martin de Tours, es también
conocido como Martin Capurata Condorvillca, nombre del kuraka
primordial que es considerado fundador el pueblo de Sabaya y título
honorífico que ostenta aún hoy en día el cacique de Sabaya (Rivière,
2008). Si es así, vemos bien que la asociación ancestro-santo-montaña
50
A. Nielsen, A. Redden, J. L. Martínez C., V. Nicolas, P. Gose. Comentarios y respuesta
ha podido contribuir a fortalecer la legitimidad de la autoridad
originaria.
Más allá de abrazar o no las conclusiones de Peter Gose, hay que
reconocer que su planteamiento abre una senda interesantísima que
tendrá que ser profundizada mediante estudios de casos desde la
historia y la antropología. Es interesante notar que, a pesar de su sólida
experiencia de terreno efectuada en el Perú, el autor ha basado
exclusivamente su argumentación sobre fuentes históricas aun cuando
su conclusión pretende ser etnográfica. Esto se entiende por el hecho
que la provocación que mencioné al inicio está dirigida, me parece,
más a los antropólogos, naturalmente inclinados a creer en la
ancestralidad de lo que observan, que a los historiadores,
acostumbrados a considerar el carácter históricamente determinado de
sus objetos de estudio.
Response
Peter Gose
First of all, I thank the commentators for their careful reading of my
article and honest reactions to it. Redden’s endorsement is certainly
welcome but I also value the others’ engaged but respectful
disagreement. It is clearly my responsibility to make available in
Spanish the book whose arguments the article brutally condenses.
Hopefully their fuller version will be more convincing. What is
encouraging is the agreement that we need more precise and careful
inquiry into how Andean mountains fit into various historical regimes
of practice. To be clear: I can accept that Andean mountains have long
and continuously had religious importance. Where I differ from many
is in insisting that several regimes of practice cross-cut that continuity
and that mountains have not played the primary animating role in
every one that they do in contemporary Andean life-worlds.
Consequently, we have to examine the role that mountains actually
play in each instance without automatically subsuming them all into a
single undifferentiated and unbroken tradition of “mountain worship”
based on ethnographic analogy.
The capacochas Nielsen invokes are an excellent case in point.
Reinhard’s spectacular discoveries and unquestioning commitment to
the “mountain deity” thesis make it easy to overlook that capacochas
were offered on but not necessarily to mountains, since they also
occurred in other places (e.g. Titicaca). Mountains may well have been
important points of access to the sun and lightning in the sky, or
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Población & Sociedad, ISSN-L 0328 3445, Vol. 23 (2), 2016, pp. 35-59
subterranean volcanic activity and circulating water, without being
animating agents in their own right. Primary historical sources on the
capacocha tell us virtually nothing about mountain as alleged recipient
deities but clearly identify drought and the Inca’s health as motives.
The capacocha was an imperial practice that rigorously separated its
victims, priesthood and infrastructure from the local population
(Reinhard & Ceruti, 2012: chs. 4-5), precisely those who should be most
involved in “mountain worship” according to ethnographic analogy.
It corresponds to a cosmos in which the Inka sovereign was the
primary animator, even if it shares with other Andean regimes of
practice a concern with large-scale hydraulic cycles. In short, the
capacocha does not fit the model of contemporary mountain worship in
the Andes.
Both Nielsen and Martínez mention the orientation of chullpas
towards mountains. This fits perfectly with those mountains serving
as paqarinas for the ayllus in question, whose hierarchical organization
might mirror that of the mountains so indexed. As Isbell (1997) argues,
chullpas indicate the arrival of ayllu organization. They were built to
house the cult of mummified ancestors and so presuppose them as
animators of the landscape, which they organized around paqarinas.
Prehistoric iconography that treats mountains as sources of water is
also entirely compatible with paqarina landscapes (see Gose, 1993) in
which mummified ayllu ancestors, not mountains per se, were the
animating agent. To substantiate his disagreement, Nielsen needs to
show that mountains were not just passive conduits but actually had
this active ancestral role. Similarly, the Porco “idols” that Martínez
mentions were taken to the distant Caltama Valley where pilgrims
continued to offer them sacrifices: they and not the mountain itself
appear to have been the true objects of veneration (Gose, 2008: 166).
On closer inspection, Álvarez’ report that indigenous miners
addressed the Cerro Rico as “Señor” also recedes into this pattern since
it was not until 1599 that Arriaga finally extirpated the oracular wak’a
on the mountain’s summit (Platt, et al. 2006: 151-154), a more specific
manifestation than the mountain itself and probably the “Señor” in
question. Beyond Garcilaso, many Spaniards affirm that Andean
people worshipped mountains, but provide such little detail that we
do not know how or in what capacity (Gose, 2006: 30-33). When there
is more detail, it usually turns out that ancestral mummies or statues
located on the mountain are the real object of worship, as is the case
with Álvarez’ (Gose, 2008: 140-145, 165-169) and Redden’s examples.
Different conclusions are of course possible but what they require is
placing reports of mountain worship in an archaeological or
documentary context that shows them to be an important agent within
52
A. Nielsen, A. Redden, J. L. Martínez C., V. Nicolas, P. Gose. Comentarios y respuesta
a specific regime of practice, not jumping straight to ethnographic
analogy by a process of abstraction.
Ultimately, those who want to primordialize ethnographic patterns
of mountain worship must do more than nominate decontextualized
instances from the past. Given long-standing patterns of divine
kingship in the Andes, they must clearly show that mountains occupy
a paramount animating position in a set of politico-ontological
relationships that concern the circulation of life. Since other agents
such as the Inka and various provincial ancestors have also occupied
that animating role, they must further show that mountains do so in
their own right, and not as passive media for these other agents.
Mummified ancestors and contemporary mountain lords compete for
this animating role and are essentially redundant since both claim the
same tutelary, ancestral relation to human communities, dispense
health, life and fertility, receive sacrifices and veneration, act as
owners, rulers and animators of the land, mediate with the outside,
and have the same lordly titles. Coexistence is difficult because both
seek the same position that only one can occupy. It is no accident,
therefore, that mountains succeed mummies in time. This is,
furthermore, exactly what gentil narratives tell us. So if scholars want
to find mountain worship in pre-Columbian or colonial contexts where
the cult of mummified ancestors was demonstrably present, they have
a problem. The sources that show mummies playing this ancestral role
are copious, detailed and coherent, as anyone familiar with Álvarez
(1588), Arriaga (1621) or Duviols (1986) will know. By contrast, no
comparable colonial source portrays mountains as animators in
anything like the same detail. The early candidates are fragmentary
and ambiguous at best whereas the plausible examples are late. Either
these scholars must get busy in the archives to reverse this balance of
evidence or they must soften the mutually exclusive relation between
these regimes. I believe the latter is the only realistic possibility and
therefore offer a few comments.
As the case of Pariacaca shows particularly well, when preColumbian ancestors fought to establish themselves as animators of a
territory, their power infused mountains and catastrophically
modified the land. In these struggles and the more routinized
animation that follows, the land is in some sense a corporeal extensions
of the ancestor who resembles a contemporary mountain lord to that
extent. What makes the resemblance superficial, however, is that the
ancestor’s primary embodiment is always more specific, concentrated
and mobile, namely the sovereign’s living body, mummy or statue
(Gose, 2008: 167-73). The latter may be stored on a mountain that
shares the ancestor’s name and a lesser concentration of his vitalizing
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Población & Sociedad, ISSN-L 0328 3445, Vol. 23 (2), 2016, pp. 35-59
energy, but it is derivative even when understood as a sentient being
or the ancestor’s petrified body. Seasonal worship of ancestors makes
this clear because it addressed the mummy or statue, not the mountain,
as the ultimate source of animation. But as my essay argues, it was a
short and perfectly conceivable step for the land to envelop and claim
for itself those previously separate ancestral forms. Despite its
operational ease, however, this step was politically consequential
because it meant the end of hereditary authority in indigenous society
and its investiture in the land. This is the egalitarian revolution that
took place in the eighteenth century Andean society.
Despite our evident differences over pre-Columbian mountain
worship, I am grateful that Martinez brings up the question of mines,
which animating mountains easily subsume but are more of a
challenge for mummified ancestors. How, then, would mines fit into
earlier regimes of animation? The early colonial Andean conviction
that lightning deposits precious metals into the earth (Platt, et al. 2006:
169-70) is a good point of departure for discussion. Lightning had its
own cult under the Inkas, so one could simply conclude that it
animated mining and leave it at that. I do not find such autonomy
entirely convincing, however. Just as contemporary mountain lords
tend to subsume and appropriate lightning’s power, so did a certain
category of mummified ancestors in early- to mid-colonial times.
Intrusive pastoral groups (llacuazes) who formed the upper moiety of
the regions they conquered routinely named their ancestors after
lightning (Duviols, 1986). Did such ancestors have a privileged role in
the production of precious metal? The fact that Porco’s statue was
important not only in this regard but also as a guarantor of victory in
war (Platt, et al. 2006: 192) would support the hypothesis. Clearly more
research is needed but whatever the answer may ultimately be, mines
must be part of the systematic inquiry I am trying to promote.
Martínez is absolutely right to insist that the temporality of the
changes I address varied from one Andean region to another. In a
fuller discussion of the relevant documentation I showed that an
incipient version of mountain worship emerged as early as 1631 in one
area, whereas the cult of mummified ancestors continued to 1751 in
another (Gose, 2008: 179-180, 269-270). The extirpation of idolatry was
itself a similarly regionalized and temporally intermittent
phenomenon, which is why I think the decline of hereditary kurakas
was ultimately a more important cause of this transformation. Despite
the uneven transition to the current order, however, and the
considerable variation within it, the renunciation of mummified
ancestors and acceptance of Christianity was its universal and defining
outcome. Thus, even the Chipaya who nominally claim descent from
54
A. Nielsen, A. Redden, J. L. Martínez C., V. Nicolas, P. Gose. Comentarios y respuesta
the chullpas, actually worship shrines that connote church towers and
mountains, and tell of their own conversion to Christianity by
neighbouring Aymaras (Wachtel, 1990: 57-58, 220-222). Significantly,
this normative conclusion comes not from the documentary record but
contemporary Andean culture itself, specifically its reflections on its
own past.
Nicolas mentions the fascinating case of Tata Sabaya in Carangas.
This mountain lord animates and even temporarily erases the
individuality of rotating cargo-holders in the community, lending
some of them the title of mallku through which they exercise their
authority. One of these cargos is even named curaca, and so recalls the
hereditary kurakas of old. On this basis, Nicolas criticizes my emphasis
on discontinuity, but Rivière similarly concludes his own study by
noting the hereditary kurakas’ eighteenth century demise and
replacement by rotating commoner cargo-holders (2008: 94). Carangas’
origin story further develops this point. Tata Sabaya is no chullpa but a
mass-attending Christian, who (despite his participation in the
founding of Potosí) nonetheless withholds knowledge of Carangas’
mineral wealth from the Spaniards. Excommunicated after he jailed
the local priest, Tata Sabaya and his entire town died and his body
parts scattered across the territory of Carangas. Only after three
Candelaria sisters appeared out of fire atop Mt. Pumiri and founded
various Christian shrines and mining centres did Tata Sabaya’s body
recompose in a church (Rivière, 2008: 98-99). Thus, the apparent
continuity of his authority was broken by a temporary death and the
flaming apparition of the Candelaria sisters, a mini-pachakuti that
underlines Christianity and mineral extraction as the land’s new
animating order. While not as strong as in the gentil narratives, there is
still a muted critique of Tata Sabaya’s disrespect of priests and miners
here. For a time, the land had to consume his dismembered body, just
as I argue all mountain lords swallowed the authority of ancestral
mummies and hereditary kurakas who were once distinct from them.
When Tata Sabaya’s body reconstitutes itself in a church, Carangas’
new authority system establishes continuity with its predecessor. The
crucial point, however, is that only Tata Sabaya’s primordial
Christianity and belated submission to mining legitimate the
continuity from hereditary to rotating forms of indigenous political
authority. Indigeneity alone is insufficient. It is certainly the key thread
of this continuity, but one that is nonetheless subordinate and
conditional, as its various truncations demonstrate. In sum, Nicolas
substantially mis-reads this case in presenting it as a simple, unbroken
transmission of kurakas’ power. Despite its unusual degree of
continuity, which I happily concede, it comfortably joins the familiar
55
Población & Sociedad, ISSN-L 0328 3445, Vol. 23 (2), 2016, pp. 35-59
post-colonial configuration of mountain, Christianity and communitybased democracy.
Once again it would seem that for my interlocutors, any continuity
is enough to erase all change, no matter how manifest and systematic
it may be. Rather than level demeaning charges of “Andeanism” that
only lower the level of debate, I have tried to stick to the relevant
empirical and methodological issues here. But there does appear to be
a blockage in the discussion, one that is emotional and causes my
approach to fail. Simply put, my analysis depresses many Andean
scholars, as Nicolas honestly admits. My best guess is that it threatens
a cherished and comforting assumption of an unbroken indigenous
world. My intent has never been iconoclastic, however, since I deeply
and enduringly love that world too, not despite but because of its
subaltern scars and creativity. Thus, I have worked to coordinate my
historical analyses with contemporary Andean people’s reflections on
their own past, which similarly emphasize disjuncture and confirm the
repudiation of an earlier, more hierarchical order. What my analysis
undermines, then, is not contemporary Andean perspectives but a set
of primordializing assumptions that external scholarship has
introduced to their study. Solidarity with the Andean tradition allows
me to feel more than a little bit of satisfaction in how the eighteenth
century uprisings decisively democratized contemporary Andean
communities despite their ostensible defeat. Those communities are
not just traditional but also marvellously revolutionary in origin. The
brilliance of Andean moiety and epochal thinking is that it allows for
reconciliation of both impulses. This has to be the way forward for
Andean scholarship as well, although it will evidently require a
recuperation of revolutionary faith in some quarters.
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Notas
1 El Volcán Paniri continuó siendo un cerro sagrado durante el período colonial, dándole
un importante vínculo con lo sagrado y legitimidad simbólica a Tomás Paniri, el líder
local de la rebelión tupamarista en la zona (Hidalgo, 2004).
2 Ubicado en el límite entre los wisijsa y los chichas, en Charcas colonial.
3 En el texto quechua de Huarochirí se advierte esta misma figura de un cerro protector
que es más que un lugar, es un wak’a, incluso pre inkaica. Me refiero al cerro Huillcacoto,
en cuya cumbre se salvó un pastor, su llama y otros animales del diluvio (Taylor, 1987,
RTH 3, 7-20). Más adelante Huillcacoto es descrito como un wak’a de “gran hermosura”
(RTH 23, 43).
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