Apostar por la seducción
Por JENNIFER LEWIS
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Constance Allen era seria, formal e inocente. La intachable auditora tenía como objetivo asegurarse de que las finanzas del casino New Dawn estuvieran fuera de toda sospecha y, de paso, conseguir un ascenso... hasta que John Fairweather, el millonario propietario del casino, la sedujo con su encanto irresistible. Aquel conflicto de intereses hacía peligrar su trabajo, pero Constance era incapaz de controlarse.
John no esperaba que su pequeño coqueteo con la auditora se volviera súbitamente tan serio. Sin embargo, la investigación sacó a la luz a un culpable inesperado, amenazando aquel romance.
JENNIFER LEWIS
Jennifer Lewis has always been drawn to fairy tales, and stories of passion and enchantment. Writing allows her to bring the characters crowding her imagination to life. She lives in sunny South Florida and enjoys the lush tropical environment and spending time on the beach all year long. Please visit her website at http://www.jenlewis.com.
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Apostar por la seducción - JENNIFER LEWIS
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2014 Jennifer Lewis
© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Apostar por la seducción, n.º 2060 - septiembre 2015
Título original: A High Stakes Seduction
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-6813-7
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Capítulo Uno
–Líbrate de ella lo antes posibles. Es peligrosa.
John Fairweather miró ceñudo a su tío.
–Estás loco. Deja de pensar que todo el mundo va a por ti.
John no quería reconocerlo, pero estaba nervioso. Le preocupaba que la Oficina de Asuntos Indios fuera a mandar a una contable para fisgonear en los libros del New Dawn. Paseó la mirada por el espléndido vestíbulo del hotel casino: empleados sonrientes, relucientes suelos de mármol, clientes relajándose en grandes sofás de piel. Sabía que estaba todo en orden, pero aun así…
–John, tú sabes tan bien como yo que el gobierno de Estados Unidos no es amigo de los indios.
–Yo sí lo soy. Nos han reconocido como tribu. Hemos conseguido lo que queríamos, hemos construido todo esto. Tienes que relajarte, Don. Solo van a hacer una auditoría de rutina.
–Te crees un gran hombre, con tu título de Harvard y tu brillante currículum, pero para ellos no eres más que otro indio que intenta meter la mano en el bolsillo del tío Sam.
Dentro de John se agitó un sentimiento de exasperación.
–Yo no he metido la mano en el bolsillo de nadie. Hablas igual que los dichosos periodistas. Hemos levantado este negocio con muchísimo trabajo y tenemos tanto derecho a obtener beneficios de él como los tenía yo en mi empresa de software. ¿Dónde se ha metido, además?
En ese momento se abrió la puerta y entró una chica joven. John consultó su reloj.
–Seguro que es ella.
Su tío miró a la chica, que llevaba un maletín.
–¿Me tomas el pelo? No parece tener edad suficiente ni para votar.
Llevaba los ojos ocultos tras unas gafas. Se detuvo en el vestíbulo, desorientada.
–Coquetea con ella –susurró su tío–: Muéstrale el encanto de los Fairweather.
–¿Te has vuelto loco? –John vio que la mujer se acercaba al mostrador de recepción. La recepcionista la escuchó y a continuación lo señaló con el dedo–. Oye, puede que sí sea ella.
–Lo digo en serio. Mírala. Seguramente ni siquiera la han besado nunca –siseó Don–. Coquetea con ella, ponla nerviosa. Así se asustará y saldrá huyendo.
–Ojalá pudiera asustarte a ti. Piérdete. Viene para acá –avanzó hacia la joven, tendiéndole la mano con una sonrisa–. John Fairweather. Usted debe de ser Constance Allen.
Le estrechó la mano, que era pequeña y suave. Parecía nerviosa.
–Buenas tardes, señor Fairweather.
–Puede llamarme John.
Llevaba un traje de verano azul, más bien suelto, de color marfil, y el pelo recogido en un moño. De cerca seguía pareciendo muy joven y bastante bonita.
–Siento llegar tarde. Me equivoqué de desvío en la autopista.
–No se preocupe. ¿Había estado antes en Massachussets?
–Es la primera vez.
–Bienvenida a nuestro estado y a las tierras de los nissequot –dijo con satisfacción–. ¿Le apetece beber algo?
–¡No! No, gracias –miró el bar horrorizada.
–Me refería a un café o un té –él sonrió, tranquilizador–. A algunos de nuestros clientes les gusta beber durante el día, pero los que trabajamos aquí somos mucho más aburridos y predecibles –advirtió con fastidio que su tío Don seguía tras ellos–. Ah, este es mi tío, Don Fairweather.
Ella se subió las gafas por la nariz antes de tenderle la mano.
–Encantada de conocerlo.
–Permítame acompañarla a nuestras oficinas, señorita Allen –dijo John–. Don, ¿puedes hacerme el favor de ver si el salón de baile está ya montado para la conferencia de esta noche?
Su tío lo miró con enfado, pero se alejó en la dirección correcta. John exhaló un suspiro de alivio.
–Deje que le lleve el maletín. Parece que pesa.
–Ah, no. No se preocupe –se apartó dando un respingo cuando John hizo amago de agarrarlo.
–Descuide, no muerdo. Bueno, no mucho, al menos –quizá debía coquetear con ella. Necesitaba que alguien la ayudara a relajarse un poco.
Ahora que la veía mejor, notó que no era tan joven. Era menuda, pero tenía una expresión resuelta que demostraba que se tomaba muy a pecho su trabajo, y a sí misma. Lo cual le suscitó el deseo perverso de buscarle un poco las cosquillas.
–¿Te importa que te tutee?
Ella pareció dudar.
–De acuerdo.
–Espero que disfrutes de tu estancia en el New Dawn, aunque hayas venido a trabajar. A las siete hay una actuación en directo. Estás invitada a verla.
–Seguro que no tendré tiempo –se detuvo y miró las puertas del ascensor mientras esperaban.
–Tus comidas corren por cuenta de la casa, por supuesto. Aquí se come tan bien como en cualquier restaurante caro de Manhattan. Y quizá quieras pensarte lo de la actuación. Hoy actúa Mariah Carey. Las entradas se agotaron hace meses.
Se abrieron las puertas del ascensor y Constance se apresuró a entrar.
–Es usted muy amable, señor Fairweather…
–Por favor, llámame John.
–Pero estoy aquí para hacer mi trabajo y no sería oportuno que disfrutara de ciertos… alicientes.
Su forma de fruncir los labios hizo pensar a John en lo divertido que sería besarlos.
–¿Alicientes? No estoy intentando sobornarte, Constance. Es solo que estoy orgulloso de lo que hemos levantado aquí, en el New Dawn, y me gusta compartirlo. ¿Tan mal te parece?
–La verdad es que no tengo ninguna opinión al respecto.
Cuando llegaron a la planta de las oficinas, Constance se apresuró a salir de ascensor. Había algo en John Fairweather que la hacía sentirse muy incómoda. Era un hombre grandullón, imponente y de anchísimos hombros, y hasta el amplio ascensor le parecía estrecho encerrada allí dentro con él.
Recorrió el pasillo con la mirada, sin saber adónde dirigirse.
–Por aquí, Constance –él sonrió.
Constance deseó que dejara de prodigarle aquella simpatía hipócrita.
–¿Qué te está pareciendo nuestro estado hasta ahora?
Otra vez aquel encanto seductor.
–La verdad es que solo he visto la autopista, así que no estoy muy segura.
Él se rio.
–Pues eso habrá que solucionarlo –abrió la puerta de una oficina espaciosa y diáfana.
Constance vio cuatro o cinco habitáculos vacíos y varias puertas de despacho.
–Este es el núcleo central de nuestra empresa.
–¿Dónde está todo el mundo?
–Abajo, en el hotel. Todos pasamos parte del tiempo atendiendo a los clientes. Es el alma de nuestro negocio. Kathy se encarga de responder al teléfono y de los archivos –le presentó a una guapa morena–. A Don ya lo conoces. Se encarga de la publicidad y la promoción. Rita se ocupa de la informática y hoy está en Boston. De la contabilidad me ocupo yo mismo –le sonrió–. Así que puedo enseñarte los libros.
John le lanzó una mirada cálida, y Constance notó en el estómago una sensación molesta. Era evidente que John Fairweather estaba acostumbrado a que las mujeres comieran de su mano. Por suerte ella era inmune a esas tonterías.
–¿Por qué no contrata a alguien para que se ocupe de las cuentas? ¿No está muy ocupado siendo el consejero delegado?
–Soy jefe de contabilidad y consejero delegado. Me enorgullece ocuparme personalmente de todos los aspectos financieros de la empresa. O puede que sea que no me fío de nadie –le enseñó sus dientes blancos y perfectos–. El responsable soy yo –añadió señalándose con el dedo.
«Qué interesante». Constance tuvo la sensación de que acababa de desafiarla a encontrar algún error en sus libros de contabilidad.
–La nuestra es una empresa familiar. Muchos de los empleados de la oficina son miembros de la tribu.
–¿Y dónde está el pueblo? He reservado una habitación en el Cozy Suites, pero no he visto el pueblo al venir hacia aquí.
John sonrió.
–El más cercano es Barnley, pero no te preocupes. Aquí puedes disfrutar de una cómoda habitación.
–Lo cierto es que prefiero alojarme en otra parte. Como te decía, es importante mantener la objetividad.
–No veo en qué va a afectar a tu objetividad dónde te hospedes –sus ojos oscuros la observaron fijamente–. No pareces de las que se dejan influir por halagos. Estoy seguro de que tus principios son demasiado firmes para eso.
–Sí, en efecto –respondió ella–. Nunca permitiría que nada afectara a mi criterio.
–Y una de las mejores cosas de los números es que nunca mienten –él le sostuvo la mirada.
Constante no apartó la suya, a pesar de que el corazón empezó a latirle a toda prisa. ¿Quién se creía que era para mirarla así? Por fin desvió los ojos, sintiendo que acababa de perder una escaramuza. Pero daba igual: al final, ganaría la guerra. Tal vez los números no mintieran, pero la gente que los presentaba sin duda podía mentir. La Oficina de Asuntos Indios había contratado a